Mi mamá opera con formas de la ternura muy particulares. Soy su hijo y no está bien que lo diga, pero lo digo igual: es una mujer que vive todo –pero todo todo– con mucha intensidad. Por eso, entre otras cosas, debe ser que fuma tanto. Fue madre muy joven, a los 19 la tuvo a mi hermana y a los 22 a mí. Ella y mi papá militaban en Montoneros –y a su manera aún lo hacen–, pero fue ella la que se tomó más a pecho los, por llamarlos de algún modo, fetiches militantes (seguro me putea un poco después de leer esto). Las canciones de cuna, por ejemplo. 

En realidad no eran canciones de cuna, pero ella se las ingeniaba con inflexiones de la voz para endulzar las letras y prolongar así su activismo. El de ella, quiero decir. “A desalambrar”, “Adagio a mi país”, “Que la tortilla se vuelva”, son músicas que tienen, para mí, la calidez y el amparo del arrullo materno. Hasta que fui grande –o un niño grande, de diez, once años, que roza lo pavote y que, se supone, ya no demanda la voz de mamá para conciliar el sueño–, hasta ese momento, la escucha imprevista de aquellas canciones en voces que no fueran la de mamá, me sonaba invasiva, improcedente. 

Pero dentro de aquel repertorio, digamos, combativo, aparecía cada tanto, brillando en toda su esplendorosa oscuridad, “La Pájara Pinta” de María Elena Walsh. La canción más triste del mundo. Mi mamá pasaba del arrebato revolucionario al regodeo en el sadismo infantil. Como Walt Disney con Bambi, Dumbo y compañía. Pero miento: porque en la Pájara Pinta no hay sadismo. Hay lamento con algo como sed de justicia. 

Ustedes recordarán: la Pájara Pinta es viuda del Pájaro Pintón, y la canción narra en primera persona la tragedia de la pobre pájara. Tal vez mi encanto con la canción surgió del siguiente equívoco: tardé muchos años en darme cuenta de que el marido de la pájara era Pintón y no “Pintor”; mi oído infantil no hacía la diferencia y mi mente –aún más infantil– me devolvía un pájaro vestido de overol –como yo de niño daba por sentado que se vestían todos los pintores–, un pájaro armado de brochas y rodillos. O bien un pintor con pico de pájaro que cae abatido por las balas que un cazador dispara con su “escopetita verde”. No tenía mucho sentido, pero para un niño todo tiene sentido. ¿O acaso que el arma homicida sea verde tiene sentido? ¿Será que el pájaro Pintor –de ánimo alegre, como bien se encarga de contar su esposa– tuvo la ocurrencia de pintar de verde la escopetita del cazador y a éste la joda no le dio mucha gracia? Y ya que hablamos de tener mucho o poco sentido, lo que es seguro es que el cazador tenía poco sentido del humor. Por eso el encono contra el pájaro Pintor. Por eso los tres balazos que dispara sobre él: uno, el primero, le mata el canto (“y era tan linda su canción”); el segundo, le mata el vuelo; y el tercero, el corazón. Dios mío, mientras tipeo empiezo a lagrimear. 

Además de entristecerme profundamente, la Pájara Pinta me hacía pensar. Era una Pájara demasiado buena, después de narrar semejante tragedia todavía se disculpaba por la tristeza (“Si al oírme se ponen tristes/ a todos les pido perdón”). Sin embargo –y ahí el ánimo volvía, aunque fuese en vuelo rasante, a mi cuerpo–, había también un anuncio de venganza. O al menos una amenaza de la pájara, una advertencia imposible de pasar por alto: “Al que mata a los pajaritos/ le brotará en el corazón/ una bala de hielo negro/ y un remolino de dolor”. Pocas expresiones literarias he vuelto a escuchar, leer, apreciar, que metan miedo así, con esa rotunda elegancia. Quizá por eso María Elena Walsh camufla la amenaza con una dulce melodía y la coloca en boca –pico– de un ave. 

Ustedes dirán que tampoco es para tanto, que al fin y al cabo se trata nomás de una canción infantil. Pero piensen: un remolino de dolor. Díganme si no sienten un sofocón, si no se les atora algo ahí en el pecho después de hacerse una posible idea. Si no les pasa, quizá sea ya demasiado tarde para ustedes.

La voz de mamá podía seguir el derrotero que señalaban nuestro sueño y el suyo propio. Yo mezclaba el vuelo de la Pájara Pinta con Quilapayún: cuando la tortilla se vuelva, pensaba, el cazador recibiría su correspondiente remolino. Oh, hermosa y justiciera pájara de trueno.

En su bello libro Una ofrenda musical, Luis Sagasti se pregunta cuándo se canta la última canción de cuna. Y se responde: “Languidece de a poco, como de a poco se entra al sueño, hasta que un día sin saberlo cantamos a nuestro hijo la última canción”. Por supuesto, no sé cuándo fue la última vez que mamá me cantó la Pájara Pinta. No lo sé porque solemos reírnos de sus legendarios arrorrós, y de tanto evocarlos pareciera que ahora mismo los estuviera entonando. Y eso que ya estamos grandes, incluso mis hermanos menores.

Por de pronto reprimo muy bien el impulso de emprenderla con la Pájara Pinta cuando arrullo a mi hijo. No sé cuán apropiados pueden ser Coki & Killer Burritos para sus oídos infantiles, pero me encantaría que mi voz desafinada le deje, a mi hijo, al menos una huella mínima y profunda antes de languidecer. Como la huella que deja en el aire el vuelo del pájaro Pintor, justo después del segundo balazo.


Mariano Quirós es autor de las novelas Robles (Premio Bienal Federal), Torrente (Premio Iberoamericano de Nueva Narrativa), Río Negro (Premio Laura Palmer no ha muerto), No llores, hombre duro (Premio Festival Azabache). Su cuento “Cazador de tapires” recibió el premio Gabriel Aresti, convocado por el Ayuntamiento de Bilbao. Junto a los escritores Pablo Black y Germán Parmetler publicó el volumen de cuentos Cuatro perras noches, con ilustraciones de Luciano Acosta. Actualmente dirige junto a Pablo Black la colección literaria Mulita.