Algo parece haberse acelerado a partir del #MeeToo y el dilema sobre si somos más Ophras o más Catherines. Las divergencias al interior del movimiento de mujeres aparecieron en primer plano y esto, lejos de ir en detrimento de las reivindicaciones feministas, permitió sostener en la agenda las situaciones de acoso y abuso que vivimos cotidianamente. Permitió precisar, por ejemplo, las diferencias que muchas encontramos entre lo que el manifiesto llamaba “seducción torpe” en una situación de relativa paridad (relativa porque sabemos que la desigualdad entre los géneros es estructural) y contextos en los que esa seducción se enmarca en claras relaciones jerárquicas. O insistir sobre el carácter cultural del problema al que nos enfrentamos cuando los machismos son más micro y no tipifican como delito. Ciertos feminismos vieron con recelo desde siempre al mundo del espectáculo por el carácter sexista, discriminatorio y muchas veces violento de sus representaciones. El #MeeToo –y sus versiones locales– desplazó la mirada hacia los contextos de opresión laboral en los que se encuentran los cuerpos ideales de las celebridades. En cada “a mí también” se deja a la vista que no hay rincón de glamour, clase social ni posición en el espacio público que esté exento de opresiones de género. Esto, que no es una novedad en el movimiento de mujeres, tiene ahora una difusión ampliada. El mundo del espectáculo modela nuestras expectativas e imaginarios; entran ahí también los modos posibles de decir ¡Basta! 

En medio de la ebullición llegó Araceli y nos dio una cuota extra de pantalla. El feminismo se quedaba un bloque más al aire y sentaba en los estudios a referentes del movimiento de mujeres. ¿Primicia? No. Esos programas de chimentos y espectáculos en los que Pettinato puede sostener que “algunas mujeres tardan mucho en decir que no” o Martín Bossi equilibrar la balanza hablando de “mujeres psicológicamente violentas y que se sobrevictimizan”, son los mismos en los que se demandaron derechos fundamentales como matrimonio igualitario o identidad de género. 

El movimiento de la disidencia sexual supo gastar tácticamente esos escenarios desde muy temprano. Sólo en los últimos meses: trabajo sexual, aborto, violencia de género, acoso sexual y ahora, incluso, feminismo explícito. El espectáculo al que estamos asistiendo es el de un conjunto de personalidades de la farándula que empezó a nombrar con categorías potentes sus experiencias personales y profesionales. Y sí, lo han hecho sin acreditar pedigrí militante. Podemos sólo horrorizarnos por las confusiones, las banalizaciones, las contradicciones. O podemos también aprovechar la cultura popular como trinchera para tirar una que otra bomba. Hagamos de las celebridades firmes aliadas y de los feminismos intrusos en el espectáculo.

(*) Investigadora del CONICET y del Instituto Interdisciplinario Gino Germani  (IIGG), de la UBA y autora de Mamá mala.