No hay un mínimo gesto en la cara adusta y menos en el aspecto físico –calvo, ojos serenos, estatura normal, vestido mayormente de camisa y saco– que sugieran una apariencia más que la del profesional correcto, mundano: un abogado más de tantos. Y en su formación tampoco asoma una escena fuera de lo común más que la de haber sido el primero de la familia de su madre en lograr un título universitario: “Tuve una crianza ordinaria, mi padre era dentista y mi madre vendía libros. Soy abogado por accidente, porque entré a la universidad estudiando economía. Tampoco fui un alumno brillante, pero me gané el orgullo de mi madre y de sus lazos sanguíneos”. Philippe Sands es inglés e hincha del Arsenal Football Club, especialista en derecho internacional, está casado con una mujer española, tiene tres hijos y le encanta Argentina. Desde el invierno helado de Londres, su ciudad natal, donde es reconocido como uno de los juristas de derechos humanos más prestigiosos del mundo, dice que ha visitado al país varias veces, ha conocido personas “maravillosas” y hasta participó como abogado en el juicio por las papeleras, en la Corte Internacional de Justicia de La Haya. Allí se lo vio defendiendo la exposición contra Uruguay, contratado por el Estado argentino y vestido de toga negra y peluca de rulos blanco. Algo que sólo suele hacer en los máximos estrados internacionales, donde la tradición del uniforme es obligatorio, porque nada más alejado del protocolo que este hombre diletante, un outsider ligado tanto más al periodismo y las letras que a su propia expertise. No ha sido casual, por ejemplo, que en los agradecimientos de su última novela, John Le Carré escribiera: “Quisiera dar las gracias especialmente a Philippe Sands, que me guio con el ojo de un abogado y la comprensión de un escritor”. 

Porque Sands, más allá que su physique du rol sugiera otra cosa, no es un abogado cualquiera: es alguien extraordinariamente inquieto, que se mueve como un anfibio entre lenguajes y disciplinas. Dice, sorprendido, que por su libro Calle Este-Oeste: Sobre los orígenes del genocidio y crímenes contra la humanidad, uno de los fenómenos literarios actuales del mundo anglosajón, ha sido entrevistado como “nunca antes en mi vida”. Que siquiera sus habituales columnas en The Guardian, The Financial Times, BBC World Service y The New York Review of Books, ni sus anteriores libros de ensayo Lawless Word –sobre la ilegalidad de la guerra de Irak– y Torture Team –acerca del uso de la tortura por parte de la administración Bush–, habían cosechado una repercusión mundial como está ocurriendo con Calle Este-Oeste, suceso de ventas en Inglaterra y que también ha sido traducido al español. 

Un idioma en el cual dice sentirse cómodo. Phillipe confiesa un cariño especial por Latinoamérica: en Chile lo recuerdan como uno de los abogados que trabajó en el caso del dictador Augusto Pinochet cuando había sido detenido en Londres, en 1998. Pero, de todos los países, prefiere Argentina. “Espero viajar pronto, me han invitado a la Feria del Libro. Me gustaría saludar a mi amigo personal Eduardo Sacheri. Lo admiro profundamente como a otros que conocí, porque Argentina es un país de notables escritores”, cuenta vía mail para esta nota, con la cual se entusiasma porque “mis parientes de España y México me podrán leer por primera vez en español”. Su familia se expande por el mundo como su profesión, que llegó incluso a Ruanda, donde formó parte de una acusación internacional por genocidio contra el país africano en los 90, hechos que permitieron, entre otros, la creación de la Corte Penal Internacional. 

Lo que verdaderamente une a Sands con Argentina, además de los paseos por La Recoleta –“pasé días caminando por ahí y luego horas sentado en los cafés”–, no es el fútbol, ni la carne vacuna ni el tango. Es, por sobre todas las cosas, la relación con el pasado reciente. Especializado en trabajar figuras jurídicas como crímenes de lesa humanidad y genocidio, hace unos años Sands escuchó testimonios de las víctimas de la última dictadura militar. A punto tal que, poco tiempo después, imaginó una trama y se atrevió a escribir una novela. Se llama Memorial, transcurre en Buenos Aires y aún está inconclusa. “Durante mucho tiempo me fasciné por la experiencia de la memoria y la lucha de los organismos de derechos humanos en Argentina”, dice, desde Inglaterra. “Es algo complejo, extraordinario, notable. Tanto es así que hace unos años, en 2010, pasé un verano entero en la escritura de un proyecto de novela, que por ahora está guardada en mi computadora, esperando el momento de continuarla. Alguna vez trabajé en el caso del represor Ricardo Cavallo, conocí la historia de la Armada argentina. Y entonces me largué a escribir inspirado en un relato que había investigado”. 

