La estupidez necesita mitos. Así, sin vueltas. En la adolescencia tuve un amigo: Korosek, Esteban Korosek. El padre había llegado acá sin un peso. Croata. Despostador en Mar del Plata y peón en La Boca. Recuerdo su cuento de los años duros. La había pasado tan brava, que una noche, desesperado, se había masticado un gato. Decía que tenía la carne amarga. Decía también que comerla te volvía malo. Y la maldad no se agotaba con uno, se transmitía una generación más. Mi amigo, Esteban, usaba esa historia para justificar su conducta. A esto me refiero con los mitos: alegatos, confirmaciones, evidencias. 

De todas maneras, la miseria, con su crédito de experiencia, no le duró mucho al viejo Korosek. Di un día para otro, pegó el batacazo; en verdad, si no entendí mal, fue gradual, pero con esas gradualidades imposibles para la realidad. Y, dicho sea de paso, realidad, lo que se dice realidad, hay una sola. Según Esteban, una mañana su viejo caminaba por Pichincha y se paró en una ventana. Vio a una chica que cambiaba sábanas. Era rubia, de manos largas. Se la veía tan linda -tan comprometida con su tarea? en el aire perfumado -casi duro? de la mañana, que Korozek padre se olvidó de pestañar. La miró. No hizo otra cosa. La miró fijo. La chica, de golpe, sacó de un cajón una peluca -quizás la encontró por accidente?, la sacudió, la olió y se la calzó. Después se paró frente a un espejo y observó su aspecto. En ese momento, Korozek sintió una revelación, como si se le hubiera abierto un portal en la cabeza. Eso, apenas un destello, una intuición, fue lo que en un par de años le transformaría la vida. 

Korozek empezó a fabricar pelucas a fines de los 60. Compró una aleación de plástico que se achicharraba con el sol, más tarde probó con pelo natural, pero la cosa no despegaba. El salto lo dio con una fibra sintética. Era fácil de peinar y resistente al calor: Kanekalon. Korozek llegó a tener 7 negocios de pelucas en capital, un módico imperio, pero imperio al fin. Cuando nació Esteban no quedaban ni las sombras de la estrechez de la primera época. La prosperidad, como perro manso, se había instalado para quedarse. Todos los años, se iban a Pinamar; en capital, vivían en un caserón con un taller -una especie de carpintería? montada en el fondo, y se movían por el barrio con un rastrojero y un Peugeot 504. Todo era dinámico en esa familia. 

Yo vivía en un contrafrente sobre Pedro Lozano. Mi vida era pura clausura -rebotaba como una polilla contra el foco? y la de mi amigo, por contraste, se abría a un intercambio con la porosa humanidad. Por aquellos años, me desesperaba el porvenir: el futuro -su elemento escurridizo? era mi horizonte, mi motor de curiosidad. Se trataba de una cuestión de tiempo: todo lo que distinguía -idea o cosa? terminaría siendo mío a fuerza de inquietud y desvelo. Esa posibilidad me excitaba hasta la locura y, al mismo tiempo, me paralizaba. Vivía con sueño. Miraba películas de Bruce Lee y me levantaba al alba para trabajar. Era administrativo en una estación de servicio por Martelli. Escuchaba a Larrea en una Lyrotone de baquelita y tomaba mate con los playeros. Al mediodía, compartía vino de caja con hielo. La estación: puro vitalismo en mi estúpida vida de estudiante. Algo sereno, nunca disruptivo. Un náufrago con olor a nafta. Martelli era un territorio ideológico, el dispositivo clave en mi proceso ?imaginario? de proletarización. 

Bailar era entregarse. Igual una vez fuimos a una fiesta. Esteban y yo, digo. Se hacía en el galpón de la calle Nazarre. Había empezado diciembre. Todo el mundo estaba loco y con ganas de celebrar. Colgaban del techo guirnaldas y porquerías navideñas. El mal gusto era ley. Había llegado el fin del mundo y el primer bastión defenestrado era la estética. Nada, absolutamente nada, permanecía en pie. Ante semejante espectáculo, quedaba la apatía. La apatía y la vigencia de una única idea: toda crisis es moral.

Anduvimos un rato y nos cansamos del encierro, del boliche. Salimos a un patio medio abandonado a fumar un Marlboro. Yo había dejado hacía medio año, pero mantenía el vicio en sordina, como una cuestión de principios. De golpe, se levantó una brisa que me movió el pelo. Pensé que la juventud era algo eterno; más que una cuestión de edad, tenía que ver con el mérito personal: uno era joven ?si lo era?porque había trabajado para serlo, porque se lo había ganado.

