La indiferencia, el rictus de la amargura, la subestimación y desprecio por otro que se ha tenido demasiado cerca por demasiado tiempo es el vapor que destila Tiempo muerto, la última novela de la colombiana Margarita García Robayo, quien vive y trabaja en Buenos Aires hace una década. La narración empieza con el batacazo de un infarto y retoma el hilo de las infidelidades mutuas, esas pequeñas deslealtades que van trazando el mapa de la apatía. Pero no es sólo esa la flecha que dispara esta historia, porque la maternidad/paternidad, la pertenencia de clase, la vocación frustrada y el exilio son otras dagas bastante afiladas que atraviesan a los personajes sin piedad, con la fuerza de la acción que avanza sin dejar de montar escenarios con banderas que siempre parecen flamear en rojo: mares peligrosos. En ese pequeño huracán de un par de vidas miradas de cerca, Robayo delinea a Lucía y a Pablo, la pareja en cuestión, gastada y rota como tantas que pasaron los 40, la emoción de descubrir algo nuevo en el otro y tienen a cuestas el cansancio de la crianza “respetuosa”, la que aplaude la creatividad de lxs niñxs cuando dibujan chicas con tetas y pene dorado, como la que le ofrece Rosa a su mamá, pero no soportan demasiado tiempo el peso de ser sostén afectivo. Con culpa, siempre, Lucía bordea el pensamiento obsesivo cuando delega en Cindy los quehaceres y Robayo explicita la tensión entre esas dos mujeres que conviven con demasiados pensamientos rumiantes que la tienen a la otra como protagonista. “Tomás trata de contenerse cuando Lucía está presente y eso la angustia. Su hijo, dotado de una belleza y una inteligencia extraordinarias, se esfuerza por buscar la aprobación de su madre deforme” escribe sobre el vínculo de Lucía con su hijo varón y desgrana en varios pasajes el tumor furioso que se gesta en la clase media ilustrada cuando se trata de criar, cuidar, velar por la infancia de los propios. Parece que, como tantos, Lucía y Pablo están todavía enganchados en la trampa de la propia, los vínculos primarios y esos recuerdos perturbadores que aparecen como flashbacks durante toda la vida. 

Es en “las otras” mujeres donde está la rabia y también la salvación: la ex del marido, que se rió espléndida cuando Pablo le pidió que dejen Colombia atrás juntos y dijo no, la cuñada que critica sin parar y se acuesta con el primero que puede, pero también la amiga (“Victoria asiente y sonríe. Si fuera una mascota, piensa Lucía, movería la cola”), la editora que la convoca sin conocerla y esa mujer misteriosa que Lucía conoce en la playa y la invita a un show que da con otra chica, (las dos estarán ataviadas con máscaras de peluches), así saliendo de la nada misma de la arena incómoda y tediosa de New Heaven: “(...) El vestuario es de cuarta. Pero hay algo bello –y real– en el modo en que se tocan con las yemas de los dedos, como si en verdad no intentaran provocar erecciones” dice Lucía sobre la performance del dúo.  

Lucía escribe sobre la pareja en una revista feminista y lo defenestra a Pablo, y con él, a todos los varones. “Prefiero cuatro millones de refrigeradores mal cerrados que la voz de mi marido o, peor, que el silencio de mi marido. A veces me pregunto si lo hace a propósito –callar a un volumen ensordecedor–, esperando verme reventar y escupir los tímpanos ensangrentados, o si, sencillamente, carece de los recursos neurológicos para...”, trazando un link con aquel futbolista con el que huye una tarde por puro aburrimiento y necesidad de flirteo y de repente toma conciencia de la superioridad física de él. “Todos los hombres –se dice, se recuerda y se repite como un mantra– se hermanan en su capacidad infinita de producir violencia” cerrando un círculo de tiza que plantea el fracaso de la monogamia, la complejidad de las relaciones por más libros que se tengan en la biblioteca y el paso del tiempo como enemigo implacable y nervioso.

Margarita García Robayo

Tiempo Muerto

Alfaguara