Para el abogado británico, acostumbrado a la redacción de informes y de alegatos en los juicios, no había sido novedad asumirse en el lugar del narrador, pero sí en el de la ficción, uno de los pocos terrenos a los que no se había animado. Con 57 años, la trayectoria de Sands es tan deslumbrante como iconoclasta: profesor de la University College de Londres y asiduo defensor de casos en el Tribunal de Justicia de la Unión Europea y en la Corte Penal Internacional de La Haya, ha cautivado al Tribunal Supremo británico con una conferencia sobre el cambio climático y el derecho internacional, denunció el tráfico de armas de Inglaterra a Arabia Saudita para Amnistía Internacional, y por si fuera poco, ha participado también en el guión y las entrevistas de  What Our Fathers Did: A Nazi Legacy, un documental estrenado en Netflix que enfrenta a dos hijos de nazis, Niklas Frank, que desprecia a su padre, y Horst von Wächter, que lo defiende. 

La historia siempre es insuficiente

La historia de Niklas y la de su padre Hans, ex abogado personal de Hitler y Gobernador General de la Polonia sitiada por los nazis, ejecutado en la horca después de haber sido condenado en los Juicios de Núremberg en 1946, ocupa una buena parte de Calle Este-Oeste, libro de no ficción de 600 páginas, que lo erige a Sands como un autor monumental: allí cruza, con una prosa ágil, rigurosa y fluida, una serie de historias que componen un rompecabezas apasionante, entre la memoria familiar, la historia europea contemporánea con centro en el Holocausto  y la saga íntima del derecho internacional. Como buen cronista, Sands pone el cuerpo y entabla vínculos para lograr que sus protagonistas le cuenten los detalles más inesperados, como los días transcurridos con Niklas, el primer hijo de un alto cargo nazi que dijo que su padre era criminal y merecía morir, ocasionando un escándalo en Alemania.

Por intervalos, como una suerte de cuaderno de bitácora, en el libro hay fragmentos que funcionan como pequeñas clases, y uno se imagina al profesor charlando con sus alumnos: “¿Cuál es la diferencia entre crímenes contra la humanidad y genocidio? ‘Imagine una matanza de cien mil personas que resultan pertenecer a un mismo grupo’, expliqué, ‘judíos o polacos en la ciudad de Lviv’. Para Hersch Lauterpacht, el asesinato de individuos, si se enmarca en un plan sistemático, sería un crimen contra la humanidad. Para otro jurista, Rafael Lemkin, lo importante era el genocidio, el asesinato de muchos con la intención de destruir al grupo del que forman parte. Para un fiscal actual, la diferencia entre ambos conceptos es en gran medida una cuestión de establecer la intención, algo que haría falta sólo para probar el genocidio, una tarea notoriamente ardua, dado que las personas implicadas en tales matanzas tienden a no dejar ningún rastro de papeleo que pudiera resultar de utilidad”. 

Y luego, antes que la certeza, el despertar de la cavilación: “¿Importa la diferencia?, preguntó alguien en la conferencia. ¿Importa que la ley trate de protegerte porque eres un individuo o debido al grupo del que resultas ser miembro? Aquella pregunta me ha acompañado desde entonces”. 