Apoyé el pie en una parecita. Sostuve el cigarrillo con los labios y me até los cordones. Estábamos pegados a un árbol de navidad. Esteban hablaba con un tipo igual a Marlon Brando. Yo empecé a aburrirme. Repasé el abecedario letra por letra. Quería acordarme del nombre de una actriz que amaba. Al rato, Esteban me llamó con un gesto. Marcó la pausa dramática con un silencio; después, ahuecó la mano y me dijo al oído que Marlon Brando vendía merca. La expresión de los ojos de mi amigo era clara: estábamos frente a una oportunidad. Me esforcé y simulé experiencia. No siempre soy creíble. Hicimos la transa en unos butacones de mimbre. Desde los baños llegaba un olor almibarado a orín. Marlon Brandon tenía estudiado sus gestos y se movía con cautela, como en las películas. Miraba a un costado y a otro. Por la cocaína pagamos un precio exagerado -junté mis billetes con los de Esteban–, pero, aunque resulte extraño, esa plata justificó como ninguna mi paz espiritual. 

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Amaneció y nos fuimos a la mierda. La claridad armó en el cielo un paisaje de la Tierra, la cordillera de los Andes o las sierras de Córdoba, por ejemplo. Íbamos cada uno en su asunto. Yo tarareaba bajito un tema de The Cure. Habíamos dividido la merca y eso nos parecía una hazaña colosal. Esteban se había zampado su parte; yo administré la mía como si fuera un plazo fijo. Antes de separarnos, mi amigo dijo que quería a estudiar arte en la Prilidiano Pueyrredón. Se había dado cuenta de su vocación en una muestra de Rodín y era la primera vez en su vida que estaba seguro del algo. Un mechón de pelo le bailaba en la frente. 

Llegué a casa. Encanuté la cocaína en una maceta con malvones y me olvidé del asunto. Fui a la heladera y busqué algo que me sacara la sed.Liquidé un resto de Seven Up, vacié una jarra de jugo Tang y caí en la cama inconsciente. Al otro día, cerca del mediodía, me esperaba el primer problema de una sucesión de cuatro. Nada grave: vivienda y trabajo. Un cimbronazo en la estación-un faltante ridículo de efectivo?casi me hace perder el puesto. Además, tuve que mudarme a los apuradas. Me venció el contrato de alquiler y el dueño, literalmente a cara de perro, no quiso renovar. Hay un refrán que dice que no hay bien que por mal no venga. Es una idiotez, pero en este caso reflejó la realidad. Cambié de horario en el trabajo, de 14 a 21; ese hecho tan simpleme abrió a otra vida. Empecé Aikido con Jun, un japonés nacido en Nara –una ciudad saturada de templos– al que, después de unos años, le compré un Renault 4 a muy buen precio. En otro orden, me mudé a un dos ambientes sobre Nazca. Tenía un balcón tremendo, pero lo mejor era la ventana de la cocina. Daba a la avenida. El asfalto se movía. Era autónomo por sectores igual que la piel de los caballos. Nazca parecía un animal de asfalto, caprichoso y ondulante. Pasé noches buenísimas asomado a esa ventana. También otras terribles. Un martes, por ejemplo, se me doblaba la cara del dolor de muela y me quedé ahí con la mirada perdida, sin saber qué hacer. No había nada que me calmara y las guardias no hacían extracciones. Me acordé de Jun. La disciplina diluye el dolor, decía el japonés. Improvisé: inmovilidad absoluta, quince minutos sin contraer un músculo. No tuvo efecto. O, más bien, el efecto fue hacer crecer el martirio. Mi cabeza era enorme como la de un jabalí y encima me latía. Como todos los males, aquel me volvió más consciente de mí mismo. En esas estaba cuando me acordé de la cocaína. Prolijo como soy, la había llevado a la nueva casa con maceta y todo. Cargué un poquito en el meñique y lo comprimí sobre la muela. El alivio fue inmediato. Me resultó increíble, casi mágico. Mi satisfacción fue tan grande que a primera hora llamé a Esteban y le conté. Su reacción no fue la que esperada. Me escuchó sin interrumpir y dijo, con una voz en la que había algo de reproche, que a él, la cocaína, se le había acabado al toque. Con esas palabras, quedó claro, me puso en el nivel más bajo de la escala zoológica.

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Un pantano, la realidadera inestable.Su distintivo radicaba en la ligereza. Todo mudaba: la transformación como fin en sí misma, generadora de morales fugaces. La gente parecía satisfecha, sí, pero a mí me pasaba algo extraño con ese estado de cosas. Me provocaba ansiedad, una enorme angustia. En ese marco, conocí a Esme. Alta, de brazos largos y manos chicas. Tenía la energía de los desobedientes. Trabajaba en una panadería pegada a la estación. Yo le compraba casi todos los días. La frecuencia hizo que nos descubriéramos. En pocas palabras: la mujer de mi vida. 

