A lo largo y a lo ancho de la historia del cine no han sido pocas las producciones que sufrieron la salida abrupta de alguno de sus protagonistas en pleno rodaje, por causas que van desde el despido por causas justificadas o injustificadas a las complicaciones de agenda y, por supuesto, la repentina muerte. Esa compleja coyuntura, en particular para los dueños del capital de inversión, fue enmendada en muchas ocasiones con dobles de cuerpo encuadrados en complejos ángulos de cámara, otras tantas –en tiempos más recientes– con manipulaciones digitales de diverso tenor y calidad técnica. En los anales cinematográficos existe incluso un atípico caso donde se hizo necesario reelaborar el guion y utilizar imágenes de películas previas del actor inoportunamente fallecido, además de ocultar completamente con vendajes la cabeza de un extra para poder contrabandear al gato y hacerlo pasar por liebre. Pero el último largometraje del cada vez más prolífico Ridley Scott marca un episodio inédito, que pasará a la historia como la única película en la cual la estrella fue eliminada del montaje luego de haber finalizado por completo sus labores profesionales y reemplazado posteriormente por un colega. El proceso de edición de Todo el dinero del mundo estaba en sus últimas etapas cuando estalló la bomba: el protagonista de Belleza americana y la exitosísima serie House of Cards caía sin red de contención en el vórtice de las acusaciones por abuso sexual que vienen arreciando en Hollywood desde el hundimiento del productor Harvey Weinstein. El miedo no es sonso y, galopando contra reloj, en una apuesta arriesgada desde cualquier punto de vista, Scott y sus productores decidieron reemplazar a la figura original por otra, so pena de recibir la condena del público. En otras palabras, el temible castigo económico. Tarea nada sencilla: Kevin Spacey era uno de los tres protagonistas del film, un rol indispensable en la trama, y su presencia en pantalla ocupaba cerca de un tercio del metraje total. El cineasta británico, que acaba de cumplir ochenta años y parece estar más activo que nunca, volvió a convocar a una parte del reparto (entre otros, a los dos coprotagonistas, Mark Wahlberg y Michelle Williams) para rodar junto al recién contratado Christopher Plumier todas aquellas escenas en las cuales hubiera estado presente la ahora vetada estrella.

Milagrosamente, las nuevas tomas (trescientas en total, diseminadas a lo largo de veintidós escenas) fueron concretadas en apenas nueve días, una parte de ellas durante los sacrosantos feriados del Día de Acción de Gracias. Todo un récord, incluso para un director célebre por su velocidad crucero de trabajo. El hecho de que Wahlberg cobrara un millón y medio de dólares por la faena extra mientras que su compañera de reparto recibiera apenas unos mil, bajo la dudosa categoría del per diem, le agregaría al drama (o a la comedia, dependiendo del punto de vista) detrás de bambalinas una nueva vuelta de tuerca. Pero nada de eso importa demasiado al ver Todo el dinero del mundo: Plummer está impecable en su caracterización, al mismo tiempo grotesca y patética del magnate Jean Paul Getty y su legendario profesionalismo parece haber subsanado cualquier problema surgido en medio del apurón. El futuro (quizás en unos cinco, diez o quince años) encontrará seguramente una edición especial para coleccionistas –en algún formato digital aún no inventado– donde podrá finalmente apreciarse “el corte Spacey”, y así el cinéfilo contrastará la versión que nunca llegó a las pantallas con la reelaboración de último momento. Nada se pierde, desde luego, apenas se transforma. Scott, a quien se vio más serio que de costumbre durante la entrega de los Golden Globes (su film recibió tres nominaciones en los rubros Mejor director, Mejor actriz y Mejor actor de reparto, estos dos últimos en la categoría de Drama), confirmó recientemente al periódico inglés The Guardian que “remover a Kevin Spacey fue una decisión de negocios. La situación podría haber infectado a la película de tal manera que hubiera sido posible que decidiéramos no venderla”. Según declaraciones del director de Alien, Thelma y Louise y Blade Runner, Plummer había sido la primera opción para interpretar a Getty, pero su avanzada edad (88 años) y la popularidad de Spacey hicieron que la producción optara por avejentar al actor más joven con varias capas de maquillaje. Creer en el destino o reventar, el veterano actor canadiense terminó encarnando al poderosísimo empresario del petróleo estadounidense en un film que recoge un hecho verídico de su extensa vida: el secuestro en Roma de uno de sus nietos, John Paul Getty III, y su reticencia a pagar el monto pedido inicialmente por los criminales: diecisiete millones de dólares. Prácticamente un vuelto para su abultada billetera.

