El azar, como un elemento contrario al destino, se impone en las desventuras que conducen a los personajes de La Sagradita. La madre es una señora ricachona que se ha apoderado de la suerte con tanta angurria que no está dispuesta ni a compartirla con su propia hija, y monologa para destrabar el odio. Ese que siente hacia las mujeres pobres que trabajan en su casa y a las que quisiera azotar como si en ese cuerpo marcado pudiera detallar el sermón de su rabia. 

La hija que huye con un hombre que no es su marido, una especie de galán que se deshoja en una caterva de negocios fantasiosos, será la que conocerá los bajos fondos de la mala fortuna. A cada desacople del azar corresponderá un hotel más lamentable del norte argentino donde siempre Elena y Mariano deberán enfrentarse con esa runfla del circo. 

Paquito dice ser amigo de Evita y en ese nombre, donde se inscriben todas las formas de la pasión y la política, va a sumirse la desgracia de estos personajes demasiado enamorados del teatro. Porque a Evita no solo se la invoca como santa mientras se escuchan las sentencias sobre su salud. La agonía abrirá la posibilidad de la representación. Esa mujer que la madre detesta y a la que la hija quiere parecerse, deberá ser encarnada como un modo de remplazar ese cuerpo que se muere.

Si Paquito convierte su fabulación en un libreto dramático, la elección de Elena como la actriz que interprete a Evita tiene una entidad redentora. La joven, despojada de esa fortuna que la madre engalana en esa dicha descomunal e inverosímil para los juegos de azar, y de la que la hija se apropia al robarse algunos objetos de valor que serán empeñados por su amante, convierten a Elena en una figura trashumante que ya no encuentra en la realidad una probabilidad de sobrevivir. 

En La Sagradita todos son actores porque llevar a la acción las propias ilusiones puede hacer de la realidad una escena milagrosa. La madre que se desparrama en un lenguaje solitario, víctima total de esos mirones a los que ella les sirve como una especie de fenómeno de la buena fortuna cada vez que apuesta sus fichitas en el casino, esa  mujer a la que todxs desean ver perder pero que se alza con el botín cada noche, tiene una hija deshonrada y una nieta que se llamará igual que la mujer que odia.

En el texto de Palomino el pueblo, en su despojo, adquiere una capacidad para la proeza fantasmal del teatro. Si el peronismo hizo de lo real un territorio de usurpación y de revuelta, donde la criada de la señora puede animarse a pedirle una casa al Estado, la muerte de Eva viene a requerir la hazaña de todxs aquellxs que la aman en una voluntad de identificación que lxs lleva a envestirse de su aura de líder.

Mariano, en cambio, encarna una inventiva más propia de la chantada. Con su sonrisa gardeliana como capital irrefutable sólo aspira a burlarse de ciertas mujeres que le proveen el dinero del día. Él es la máscara más cruel de esa creencia que envalentona a todxs. Si la madre confía en la muerte de esa mujerzuela que les da bríos a los pobres, Mariano, en su despego al peronismo, en su personificación de una individualidad que sufre las mismas desgracias del pueblo pero no se reconoce en él, queda desligado del milagro. 

En La Sagradita la actuación es evocada como la profesión primera de Evita, esa que le permitió transformarse en una de las mujeres de la historia y dejar de ser la jovencita que las representaba en la radio. El pasaje entre la ficción como deseo sublevado y la realidad se vuelve en esta obra una oportunidad tan sencilla como prodigiosa. ~

La Sagradita se presenta los jueves a las 21 en El Camarín de las Musas. Mario Bravo 960. CABA.