Avanzamos tanteando, medio a la antigua. La segunda salida fue al Tigre. Tomamos la lancha colectiva y bajamos en un muelle de la tercera sección. Cruzamos un bosque y salimos a una casa de material muy bien puesta. Los cuidadores, una pareja con un bebé, eran amigos de Esme. Comimos un asado formidable bajo un ceibo y tomamos vino de damajuana. Desde esa vez, cada día que pasaba me sentía más unido a ella. Había abierto una zona de permanencia, una especie de clima personal que llenaba de sentido hasta lo más ínfimo, como hacerme un té a la mañana; en otras palabras, Esme me daba –y fundaba con eso su metáfora– una saludable consistencia. Noté esto y advertí, también, que los pilares que lo sostenían eran de una fragilidad enorme. Un poco me aterré. Pero la ventura, con esa potencia desquiciada con que se presenta, arrasó con todo.

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Ahora lo veo claro. Optimismo y curiosidad eran lo mismo. El mundo se resistía a los inventarios y eso era motivo de festejo. Escapar, irse a la mierda. Ver lo insólito. Mi fantasía era básica: pasar la noche con una caña frente al mar. No había pescado nunca en mi vida. Imaginaba que la naturaleza me convertiría en otra persona, en alguien sabio como mi maestro de Aikido. Le conté a Esteban. Encogió los hombros. La gente no cambia nunca, me dijo.

De un día para otro, Korozek compró una camioneta –una F 250 roja– para su hijo. Debía usarla para trabajar. Esteban hizo dos mudanzas –en una trasladó una heladera– y me propuso hacer un viaje a la costa. Eran un par de noches, nada, me aclaró. A pesar de que moría por ir, dudé: no quería dejar a Esme. Tenía miedo –una irracionalidad absoluta– de que el viaje me separara de ella, no algo que ocurriera sino el viaje en sí. Pero Esteban presionó y me quedé sin argumentos. Salimos un viernes a las dos de la mañana. Esa noche, él despedía a un amigo que se iba a California, un tipo que yo detestaba. Estudiaba derecho y tenía una novia, Chela, que hablaba todo el día de backgammon. Esteban llegó a casa con un retraso de una hora: tocó el timbre a las 3.02. Yo estaba todavía en la cama con Esme. Nos vestimos a las apurada y salimos. Alcanzamos a mi novia hasta la casa y encaramos para la ruta. 

Cargamos gas oil en la Shell de Independencia y Lima. Esteban aprovechó. Sacó merca de una bolsa y peinó dos rayas. La ruta te duerme, me dijo. Tenía los ojos transparentes como un vidrio. Yo sentí que debía soportar dos cansancios, el de Esteban y el mío. Era mucho. Acomodé la columna –enseñanzas de mi maestro de Aikido– y le dije que me iba a dormir a la caja. Usé una lona para taparme –en realidad, para envolverme– y, cuando empezó el olor a pasto, me quedé dormido. La ruta estaba desierta y Esteban tomó durante todo el viaje.

Dolores. Fuimos al baño y estiramos las piernas. El clima había cambiado, ahora hacía frío. Un playero tenía un polar de cuello alto. Sacamos café de una máquina y lo tomamos, tranquilos, en la camioneta. Esteban contó que tenía proyectos. Max, su dealer, le había ofrecido asociarse para importar sahumerios. El ambiente del yoga era cerrado, dijo, pero Max conocía gente de la Fundación Indra Devi. Caminamos unos metros. Un tipo de mameluco fumaba y, cada tanto, tiraba la ceniza en un balde. Nos desviamos hacia la ruta. A metros del asfalto vimos una oruga enorme. Había dejado una huella en la tierra queparecía un continente, un mapa mal hecho, Australia dibujada por un enfermo de Parkinson. 

El resto del viajé lo hice en la cabina. De ahí en más, las cosas se ajustaron a nuestros tiempos: Esteban, por ejemplo, acabo la cocaína en la entrada de Gesell. La ciudad se movía en cámara lenta. Había dos o tres madrugadores y, cosa rara, ni un solo perro. Encima de un fresno solitario se abrió de golpe la mañana. Sin pensar, nos metimos en uno de los campings de la entrada y armamos la carpa lo más lejos posible de la multitud. Después ?shorts floreados, toalla, protector?, de cabeza a la playa. Ese primer día fue agotador. Terminamos junto a un fuego, envueltos en las toallas. 

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El verano saturaba. Parecía miel. Se derramaba sobre las cosas y la gente. El mar le ponía freno, pero no siempre llegábamos a la playa. Salíamos de la carpa después de las 12. Veíamos tres parrillas, el edificio de los baños y un tacho de chapa. Los sauces, acá y allá, daban sombra. Había un descuido que forzaba el clima de vacaciones, pero el lugar resistía. El orden era noción primaria, aunque nunca se cumplía a rajatabla. Un cartel de plástico informaba las reglas.