Sands es un investigador implacable: conecta dato tras dato y escena por escena con una destreza detectivesca, pasión de historiador y una maestría narrativa capaz de recrear la rutina de un nazi: “En plena matanza, y todavía preocupado por su matrimonio, Hans Frank encontró tiempo para poner en práctica otra brillante idea: invitó a la famosa editorial Baedeker a elaborar una guía turística del Gobierno General polaco para animar a potenciales visitantes. En octubre de 1942, Frank escribió una breve introducción, que leí en un ejemplar obtenido en una librería de viejo de Berlín. El libro, con la habitual cubierta contenía un gran mapa desplegable. Las fronteras incluían los campos de Treblinka, Belzec, Majdanek y Sobibor”. O de contar los hallazgos de la pesquisa entre viaje y viaje. “Aquel día de otoño en Wolkowysk estaba presente el sobrino de Rafael Lemkin, Saul. No sin cierto esfuerzo, logré localizarle en Montreal, donde vivía en un pequeño apartamento. Tenía un aspecto llamativo: unos ojos profundos y tristes tallados en un rostro inteligente, y una descuidada barba gris que le daba el aire de algún personaje decimonónico de Tolstói. El tiempo no había sido generoso con aquel hombre culto y apacible”. Y también es capaz de revelar el proceso íntimo en la búsqueda de la verdad sobre su abuelo: Viajé a Viena en compañía de mi hija de quince años para visitar las direcciones reveladas por los archivos.  Las lagunas creadas por el silencio de la familia en torno a los acontecimientos de aquella época pudieron llenarse gracias a los documentos disponibles en numerosos archivos, que ofrecieron detalles sombríos, en blanco y negro, de lo que siguió. Pero primero yo quería ver dónde se habían desarrollado aquellos acontecimientos; y de desmitificar la historia y encontrar nuevos sentidos a la lectura del pasado entrecruzando versiones. León, mi abuelo, y otros cientos de miles de ciudadanos se convirtieron en ciudadanos polacos. Aquel capricho legal, una sorpresa a la vez que un fastidio, salvaría más tarde su vida y la de mi madre. Mi propia existencia le debía algo al artículo 4 de aquel Tratado de las Minorías”. 

La tarea insoslayable de Sands, en rigor, es la de reconstruir, interpretar, mirar al sesgo, recopilar información y yuxtaponerla: demuestra, entre otras cosas, que todo lo que nos han contado sobre la Segunda Guerra Mundial sigue siendo insuficiente, incompleto. El pasado como un oasis de resignificación desde el presente, como un museo de imágenes quietas que necesitan, para volver a moverse y encontrar nuevas representaciones, no la mera voluntad de un individuo sino el enorme y paciente trabajo de alguien dispuesto a no sólo retratar a otros sino cuestionarse a sí mismo: a su propia historia.

Contra la humanidad

En efecto Calle Este-Oeste se lee apasionadamente como una especie de relatos bajo la estructura de una caja china, donde se despliega una literatura del yo que nunca resulta forzada. A la vez, los géneros –el ensayo histórico, el thriller judicial, la crónica en primera persona–, se amalgaman y conviven a la luz de las historias que van apareciendo y  las percepciones-sensaciones-reflexiones de Sands, quien conduce el hilo de la narración y se involucra sin ser autocomplaciente, funcionan como un paseo autobiográfico que despiertan identificación, asombro y tensión entre los grandes temas del “largo siglo XX”, como lo denominó el teórico Giovanni Arrighi: la identidad, las guerras mundiales, la memoria, el olvido, los genocidios y la Justicia. 

Según cuenta el mismo autor, todo comenzó en 2010 por azar y terminó siete años después, en un colosal reporteo entre desplazamientos, trabajo de archivo y entrevistas,  y en medio de su tarea como abogado, la que nunca cesó. Fue en uno de sus tantos viajes al exterior, invitado por la Universidad de Lviv, en Ucrania, para hablar sobre el legado de los Juicios de Núremberg en el derecho internacional, cuando descubrió una historia que luego funcionaría como la punta del ovillo. Rafael Lemkin, el jurista que inventó el concepto de genocidio, había vivido en Lviv e incluso había estudiado en la facultad de Derecho donde lo habían invitado a dar la charla. No era un desconocido: Sands sabía de su tamaña figura en la comprensión de las masacres mundiales y de cómo había inventado una nueva palabra para un nuevo crimen: la destrucción de grupos, una amalgama de la palabra griega genos (tribu o raza) y la terminación latina cidium (el acto de matar). 

Lemkin –contratado por Estados Unidos para trabajar en Núremberg– libró una batalla intelectual, jurídica y política para dar a entender que la idea de genocidio (se acordó, por ese entonces, la definición de “exterminio de grupos raciales y religiosos”) fuera entendida como el crimen más  horrendo de la humanidad. Y si bien la sentencia de Núremberg, dictada el 30 de septiembre de 1946, no lo incorporó, dos años después logró que las Naciones Unidas aprobasen la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio. 

