“Considero a la nueva película de Kathryn Bigelow, Detroit, como un fracaso moral”. Con esa dura frase comienza el artículo de Richard Brody en The New Yorker, publicado en agosto pasado a raíz del estreno de la película en Estados Unidos. No exenta de controversia, dado el momento político en el que aparece –definido por un estado de subterránea tensión alimentado por la verborrea y el accionar de la administración Trump–, Detroit aborda una página oscura en la historia del racismo estadounidense, escrita a finales de los años 60 y que ha dejado un saldo de muertes e injusticias que hoy todavía pesa en la conciencia de aquel país. Escrita junto a su habitual guionista Mark Boal –autor de las celebradas Vivir al límite y La noche más oscura–, la película ha tenido una tibia acogida en la crítica y ha sido prácticamente excluida de la temporada de premiaciones. Para muchos es un paso atrás respecto a los notables trabajos que Bigelow ha realizado con escenarios tan conflictivos como la guerra de Irak o el asesinato de Osama Bin Laden; para otros, sus méritos radican en dar visibilidad a ese hecho infame que tiñe de sangre la historia del país, con más buenas intenciones que buenos resultados; para los más críticos es una oportunidad perdida y sus méritos no alcanzan a compensar sus fallas evidentes. 

Los hechos ocurridos en Detroit a fines de julio de 1967 se iniciaron con una redada en un club nocturno, al que se acusaba de no tener habilitación, y la consiguiente requisa y maltrato de todos los asistentes, en su amplia mayoría soldados negros que regresaban de Vietnam. El episodio originó la reacción de la población y el comienzo de varias jornadas de disturbios que culminaron con la intervención de las fuerzas armadas, tanques desfilando por una ciudad convertida en zona de guerra, más de siete mil arrestos y 43 muertos, la mayoría negros. Bigelow, como señala en su artículo para The Atlantic, Christopher Orr, comienza  su película con una animación de la serie de pinturas de Jacob Lawrence  sobre la Gran Migración y un texto que intenta dilucidar las razones del descontento de la población afroamericana de esa ciudad. Por un momento, señala Orr, pareciera que Bigelow va a complejizar el cuadro: escenas que muestran a un congresista negro que pide calma e insta a preservar la integridad del vecindario, la violenta muerte de una nena que es confundida absurdamente con un francotirador, la brutal caza de los saqueadores a manos de la policía local. Sin embargo, a medida que se despliega el relato esas complejidades se diluyen en un núcleo que busca afirmar el conflicto como un mero enfrentamiento entre víctimas y verdugos. 

Con el ojo puesto en esa oposición, Bigelow decide concentrar la atención de su película en un hecho puntual dentro de las múltiples y desiguales batallas que se produjeron entre manifestantes y fuerzas policiales. Apenas 48 horas después de iniciados los disturbios en las calles, tres jóvenes negros fueron asesinados en el motel Algiers a manos de oficiales de la policía de Detroit. Esos mismos policías, todos blancos, aterrorizaron a todos los huéspedes del motel, sometiéndolos a escenas de tortura y maltrato de proporciones inhumanas. Al cerrar la narrativa en ese episodio, la cámara de Bigelow abandona la impronta casi documental que tenía al principio –la misma que había definido el tono de la notable Vivir al límite–, regida por un permanente movimiento apegado al calor de las calles, por la alternancia de punto de vista entre los diferentes protagonistas de las acciones, por la intensidad y el desconcierto de una situación que no parece sugerir un rumbo claro. Así, cuando su mirada se restringe al motel y a los personajes allí cautivos, Bigelow realiza dos operaciones simultáneas. Por un lado, acentúa el enfrentamiento entre policías sedientos de sangre y venganza, definidos por gruesas pinceladas de sadismo y torpeza (evidente en el neonazi que interpreta Will Poulter), y un grupo casi homogéneo de víctimas, sin demasiados matices en su relación con el contexto, y definidas apenas por sus reacciones individuales. Por el otro, su puesta en escena se concentra en los rostros casi demoníacos de los victimarios, deformados por el encuadre y los ángulos de la cámara, en un espacio que lentamente se convierte en un teatro de operaciones macabras.

Ese gesto ha sido duramente cuestionado por varios críticos. Stephanie Zacharek  señala en la revista Time que la brutal secuencia de tortura y muerte en el motel Algiers es efectiva “en el sentido de hacernos sentir vergüenza de ser estadounidenses” –sobre todo porque en el presente la violencia xenófoba está a la orden del día–, pero deja en evidencia que su construcción está al servicio de esos efectos en el espectador. “Si tan solo el Mal fuera tan fácil de identificar en la vida real...”, se lamenta. A ello se suma que el único personaje que conlleva cierta ambigüedad, que implica profundas y duraderas contradicciones, no está debidamente aprovechado. Se trata de Melvin Dismukes (John Boyega), un guardia de seguridad negro que trabaja en un comercio vecino al motel e intenta calmar los ánimos y proteger a los residentes, mientras se ve irremediablemente inmerso en un horror del que ya no puede salir. Es en el imposible derrotero de ese personaje donde Bigelow puede esbozar una mirada moral más rica, porque en él se cruza su condición de clase, y el peso que conlleva vestir un uniforme, con el ineludible compromiso humano que lo acerca a quienes tiene su mismo color de piel. 

Otro  de los puntos cuestionados de la película es el retrato que realiza de los habitantes negros de los suburbios de Detroit: en palabras de Brody en The New Yorker, Bigelow los presenta “como una masa indiscriminada”, definida por la situación de opresión respecto a los blancos, pero sin lazos comunitarios o ideario político. Su accionar es anárquico, caótico y motivado por reacciones individuales. De hecho, que uno de los acentos de la película esté puesto en cómo los disturbios frustran la audición del grupo The Dramatics, una banda de músicos aspirantes a conseguir un contrato discográfico, no deja de ser una simplificación: que sea la pérdida de esos sueños en ciernes la que termina siendo decisiva para la configuración de los personajes como víctimas desdibuja un complejo estado de situación en el que entran en juego tanto aspiraciones individuales como familiares, sociales y culturales. 

Esa locura inherente a la guerra que definía al personaje de Jeremy Renner en Vivir al límite, o la obsesiva búsqueda de un enemigo fantasmal que se convierte en la razón de ser de Jessica Chastain en La noche más oscura, aquí no adquiere la misma envergadura. La mirada de Bigelow sobre las muertes de Detroit desatiende que la brutalidad no es solo fruto de la perversión individual sino de una fuerzas comandadas por el poder político de un Estado, y que las víctimas no son meramente una sumatoria de individualidades sino un complejo entramado de fuerzas que en un momento histórico determinado hacen eclosión. Causas y consecuencias complejas  demandan, también, miradas complejas.