Desde Barcelona

UNO Entre las efemérides redondas a girar este 2018 figurará la del siglo exacto del estornudo de salida para la arrasadora e injustamente llamada Gripe Española (porque sus estragos fueron mejor difundidos desde la Península Ibérica, donde no se censuraron sus fatales alcances). Gripe que entonces –como otras posteriores– llegó en alas de aves. Gripes que, más allá de su variedad y potencia, suelen mantener un plumaje constante: su enorme poder de contagio. 

Y Rodríguez lo vive ahora en nariz y garganta propia. Y la noticia es que la epidemia de gripe se extiende por todo el reino y que ya han muerto más de ochenta contagiados. Y que su llegada no sólo se ha adelantado este año sino que, además, es la más fuerte en años; porque en la clásica y best-seller vacuna preventiva no viene incluida una cepa del virus Yamagata tipo B que ha mutado sin aviso y del que, por lo tanto, no protege. 

Bless you.

DOS La otra parte de la misma noticia –y que a Rodríguez le produce aún más escalofríos y jaqueca– es la de enterarse que Donald Trump ha revocado una/otra medida de Barack Obama. Se sabe ya que la presidencia de Trump consiste básicamente en deshacer cualquier cosa que haya hecho su antecesor en el cargo. Y esta vez se ha dejado sin efecto una moratoria de hace tres años en lo que hace a la investigación en virus de alto riesgo pandémico. Obama decretó que mejor no ponerse a jugar con ciertos bacilos aviares con el objetivo de comprender mejor sus mutaciones aunque el objetivo fuese el de estar mejor preparados para el próximo aleteo mortal. Decisión polémica porque, claro, puede significar un retraso en el diseño de vacunas efectivas y todo eso. Pero, claro, quien ha retomado la cuestión no es otro que un individuo que compite con sus contrapartes extranjeras en cuanto a quien tiene el botón nuclear más grande; quien se considera “un genio muy estable” por haber triunfado en los negocios y en la televisión y haber alcanzado la meta de la Casa Blanca al primer intento; y quien parte y reparte desde una cuenta de Twitter con el nombre de @real Donald Trump tal vez porque el hombre se comporta de manera cada vez más irreal.

TRES Y la compañía del maldito pajarito (otra muy tóxica cepa de gripe aviar si la hay, piensa Rodríguez) ya ha explicado por qué no le levanta la cuenta a Trump. No lo ha hecho –como sí lo hizo con tantas otras que se dedican a la propagación del odio y la violencia– porque considera que “Bloquear a un líder mundial desde Twitter o eliminar sus controvertidos tweets ocultaría información importante que las personas deberían poder ver y debatir y obstaculizaría la discusión necesaria sobre sus palabras y acciones”. Así, todos contentos: Trump vociferando con los pulgares y los adictos a Trump recibiendo sus dosis diarias de la bacteria. Y, sí, Trump como virus con altísimo poder de contagio. De ahí que Rodríguez esté cada vez más seguro de que su influencia e influenza se ha traducido –sin importar frontera de país de mierda– en un ahora todo vale. O, tal vez, Trump sea el dorado broche de latón de algo que ya estaba allí pero llegando para certificarlo: un mundo loco requiere de un loco líder. Lo que se conoce como suspension of disbelief o cancelación de todo umbral de incredulidad para ingresar en una dimensión donde, de pronto, hasta lo más absurdo puede suceder. Y no olvidar que uno de los más dedicados fans de Trump era y es un tal Patrick “American Psycho” Bateman. Y sí saber que Alec Baldwin se ha preguntado si no debería dejar de hacer su feroz pero no exagerada parodia/imitación de Trump en Saturday Night Live porque tal vez esté contribuyendo a la “graciosa” transmisión de la peste. Propagándose desde el Despacho Oval a todo el mundo. Incluida la Catalunya de ese otro twittero alucinado que es Carles Puigdemont. Así, ahora no hay una gran diferencia entre hacerse el loco como estrategia o el estar de remate y con ganas de poner en práctica la apocalíptica teoría de la liquidación total.

CUATRO Y así ya abundan los estudios y testimonios dedicándose al análisis de la contagiosa Gripe Trumpiar. Está, sí, el polémico y recién aparecido y ya multi-ventas Fire and Fury de Michael Wolff. Está algo que ya se conoce como neurotrumpología dedicada al estudio de lo que sucede o no en las sinuosas circunvalaciones mentales presidencial (el título de uno de los papers es “Después de una lesión cerebral desarrollé comportamientos similares a los de Donald Trump”). Y también está ese otro libro: The Dangerous Case of Donald Trump: 27 Psychiatrists and Mental Health Experts Assess a President en el que un puñado de profesionales –conscientes de que no es del todo correcto diagnosticar a una figura pública a distancia y desobedeciendo la llamada Goldwater Rule– aún así consideran que no pueden callarse y advierten de que el predicamento del sujeto no anuncia nada bueno. Y se abunda en la manifestación de síntomas coincidentes con los primeros estadios de la demencia (“creciente disminución de sofisticación lingüística”, agarrar tazas con ambas manos, incapacidad de procesar o de interesarse por información que no tenga que ver estrictamente con su persona) y se analizan hábitos de vida (contundente ingesta de Big Macs & Coke, pocas horas de sueño y demasiadas horas de televisión Fox). Psiquiatras menos alarmistas pero acaso más cínicos previenen de que “atribuyendo el comportamiento de Trump a una enfermedad mental se corre el riesgo de devaluar a la enfermedad mental”. Y que, finalmente y desde siempre, la esencia de la personalidad y estrategia profesional de Trump siempre pasó por la constante presión sobre la tecla del get mad: lo que se puede traducir como enojarse o volverse loco. 

CINCO Mientras tanto y hasta entonces –y ya en tiempos de campaña– Trump le pidió carta de contra-ataque a Harold Bornstein, su gastroenterólogo de cabecera durante más de tres décadas anticipando que los resultados “serán perfectos”. Dicho y hecho y el muy famoso médico del Upper Manhattan –con un look como el de un veterano fan de Grateful Dead o de personaje de Thomas Pynchon– admitió demorar “cinco minutos, mientras su limusina esperaba afuera” en la redacción del diagnóstico de Trump como el de “el individuo más saludable que jamás habrá alcanzado la presidencia de los Estados Unidos”, que “su fuerza y resistencia son extraordinarias” y que “los resultados de los tests de laboratorio han probado ser asombrosamente excelentes”. En lo que hace a su salud mental, Bornstein –quien ha dejado de hacerse cargo de Trump desde su investidura– tranquilizó: “Su salud mental es perfecta. Él piensa que es el mejor”.

SEIS Y Rodríguez nunca pensó que él era el mejor; pero sí piensa –comfortably numb, sólo un pinchacito– en que lo peor puede llegar en cualquier momento. Y lee que el momento más perturbador en las páginas de Fire and Fury es el estudio casi CSI de los segundos que cambiarían al mundo: los que les llevó a Donald Trump –enterándose de una victoria electoral que jamás esperaba, mientras la replicante modelo de placer  Melania lloraba desconsolada a su lado– el pasar de la incredulidad total al pánico absoluto al convencerse de ser un iluminado y un elegido y, sí, el mejor y más estable de los genios. Todo eso en el tiempo en que se demora en estornudar y despeinar ese pelo tan raro, contagiar a los que te rodean mientras un nuevo chequeo –físico y no psicológico– vuelve a trumpetear que Donald está 0 KM y listo para seguir acelerando. 

Allá va, aquí viene. 

Ajustarse los cinturones, preparen los pañuelos, rezar por un antídoto.

Salud.