Pero no todo terminó allí. “Al mismo tiempo se aprobó un instrumento paralelo, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, sobre la protección de las personas, el mismo enfoque que refleja la idea de crímenes contra la humanidad, introducida a iniciativa de otro jurista Hersch Lauterpacht, que también había estudiado en la Universidad de Lviv”, explica Sands. “A partir de allí, los conceptos de crímenes contra la humanidad y genocidio cambiaron el foco del discurso internacional y aunque no impidieron las atrocidades de masas –basta pensar en Ruanda y Yugoslavia en los noventa, o Siria e Irak más recientemente–, para muchos es como si existieran desde siempre. No es así: son obra de unas mentes creativas e imaginativas, las de Lemkin y Lauterpacht, y existe entre ellas una tensión fundamental”. 

Antes de 1945, dice Sands, la ley internacional guardaba silencio. Sobre los judíos en Alemania, por ejemplo, nadie decía nada porque Alemania podía tratar a sus ciudadanos como quisiese, tanto fueran judíos, homosexuales, discapacitados como gitanos. Ese es otro de los microrelatos que fascinan de Calle Este-Oeste: la historia desconocida de los juicios de Núremberg, el acto legal más simbólico del siglo XX. De cómo, en la delgada línea entre venganza y justicia, se debatió el castigo de los crímenes de la Segunda Guerra Mundial, con la adopción de la Carta de las Naciones Unidas –que reconoció la idea de derechos humanos para todos– y la creación del Tribunal Militar Internacional: un hecho inédito hasta ese momento.

Dicha trama tiene a la ciudad de Lviv como una protagonista excluyente. En aquel viaje de 2010, cuando investigó la historia de Lemkin, el abogado visitó la casa donde nació su abuelo León Buchholz, en una ciudad que entre 1914 y 1945, fiel reflejo de la convulsionada Europa entre las dos Guerras Mundiales, cambió de manos hasta ocho veces, denominándose también Lemberg, Lvov y Lwów. Otrora límite oriental del imperio austrohúngaro, luego parte de Polonia y finalmente ciudad de Ucrania , Lviv es la escenografía donde entran y salen, a través de largos decenios, los personajes de Calle Este-Oeste: la ciudad de infancia de su abuelo –muerto en París a fines de los 90– allí donde también vivieron Lemkin y Lauterpacht –juristas judíos que debieron exiliarse con el nazismo–, y lugar de paso para el gobernador nazi Hans Frank, máxima autoridad sobre Lviv y  quien en 1942 en el Teatro de la Ópera pronunció frases célebres como que “el antisemitismo de Hitler estaba justificado”. Un discurso  que desencadenaría el asesinato de más de 100 mil judíos y polacos, entre los que estaban los amigos, familiares y profesores de Lemkin, Lauterpacht y el abuelo de Sands.

“Amalia Buchholz, mi bisabuela, y Hersch Lauterpacht nacieron y vivieron en la misma calle (Lembergerstrasse) en el pequeño pueblo de Zolkiew, cerca de Leópolis, también conocida como Calle Oeste Este”, dice Sands. Las simultaneidades, los cruces y las convergencias forman parte de una narrativa sobre lo real que depara sorpresas, como la revelación de amantes ocultos en la historia familiar, y detalles insólitos como que Lauterpacht y Frank, fiscal y acusado en los juicios de Núremberg, hubieran estado escuchando, cada uno por separado, La pasión de San Mateo de Johann Sebastian Bach entre audiencia y audiencia. 

