El hombre que no muere escribe como si nunca hubiese dejado de hacerlo. Escribir le permite ordenar sus experiencias, pero nunca más vuelve sobre lo escrito. “Si intento sonreír, si toco mi cara mientras intento sonreír, lo que descubro son los rasgos firmes y tersos de una máscara mortuoria”, afirma esta criatura monstruosa en la primera entrada de su diario, en junio de 1955. “¿De qué estoy hecho? Si digo ‘tengo instinto’, ¿dónde se asienta? ¿En qué encrucijada de humores y cartílagos? A una pregunta le sigue otra, siempre otra. ¿Qué consistencia tiene mis huesos? Lo que más me perturba no es no tener respuestas. Es la sospecha de que son preguntas que ya me he hecho en otro tiempo que no puedo recordar”, dice en abril de 1982. “Soy una mosca y mi centro de gravedad es lo que llaman presente”, escribe el monstruo en diciembre de 2001. En la inquietante novela El conserje y la eternidad (Alfaguara), Ricardo Romero hilvana versiones de una criatura condenada a una existencia infinita, sin saber qué abismo hay entre una palabra y otra, sólo preocupada por la rapacidad de la sobrevivencia cotidiana, por saciar la necesidad de sangre hundiendo los dientes en el cuello de sus víctimas.

La novela de Romero transcurre en tres tiempos significativos: los días del bombardeo a la Plaza de Mayo en junio de 1955, durante la guerra de Malvinas y en los momentos previos al estallido de la crisis del 19 y 20 de diciembre de 2001. “Quería que fueran tres etapas con una diferencia considerable de años para que me permitiera trabajar con una criatura que no envejece y para ver cómo se relaciona con los diferentes tiempos. La elección de las tres fechas es por la violencia al interior de violencias más grandes, que hace que esta criatura también pueda pasar desapercibida. La coyuntura lo ayuda, incluso en el desorden de esa coyuntura también encuentra las herramientas para pasar desapercibido. Una parte de Las brújulas muertas, de Roger Pla, transcurre durante el bombardeo en la plaza. Siempre me pareció un suceso muy difícil de imaginar porque estamos hablando del bombardeo a un sitio donde uno pasa muy seguido”, plantea el escritor y editor en la entrevista con PáginaI12. “Me atraía ver qué pasaba con esta criatura estando cerca de esos sucesos. Ya en Historia de Roque Rey trabajé mucho con un personaje que recorría distintos momentos de la historia argentina; pero más que la historia con mayúscula me interesan las historias laterales y periféricas de personajes que no son protagonistas de esa historia con mayúscula, sino que protagonizan sus propios derroteros y que al ser periféricos el capricho tiene otra forma de articularse menos escandalosa que permite ir más lejos sin juzgar”, agrega Romero.

–“Escribo sólo para ordenar una experiencia”, dice la criatura. ¿Coincide?

–No, para nada. Eso es una trampa porque lo que hace cuando escribe no es eso. Él se va dando cuenta durante la escritura. Lo que me interesa es ver cómo la escritura modifica la experiencia y lo modifica a él mismo. Esa me parece la parte más interesante y la parte más disruptiva que puede brindar la escritura: la transformación de la experiencia a partir de la literatura. Y también tiene que ver con cómo la historia entra a través de la experiencia y de los personajes, qué lugar ocupa; se transforma en algo mucho más inasible que no cristaliza los sentidos. Lo más político de haber elegido esas fechas tal vez tenga que ver con esta experiencia transformadora de la escritura de alguien que no está mirando los acontecimientos políticos, pero no puede evitar nombrar el paisaje sonoro de las cacerolas o la pareja que está tratando de huir, sin saber y sin preguntarse por qué lo está haciendo. Son marcas de época indelebles que también portan sentidos.

–En el 55 la que parece estar en la clandestinidad es la criatura, ¿no?

–Sí. La calle no es su lugar. Él dice que la condición de existir mucho es ocupar poco espacio. Y él existe mucho. Sentir que su territorio se expande lo perturba; es como una comadreja en su espacio. Él cree que la escritura le permite ordenar una experiencia, pero lo lleva a lugares inesperados y tiene que interrumpirla porque siente que lo está transformando a él en otra cosa. Le pude dar voz al monstruo a través de la escritura. 

–¿Qué definición de monstruo propone la novela?

–La primera que me viene a la cabeza es una que decía (Alberto) Laiseca: “Un monstruo es una criatura única en su especie”. Él es una criatura única en su especie, al menos en lo que él sabe, porque no conoce otras criaturas como él. Me interesa lo que eso significa, cómo se relaciona con su propia naturaleza y cuáles son los límites. Otro aspecto es el tema de la moral. La moral se construye con los otros. Él no tiene otros; nosotros no somos otros para él. Los seres humanos pueden convertirse en enemigos de él en tanto lo amenacen. No es un tipo con el que uno le gustaría encontrarse en una noche solitaria y destemplada, pero tampoco es representante de la maldad. En todo caso si representa el mal, representa un mal no teñido de moral y de ética humana. La moral es un producto cultural nuestro y él no tiene nada que ver con eso. Él se adapta a las reglas para pasar desapercibido, pero él está más allá de nuestra naturaleza. En esa naturaleza el mal puede llegar a ser una parte esencial de cómo la naturaleza se articula. En David Lynch el mal no es una cuestión que tenga que ver con la maldad humana; es mucho más mezquino, más pequeño. Tiene que ver con una estructura metafísica, con lo sobrenatural, pero no entendido como algo exterior a lo natural, sino como su aspecto más intrínseco, como el corazón de lo natural. Por eso tampoco intento justificar su comportamiento, ni tampoco juzgarlo. Estamos llenos de sucesos y criaturas que nos perturban, que nos atemorizan. Siempre pienso en la figura del tiburón, que es una figura temible que pareciera un agente de destrucción, cuando el agente destructor más importante somos nosotros, no el pobre tiburón. El mal como condición destructiva nos atraviesa a todos.

