El borde continental más austral de la Argentina termina en un acantilado. Hay que esquivar unas matas duras y amarillas sobre una tierra arenosa acumulada por millones de años para llegar a ese final a plomo: una línea de playa en donde se juntan las aguas del estrecho de Magallanes, a la derecha, y las del océano Atlántico, a la izquierda. Es el “kilómetro cero” de la Ruta Nacional 40. El viento y el cielo, muy poco más. Esto mismo es lo que vio Hernando de Magallanes, en 1520, pero desde el mar. Y como fue un 21 de octubre, y según la liturgia católica es el día de las Once Mil Vírgenes, se lo bautizó como Cabo Vírgenes.

El horizonte es tan vasto que no alcanza la vista para abarcarlo y, si giramos sobre los talones, podemos dar los primeros pasos de los más de 5200 kilómetros de la ruta más larga de la Argentina.

Esa fue la idea del viaje, recorrer esta ruta desde su inicio y dejarnos atrapar por su oferta que, ya desde la propia naturaleza, es grande. A ver qué hay por ahí. A ver qué libro no se escribió. Qué historia quedó sin contar y qué late por este camino que comienza siendo casi una huella usada hace cientos de años por náufragos que fueron a buscar oro y pisaron este mismo suelo en el que hoy la estancia Monte Dinero, y desde hace apenas un poco más de un siglo, cría sus ovejas.

Hasta hay que sortear tranqueras para empezar a viajar por este camino, siempre de ripio, prolijo y alisado que nace dentro de este campo. Es tan poca la gente que lo recorre que los guanacos y los ñandúes siguen con la mirada al intruso. Ni se espantan. Nadie los molesta. Está prohibida su caza. Con un poco de suerte, hasta se puede tomar el té en el casco original donde pioneros escoceses, la familia Fenton aún dueña del lugar, recibe visitantes de todo el mundo. Dentro de esta misma propiedad pero en tierras cedidas a la Nación, están el faro del cabo Vírgenes, la antigua casa del farero y tres casonas del año 40 donde residen los custodios del Servicio de Hidrografía Naval. Una pingüinera alberga a una de las colonias más importantes de pingüinos de Magallanes. Y la ruta sigue hacia la estancia El Cóndor, dicen que del empresario italiano Benetton. Y cuando hablamos de estancias, nos referimos a pueblos enteros, con sus galpones de acopio de lana originales, algún almacén de ramos generales y las casas de los peones, de los encargados y de los dueños.

La ruta se llena de polvo cada vez que un camión aparece y desaparece. Son moles con destino a algún pozo petrolero.

El camino se dibuja angosto en la estepa y sigue hasta Río Gallegos. El mediodía moviliza a todos en las calles del centro, y los restaurantes están llenos. Pero nosotros seguimos viaje hacia la cordillera, cruzando Santa Cruz. Y otra vez se repiten carteles, algunos caseros, otros ruteros. Vamos solos, cruzando un paisaje chato.

La Patagonia rebelde, el libro de Osvaldo Bayer que se mete con la masacre de un millar de peones entre 1920 y 1921 revive en cada cartel de las mismas estancias donde ocurrieron los hechos. Pasó casi un siglo. Y existe el mismo silencio. Todo está quieto. La primera montaña que vemos es el cráter de un volcán, que también tiene dueños. Pertenece a una antigua familia propietaria de un campo que llegaba hasta Chile y por donde el río Gallegos cruza limpio y anchísimo, con curvas, encajonado mientras dibuja un valle que alberga varias estancias. El orgullo de cada dueño es su puente, que sirve para llegar al resto del campo cruzando el río. En esta región se tejen historias de familias enteras que estudiaron en Inglaterra y que trajeron los puentes como si fuera un mecano: desarmados. También pasa el tren, un trocha angosta que cuando inauguró fue la salvación para todos los pobladores porque alcanzaba en la puerta de sus casas el carbón que se sacaba de la montaña. Carbón mineral, de Río Turbio. 

La ruta es un túnel del tiempo o un libro de historia leído al revés. A sus orillas, una serie de hoteles de los años 40 sostienen la memoria. Antes de llegar a 28 de Noviembre y en el medio de un monte, el hotel Bella Vista condensa el atardecer sobre vidrios viejos. Las piezas embalsamadas o en fotos son casi tan grandes como sus pescadores. Truchas de hasta doce kilos, dicen las leyendas. Un billar, “la chilena” encendida y varias mesas de fórmica completan el mobiliario junto a la barra donde Orlando van Heerden recuerda a su padre, alma mater de este lugar, elegido por pescadores de todo el mundo. Duda entre la comodidad de la ciudad y la historia familiar. Pero está ahí, detrás de la barra. Puente Blanco, hoy abandonado, fue un hotel que cobijó por unas horas a fines de los 70 a un grupo de políticos chilenos que integraron más tarde la Concertación, y que eligieron a un joven diputado como representante: Salvador Allende.

Edumendo Fratalocchi tenía diez años y recordó los autos lujosos, la ropa elegante y el flan con huevos de ñandú que había preparado su madre como postre especial para la ocasión. En 28 de Noviembre todavía recuerdan el acta fundacional de la ciudad. Fue en época de Frondizi, en 1959. Todo arrancó con la inauguración de cinco mil viviendas para que, como se expresó ese día, “la vida de ustedes, obreros mineros, no se encuentre totalmente atada al humo, al carbón y al trajín inevitables del corazón del yacimiento; para que cada día cuando vuelvan a sus casas encuentren el calor de hogar”. A tres kilómetros, en Río Turbio, familias enteras vivieron durante décadas de la explotación del carbón mineral. 

Turbio Viejo, Río Turbio, Mina 3, Julia Dofour y 28 de Noviembre son todas poblaciones que surgieron con la actividad minera y tuvieron su época de esplendor en los 40. Ahora, la ruta ya es de asfalto, y desde una cueva se ve Río Turbio, con las primeras casas quoncet, especie de iglú alargado de chapa, que todavía permanecen intactas.

Seguimos viaje. Un día antes, la frase repetida por los lugareños había sido: “Pero allá no hay nada”. Pero “hay”, y hasta un centro de esquí: Valdelén. Ya estamos junto a la cordillera que se hermana con esta ruta, pisada en 1880 por los primeros paisanos que llegaron desde Chile para afincarse en estas tierras. De a caballo o en carretas tiradas por bueyes, tardaban hasta un mes en llegar a la costa del Atlántico para buscar los víveres que les permitieran vivir el invierno. De esos años quedaron cientos de historias, pero la marcada a fuego en la región sigue siendo la de los peones en huelga que fueron asesinados. La ruta hace un recodo y enfila hacia el norte. El hotel Fuentes del Coyle está solo en medio del camino. También es del siglo pasado. Cuando lo visitamos, Marina “Pety” Ripoll mantenía impecable el equipo combinado con el que se podían escuchar discos de pasta. Las habitaciones, la barra y el comedor estaban prolijos y ordenados. La mujer hacía de todo y para todos: llegaba una combi repleta de alemanes, recogía el pedido, les servía café caliente, gaseosas y unos sándwiches. En 1938, este lugar era un almacén de ramos generales manejado por su padre.

Volvemos a la ruta. El asfalto acelera los tiempos y trae algo de lluvia. Y viento. Mucho viento.

* Ruta 40. Cinco mil doscientos kilómetros desde la Patagonia hasta el Norte argentino. Buenos Aires, Planeta, 2017.

Gentileza Alejandro Guyot
La RN 40 en Santa Cruz, el extremo sur donde comienza la ruta más larga del país.