“En el transcurso del libro, descubrí que tenía familiares desconocidos. Incluso recompuse la identidad y la historia de la increíble señora que salvó la vida de mi madre, Miss Tilney, una misionaria evangélica de Norwich, Inglaterra. Había un hueco en la historia de mi familia: mi abuelo nunca habló de ello, mi madre tampoco. Mejor dicho: no se sabía nada sobre su vida en los años anteriores a 1945, ya que él no quería hablar de esa época, en la que vivieron huyendo, como clandestinos. Y algo ocurrió cuando cumplí los 50 años y quería saber quién era”, cuenta Sands, y en el libro destapa que su abuelo formó parte de la Resistencia Francesa: sacando el polvo de viejas fotografías –las fotos son otro recurso que usa como herramienta de memoria–, hay una donde León participa en un multitudinario sepelio de un antiguo compañero. A pocos metros de él, en primera fila, aparece Charles de Gaulle. “Me di cuenta que no sabía nada sobre su juventud, o de las circunstancias de su salida de Viena junto a mi madre. O de cómo vivió solo, separado de sus seres queridos durante años, sin saber qué había pasado con ellos. Los que pudieron sobrevivir han pasado esos conflictos y traumas, que les han dejado dolor, tristeza y soledad”. 

¿Para qué uno escribe un libro de no ficción? ¿Cuál es la pregunta para cuya respuesta vale la pena hacerlo? La escritura, entonces, como el deseo por nombrar algo nuevo que no existía, por complejizar caminos escapando de la corrección política a través de interrogantes y no de certezas, como las que surgen de las primeras líneas: “¿Por qué yo había escogido el camino del derecho? ¿Y por qué una especialidad del derecho que parecía estar vinculada a una historia familiar no contada? ‘Lo que atormenta no son los muertos, sino los vacíos que dejan en nuestro interior los secretos de otros’, escribió el psicoanalista Nicolas Abraham hablando de la relación entre un nieto y su abuelo. La invitación de Lviv era una oportunidad para explorar esos vacíos que atormentan”. 

Una oportunidad que, en rigor, luego se convirtió en una suerte de obsesión: desde aquella visita de 2010, Sands ha vuelto cada año. Dice en el epílogo: “Un siglo después de su apogeo sigue siendo una ciudad maravillosa, aunque con un oscuro y secreto pasado, cuyos habitantes ocupan espacios abiertos por otros. La extensión de los edificio, el chirriar de los tranvías, el olor a café y a cereza... todo ello sigue estando ahí. En la Lviv de hoy, que ha olvidado a Lemkin y Lauterpacht, las cuestiones de identidad y genealogía son complejas y peligrosas. La ciudad sigue siendo una ‘copa de hiel’, como lo fue en otro tiempo para tantas personas”. 

Ahora en su estudio de Inglaterra, y lejos de haberse contentado con los descubrimientos de Calle Este-Oeste, Sands sigue haciéndose preguntas. “A mí me preocupa la jerarquía que se ha creado, y que coloca el genocidio en lo más alto de la escala de los horrores, como si los demás crímenes internacionales fueran menos malos. Si se dice que una cosa es genocidio, la noticia aparece en la primera página; si se dice que es un crimen contra la humanidad, en la página 13”. Y dice que se siente preocupado por el rebrote de xenofobia y de nacionalismo extremo en Europa. “La victoria del Brexit se debió, en gran parte, al miedo a la inmigración”. 

Su libro pone el acento en la memoria y el pasado de la historia europea. ¿Cómo cree que se leerá en el continente americano? 

  –El mundo de habla hispana tiene mucho que aportar en los temas de identidad, la memoria y el silencio, que son los temas principales del libro. ¿Son cuestiones realmente diferentes las que escribo para las familias que vivían en Argentina en la década de 1970 y en los años 80? Creo que no.  

Además de Latinoamérica, ¿nota una posible identificación de estos temas en otros continentes? 

  –Absolutamente. Calle Este-Oeste habla con un conjunto de experiencias y temas universales. Por ejemplo, me digo, ¿quién en Argentina no se ha hecho la pregunta de quién soy? O ¿Cómo quiero ser definido? ¿Cómo quiero ser protegido? ¿Sólo como un individuo o como miembro de un grupo?

El nazismo volvió a aparecer en la política europea. ¿Cómo interpretar este fenómeno?

  –La lección es que la historia y la experiencia humana son un conjunto de círculos y ciclos. Nada es lo mismo, ni es totalmente diferente. Nuestra capacidad para tratar a “el otro” como indigno de respeto parece inalterada. Quién sabe dónde vamos, ni por qué precisamente. No se siente demasiado bien, hay que decir, ahora mismo, especialmente en Europa. Europa está viviendo una fractura y la última vez que algo así ocurrió fue en los años treinta.

Hans Frank en el juicio de Nuremberg, en 1946.