Dolorosamente ricos

Si bien Todo el dinero del mundo lo presenta en sociedad como una nueva encarnación del arquetipo de anciano millonario amarrete hasta el punto del delirio, lo cierto es que en su autobiografía –publicada poco antes de su muerte en 1976– el mismo Getty explicaba que una de las razones de su rechazo a satisfacer el pedido de los secuestradores estaba relacionada con el hecho de que “acceder a las demandas de criminales y terroristas sólo garantiza el aumento y dispersión de la ilegalidad, violencia y otras amenazas como el terrorismo, secuestros aéreos y a la cacería de rehenes que plagan nuestro mundo presente”. La otra consideración para su reticencia es verbalizada por Plummer/Getty en una pequeña pantalla de tevé en blanco y negro: costear el millonario precio para recuperar al familiar perdido implicaba que, de un momento a otro, cualquiera de sus otros trece nietos podía acabar en la misma situación. En All the Money in the World –basada en la novela histórica de John Pearson Painfully Rich: The Outrageous Fortunes and Misfortunes of the Heirs of J. Paul Getty– el secuestro es el punto de partida para una narración que surfea las aguas del thriller político (aunque aquí la política es exclusivamente empresarial), la trama policial y el drama familiar, aunque en más de una ocasión se rocen los confines del melodrama explícito y autoconsciente. Encerrado en Sutton Place, una suerte de Xanadu british atiborrado de pinturas, esculturas y objetos de arte milenario sólo apreciados por los ojos de su dueño, Jean Paul Getty pasa sus días leyendo las cifras recién escupidas por su aparato de cotizaciones vintage y manteniendo reuniones con el resto del directorio de su exitosa empresa, la Getty Oil Company. En la vereda opuesta del viejo billonario se ubica su ex cuñada, Gail Harris (Williams), separada hace tiempo del hijo del magnate y, en consecuencia, dueña de una vida sin lujos. La madre desesperada por la desaparición de su hijo de dieciséis años –apodado por la prensa sensacionalista italiana como “el hippie de oro”, por su larga cabellera rubia– ve como su posición ante la opinión pública termina por ubicarla en un limbo con aspecto de purgatorio. En un punto medio entre ambos hace su aparición el personaje más interesante de los tres en términos dramáticos, una construcción ficcional del guion de David Scarpa –aunque basada en una persona de carne y hueso– que hace las veces de nexo entre las partes y palanca de tracción de los cambios en el devenir de la historia, además de impensado héroe. Wahlberg interpreta a un tal J. Fletcher Chase, ex agente de la CIA que hace alarde de no portar armas de fuego y que, según sus propias palabras, se encarga de lograr acuerdos simplemente con el poder del dinero. Empleado de Getty habituado a negociar con jeques árabes y miembros de grupos guerrilleros, será el encargado de encontrarle una solución al intríngulis, de ser posible sin el uso de sumas millonarias salidas del bolsillo de su jefe.

A través de un prolijo plano-secuencia, las primeras imágenes de la película describen una atestada calle de Roma, con sus ruidosas motonetas y cafés en la vereda llenos de clientes, que recuerdan de inmediato a algunas de las secuencias más recordadas de La dolce vita. Aquí también hay paparazzi dispuestos a todo con tal de obtener esa imagen que adornará la portada del periódico el día siguiente. Poco después, el adolescente (interpretado por el joven Charlie Plummer, sin relación de parentesco alguna con Christopher) será introducido violentamente en una combi llena de hombres de rostros cubiertos por pasamontañas. Uno de ellos, apodado Cinquanta (el francés Romain Duris), se revelará como el más simpático y empático de los criminales, a tal punto que podría hablarse de un caso invertido de Síndrome de Estocolmo, licencia poética sin ninguna relación con los datos de la realidad histórica que el guion utiliza como subtrama en las secuencias de encierro forzoso. Que también incluye –en una nueva demostración de la afición de Scott por los condimentos gore– una descripción bastante gráfica del corolario directo de la falta de pago del rescate: la Ndrangheta,la mafia calabresa, responsable último del secuestro, terminó cortando una de las orejas del muchacho y enviándola a un diario romano como efectivo mecanismo de presión. Finalmente, el rey de la dinastía Getty terminaría aportando el dinero necesario para la liberación de su nieto, no sin antes negociar una baja sustancial del importe, que terminaría aproximándose a los tres millones de dólares. El joven de rizos dorados aparecería con vida pocas horas después del pago, aunque su vida de allí en más –datos absolutamente ausentes del film, que baja las cortinas en un tono ligeramente optimista– caería en la adicción a las drogas duras y el alcohol y sufriría un colapso físico total algunos años más tarde, virulento ataque que lo dejaría cuadripléjico y ciego durante el resto de su vida, hasta su muerte en el año 2011. 

VIEJO Y DIABLO

Con algunos elementos tomados de la más estricta realidad y otros imaginados para la ocasión, Scarpa y Scott crean un universo que es, al mismo tiempo, un retrato de las miserias de la elite económica (“Si puedes contar todo tu dinero, entonces no eres realmente rico”, afirma Getty Sr. en un momento de ácida ironía) y una tragedia humana concentrada en el dolor y el miedo de una madre abandonada en medio de un océano sin salvavidas a la vista. “Gracias a mi trabajo en el mundo de la publicidad, a comienzos de los años 70 yo era una de esas personas llamativas que se ven en el comienzo de la película, en las calles de Roma”, le confesó Scott a un periodista del Denver Post, en una de las pocas entrevistas en las que logró salirse un poco del libreto oficial para promocionar su última película. “Viví una década del 70 fantástica y estuve rodeado de un montón de gente tonta y un montón de modelos tontas. Y yo era tan tonto como ellos. Había muchas salidas a discotecas y cosas como esas”. Una manera elegante de responderle al cronista que no, no había estado al tanto del secuestro real cuando el mismo tuvo lugar. “Jean Paul Getty era único en el sentido de que era multimillonario, algo poco común en aquellos días. Hoy existen cientos de multimillonarios”. Imposible saber cómo era el Getty según Spacey  (“algo más duro”, según la definición de Scott), pero la impronta de Plummer lo convierte en un villano que hace confluir la elegancia con la sangre viperina, la sofisticación del gesto con la insolencia del cretino, la robustez del que sabe por viejo y por diablo con la terquedad del malparido. Tan viejo y diablo como Ridley Scott, que se reinventa para seguir siendo fiel a sí mismo: esencialmente un profesional del cine, capaz de escupir una o dos películas por año y terminar usualmente bien parado en términos industriales. Y esa es la fórmula esencial de su última creación: profesionalismo. Para la cual no hace falta todo el dinero del mundo, pero sí saber dónde y cómo invertirlo.