Hay cosas que uno nunca ha contado, ni a los más íntimos, ni en el momento en que sucedieron ni mucho después. Son cosas de la niñez más lejana que luego un mar de lava oscura ha sepultado, como por ejemplo hasta hoy. Son miedos que le cuecen los recuerdos que uno no quiere tocar porque ignora los límites de ese temor antiguo.

Póngale, lector, la parva de años que desee encima y siempre van a ser pocos.

A nuestra casa, salvo los parientes, venían pocas visitas; mi padre era muy selectivo y muy reservado, pero al menos tres matrimonios nos visitaban, cuyos hijos o hijas eran mis amigos.

Una noche, que a mí me suena fantasmagórica, al salir todos a acompañarlos a la puerta de calle, miré hacia la esquina donde perdíamos (o ganábamos) miles de horas por año, bajo la luz temblorosa de un pequeño y vacilante foco de luz. Alguien salía de las sombras y saltaba en un paso de baile, tratando de cazar con sus manos alguna mariposa nocturna. Era, a mi recuerdo, muy alta para ser una niña. Saltó como si nada en esa noche en que ni los perros ladraban y hasta el último borracho había gritado bajo ese foco "¡Viva Perón!" (no era otro que el inefable Boca de Bronce López) y luego había desaparecido sin un ruido entre las sombras.

La figura debajo de esa luz, cuando volví a mirar, había también desaparecido. Mi mente adulta hoy razona que en esa esquina vivía Ninín Joan con su esposa, Rosita Lencioni, y su mamá con su bandada de gansos chillones, y en esa casa también habitaban las tres hijas del mentado Ninín, apicultor por más señas. Rasco con la cuchara del recuerdo: ¿Mabel? ¿Mirta? ¿Graciela? El vendaval de la vida me las sacó de los ojos hace mucho, y del recuerdo. ¿Era alguna de ellas? ¿Y por qué mi madre no comentó nada? ¿Solo a mí me llamó la atención hasta hoy? Esa aparición impropia de la hora, del lugar y del frío del invierno. Yo no comenté nada ni pregunté a mi madre si había visto esa aparición, ni a mis terapeutas me animé a decírselos alguna vez.

Y sobre esa misma casa, siendo muy chico, tuve una pesadilla: que mis padres me abandonaban y se subían al techo por una escalera a la cual yo no podía acceder.

La casa de los Lencioni estaba y está enfrente de la de Don Manolo Gómez, que brillaba toda pintada de rojo con su gallito de lata, veleta valiente que aguantaba todos los vientos. Y, para ser consecuente, también goteaba su sangre roja sobre los techos aquellos de la niñez tan lejana, llena de endriagos y magia.

En el barrio vivían los Sánchez, numerosa familia cuyo abuelo correntino traía a sus nietos los cuentos de aparecidos y duendes con los cuales ayudaba a una niñez temerosa, y aún hoy cuando nos juntamos debemos disimular la risa porque nos cuentan las mismas anécdotas con la misma credulidad. Toto Miguez se divierte mucho con ellos, y con delicada ironía los pone al descubierto. Digo, ¿habrá influido todo este historial de cuentos sobrenaturales a observar ese paso de baile que me ha perseguido toda la vida? Probablemente, sea así.

Cuando por las noches mi madre me mandaba a tirar las sobras de la cena a las gallinas, yo temblaba como una hoja. Esa oscuridad impenetrable que aún hoy me persigue era intolerable. Mi padre, que era un ignorado agnóstico, se molestaba. Y me decía que los muertos no nos hacen daño. "Los únicos capaces de hacerte daño son los vivos", repetía.

Una noche, tomó el revolver de un cajón del ropero grande y me llevó hasta "el fondo del terreno", como él llamaba al límite que cerraban unas acacias antiguas y esos tunales que eran industria de mi madre. Y la emprendió a balazos contra las pacíficas hojas que aguantaban hasta allí las gotas inocentes del rocío nocturno. Y otra vez que, intimidado por alguna conversación que incluía luces malas, me resistí a ir, tomó el revólver, me hizo acompañarlo hasta ese tunal populoso y me puso el metal frío en la mano. Me ayudó a sostenerlo y me obligó a disparar. Un plumerío de palomas cayó de las acacias -ninguna muerta por suerte- y tuve que fingir que no tenía más miedo hasta que mi madre, tan sabia, sin decir nada, comenzó a ir ella misma disimuladamente con ese plato blanco que vaciaba por encima del tejido del gallinero. Mi padre, entretenido con la lectura del diario, nada sospechaba.

En mi familia todos sabían de mi aprensión por los cementerios. En cierta noche en que volvíamos de la casa de un pariente, una chacra lejana, con un sulky traqueteante y ajeno, mi padre detuvo el caballo en la puerta del cementerio, me hizo bajar ante mi madre atónita y me hizo ingresar unos metros con él. Yo temblaba como una hoja.

"Viste -me dijo cuando salimos- no hay que ser tan zonzo. (Utilizó una palabra más fuerte; atento a mis lectoras, la omitiré).

Al llegar a mi casa, cuando hubo desatado el caballo y quitado los arneses, lo llevó al bebedero y le ató una soga al bozal. El caballo era un moro muy manso y pronto se puso a mordisquear el pasto. Cuando entró, mi madre, furiosa, le espetó: "Mirá, el chico está blanco como un papel, que sea la última vez que le haces una de las tuyas", mi padre contestó alguna mala palabra pero desistió de tener un hijo valiente y nunca más insistió.

Esa noche el grito de la lechuza sobre los techos no me asustó y me dormí pensando que mi padre había concluido su acción pedagógica y yo mi aprendizaje de chico corajudo o, de algún modo, estaba satisfecho con los resultados.

Es decir, es lo que quisiera preguntarle si todavía estuviera entre nosotros con su aire autoritario y cerril.

* Escrito el 6 de enero de 2018, el cumpleaños de mi nieta Pilar.