Las compras se hacían en una despensa con olor a resina. Al encargado le gustaba decir que había sido 20 años guardavida. El almacencito tenía estantes y estaba bien abastecido. Vendía de todo, también carne y verdura. Yo compré unas ojotas que me duraron diez años. 

Un miércoles fui a la telefónica. Quería saber algo de Esme. Hice cuatro intentos, pero se caían las llamadas. Salí desesperado, al borde del suicidio. Mi amor se mezclaba con el revoltijo del mundo. Compré dos cervezas y un fernet Branca. Los tomamos a la tarde con una gente del camping, tres cordobesas y un petiso que era hermano de una de ellas. Esteban hizo un gesto de grandeza con los brazos y prometió un asado. Cumplió su palabra esa misma noche. Nos consiguió los cubiertos un tipo mayor que nosotros que no tenía carpa fija, pedía permiso y saltaba de una a otra. La versión que él mismo había difundido decía que venía escapado de Mar del Plata, una mala transa en un bar. Nos ofreció sus servicios ni bien lo conocimos. A pesar del bigote finito y del flequillo, parecía confiable. Invertimos. 

Empezamos a hacer el fuego a las 8. Todavía era de día. A pesar de la hora, había moscas. Estaban boleadas. Daban un par de vueltas en el aire y se posaban. Maté varias. Era hermoso darles el zapatillazo final, pero en un momento la cosa se puso tan fácil que me aburrió. Esteban hablaba con una de las chicas y salaba la carne. Le contaba la historia de una japonesa que le cortaba el pelo a la madre; yo me acordé de Jun, mi maestro de Aikido. Somos la repetición de los actos, decía, y yo le creía con firmeza. Acto seguido, sentí una enorme nostalgia por Esme y por poco me largo a llorar. Para despejarme, me alejé unos metros. De los árboles caían gotitas de agua, como si lloviera. 

Prendimos un porro y lo fuimos pasando. Estábamos tranquilos esperando la noche, sentíamos que el sabor de la marihuana y el del mar eran el mismo. En ese momento, vino el tipo del bigote finito y saludó con un gesto. Nos entregó lo nuestro y quedó encandilado con las brasas. Hubo un momento incómodo, un silencio raro, hasta que Esteban –con un valor que le desconocía– le pidió que se fuera. El tipo movió los brazos como si le hubiera picado un tábano. Miró los árboles. Tengo Ketamina, dijo. Y sonó como una puteada.

La carne estuvo tierna. Después, con un cortaplumas, abrimos una lata de duraznos.Los comimos de a poco. Tenían el dulzor excesivo del verano. Éramos faraones, lo sabíamos, faraones mundanos y satisfechos. Fumábamos y hablamos de bueyes perdidos. No sé a cuento de qué, Esteban contó la historia del padre: pobreza, gato y aguante. Cambió maldad por aguante. Una de las chicas, escuchaba atenta. Se le abría la boca. Detrás, dos dientes chiquitos cerraban el paisaje. Tenía un short de jean. Estalló una brasa, la chica giró la cabeza y Esteban aprovechó para besarla. A todos nos pareció natural que ocurriera. 

Dos minutos más tarde se escucharon los gritos. No eran de dolor sino de alarma. La gente encendió los faroles. Saltaron de las bolsas de dormir. La cosa era extrema, eso era claro, pero a nosotros nos costó reaccionar. Usamos los árboles para pararnos y corrimos siguiendo la masa. Un perrito blanco ladraba y ladraba. En el centro de la escena había una parrilla y un tipo en el piso. Alguien le había roto la cabeza con un adoquín. Lo primero que sentí fue un terrible olor a podrido, como si el cuerpo llevara un mes ahí tirado. Enseguida pensé que me iba a desarmar, se me caerían los brazos, la nariz, las orejas, los ojos. Las versiones de lo que había pasado eran mil. Después supimos que fue la ketamina: un brote psicótico y la impaciencia de los otros. Soy morboso y me acerqué a ver. La cabeza estaba, literalmente, partida en dos y desbordaba una masa oscura. Pero lo que más me llamó la atención no fue eso sino el charco de sangre. Tenía la misma forma que el rastro que había dejado la oruga sobre la tierra, en la ruta. Esteban me miró como si pensara lo mismo. Hizo un gesto –entrecerró los ojos y arrugó la nariz– pero la verdad, la pura verdad, es que hasta el día de hoy no alcanzo a darme cuenta si ese gesto, esa mueca medio sobradora, fue de entendimiento o de rechazo.