Alguien --para utilizar términos apropiados, la memoria resulta complicada-- lo tiró en algún momento del día en su muro: llegó un día en que Facebook alteró su rutina y se llenó de Luis Alberto Spinetta. Y cualquier cosa que tenga que ver con el Flaco hace bien, punto. El 23 de enero es el natalicio de Luis, pero desde hace dos años es también el Día Nacional del Músico, algo que (pese a alguna protesta expresada en su momento) suena a justicia. Para el Flaco el único norte fue su música y su poesía. Ni el marketing ni la conveniencia torcieron sus instintos, una tozudez comprobable en aquel célebre episodio de la "pérdida" del dibujo original para la tapa de Almendra que resolvió haciéndolo de nuevo, o en la decisión de no editar el disco de los Socios del Desierto hasta que la compañía no se aviniera a lanzarlo como él quería, en formato doble.

Spinetta fue una guía y una luz para el rock argentino, pero también un tipo que se acostumbró a aglutinar a su alrededor músicos extraordinarios, y dejarlos brillar. No cabía duda de quién era el motor de sus proyectos, pero en su concepción del arte siempre hubo espacio al reconocimiento de sus aliados, al elogio expreso, a asignarles un rol esencial en la búsqueda de la mejor carnadura para sus canciones.

Por eso, por esa hermandad forjada en el altar de la creación artística, es que la Ciudad Cultural Konex se convirtió en la noche del 23 en escenario ideal para encauzar semejante torrente de magia. La lluvia de la tarde amenazó con tener que postergar todo una semana, pero quizá los ruegos del público que agotó las entradas y de los mismos músicos que con todo amor planearon, armaron y ensayaron El Marcapiel hicieron el milagrito de espantar a las nubes. Todos formaron parte, de un modo u otro, del universo de Luis. Todos tenían lo necesario para que no fuera una banda de covers o un encuentro vano. La lista  impresiona: León Gieco, Ricardo Mollo, David Lebon, Rubén Goldín, Machi Rufino, Emilio Del Güercio, Rodolfo García, Leo Sujatovich, Dhani Ferrón, Baltasar Comotto, Gustavo Spinetta, Mono Fontana, Claudio Cardone, Lito Epumer, Sergio Verdinelli, Daniel Rawsi y Javier Malosetti (a la vez director musical) protagonizaron casi dos horas y media de celebración de una obra única, inoxidable, eterna. Un rito paradójicamente sin lugar a la nostalgia, porque esas canciones, vertebradas por los mismos tipos que las tocaron tantas veces, fueron una expresión sin tiempo.

Con la misma generosidad que contagió Luis, entonces, hubo episodios de pura magia. Del Güercio y García recordando por qué, 48 años después, el primero de Almendra brilla como el primer día: “Hoy todo el hielo en la ciudad”, “Fermín”, “A estos hombres tristes” y “Ana no duerme” suspendieron el tiempo, y como si eso fuera poco Lebon erizó todas las pieles con “Laura va” y Mollo hizo lo propio con “Figuración”. Por añadidura los dos guitarristas, leyendas de las seis cuerdas en la Argentina, se sacaron chispas en una versión de “Despiértate nena” que hizo temblar al Abasto. Y por si se necesitaba otra lección de destreza en la viola, Comotto gastó el instrumento con “Yo miro tu amor” y lució su voz en “Tu vuelo al fin”.

Pero no todo fue potencia y guitarreo, claro; las existencias de pañuelos de papel se agotaron con una andanada irresistible para corazones spinetteanos. Del Güercio volvió para la brevísima y bellísima “Leves instrucciones”; Goldín, dueño de una voz ideal para cantar a Spinetta, hizo historia con una monumental “Cristálida” y su visita a “Casas marcadas”; Ferrón, otra garganta ideal para la ocasión, brilló con “Es la medianoche”; después de “Durazno sangrando”, Sujatovich y Machi se trenzaron en una “Era de uranio” conmovedora; Malosetti expresó su orgullo de tocar “Cementerio club” con el mismo Gustavo Spinetta que grabó en Artaud; Gieco cantando “Todas las hojas son del viento” fue un lujo para atesorar en la memoria; la imagen en pantalla del mismo Luis cantando “Hiedra al sol” con Cardone y Fontana acompañando en escena venció las últimas resistencias.

Para cuando el horario apremiaba, las últimas escenas dejaron el símbolo de Mollo y León dedicando “8 de octubre” a la lucha de Conduciendo a Conciencia y un final con todos los músicos en escena desatando la pura fiesta con “Rutas argentinas”. Pero antes se pudo vivir uno de esos momentos que sirven para resumir todo lo que puede producir la obra de un tipo irrepetible, cuando solo los tecladistas acompañaron a la multitud cantando “Quedándote o yéndote”. Bajo el cielo estrellado, la magia podía tocarse con las manos. El rostro de Luis Alberto en la pantalla podría dar rienda suelta a la tristeza, pero al cabo lo que dejó El Marcapiel fue pura emoción, alimento para el alma. Porque la ausencia sigue doliendo, pero las canciones permanecen. Toda la música que cuelga suena por nosotros.