–¿El mal está vinculado con la inmortalidad del monstruo? ¿El mal también es eterno?

–Su condición es la inmortalidad, su experiencia es la eternidad porque él habita un presente continuo sin relación con un pasado ni con un futuro. No tiene ninguna memoria clara de lo que fue, de quién es, de dónde viene. No relee lo que escribe, no registra mucho a la gente, no hace planes a futuro, más allá de estar pensando en su alimento y en su subsistencia. Por lo tanto es un presente continuo desesperante y esa es la eternidad. Fuera de nuestra percepción del tiempo hay energías que nos atraviesan, que nos habitan, que son como pulsos destructivos y constructivos que percibimos y que es la naturaleza funcionando, a pesar nuestro. Nosotros queremos condicionarla, encapsularla o darle un marco que nos resulte comprensible y la naturaleza nunca va a entrar en ese marco. El conserje es parte de esa naturaleza, es una criatura más de esa naturaleza que habita entre nosotros.

–En la novela aparecen algunas frases en bastardilla, como “Un ángel muerto puede oler tan mal/ como un hombre muerto” y “La perplejidad es una estrella muerta”. ¿De dónde vienen esas frases?

–Esas frases son de cuando me animaba a escribir poesía y son frases que fueron sobreviviendo. Perplejidad es una palabra que utilicé para describir un estado que me perturbaba mucho. Tengo un recuerdo patente de haberme ido a vivir a Córdoba para estudiar. En un momento me fui a vivir solo al centro de la ciudad y era un estado particular de la lucidez, de percepción, de estar sintiendo la simultaneidad de acciones: estás en un departamento, pero tenés vecinos arriba, abajo, a los costados; muchas vidas que transcurren paralelas a tu mundo y ninguna está conectada o en principio uno no encuentra conexiones. Y sin embargo se puede trazar un mapa con eso. El tema con la perplejidad -por eso es una estrella muerta- es que su sentido ya se te escapó. Y lo que te queda es una sensación de haber percibido algo que ya no sos capaz de percibir. En cierto sentido, ahora que lo pienso, hay en él un adolecer en esto de tener que conocerse todo el tiempo y que su escritura se la toma muy en serio, que es un riesgo en el registro. Hay frases que vuelven y van cambiando su sentido. Él no sabe qué quiso decir con esas frases, pero no puede evitar volver a ellas.

–Hay una parte de la novela que dialoga con Drácula. ¿Qué otros diálogos e intertextualidades aparecen?

–En realidad dialoga con la figura del vampiro, no con Drácula en particular. Los múltiples nombres que aparecen en las tres partes de la novela, Adze, Dhampir, Moroi… son diferentes criaturas mitológicas de distintas partes del mundo que tienen una genealogía vampírica. No son exactamente vampiros como los conocemos nosotros. Hay criaturas maravillosas y otras que son absurdas. El vampiro viene desde muy lejos. En el romanticismo cobró entidad a través de distintos personajes: primero Carmilla, después Drácula. También recordé mucho el cine del siglo XX, una película como Déjame entrar, sobre la amistad entre un nene y una chica que llega con un adulto a vivir a un complejo de edificios tipo monoblock. Él se enamora de la nena y se va dando cuenta de que hay algo extraño en ella. La nena es el vampiro. Yo intenté evitar el glamour vampírico. De Drácula a esta parte los vampiros son todos glamorosos y me parecía que ese tipo de existencia no puede llegar a ser glamorosa, más por la monotonía de la relación con el tiempo y por alimentarse sólo de una cosa.

–Hay una gran tensión entre el deseo de perdurar y la mortalidad. Quizá la ciencia ficción sea el género que más y mejor ha demostrado lo insoportable que puede ser la eternidad...

–Me parece que no es tanto la ciencia ficción, sino lo fantástico en general. Hay un deseo de romper con la naturaleza de nuestras propias fronteras, que tiene que ver con tiempo y también con el espacio, porque está la capacidad de teletransportarte, de volar, de experimentar cosas de manera que el hombre no las puede experimentar. La imaginación te lleva inevitablemente hacia eso. En una primera instancia los súper héroes eran personajes muy convencidos de lo que les tocaba vivir y estaban muy contentos con eso. Pero una vez que el súper héroe empieza a pensarse a sí mismo tiene que lidiar con las responsabilidades, con las experiencias, y sobre todo con la soledad de ser una criatura distinta, y ahí se vuelve interesante. Lo mismo pasa con un vampiro. Dar por sentado que un vampiro la pasa bien porque es una criatura eterna implica una mirada muy adolescente de esa figura. La criatura de mi novela es asexuada, no tiene ningún deseo, incluso lo perturba que lo busquen. No tiene nada del glamour del vampiro.

–¿Por qué la novela está estructurada como si fuera un diario?

–Quería captar la voz de esta criatura que está escribiendo un diario muy fragmentario y que necesita sacarse de encima algo y al mismo tiempo busca condensarlo. El diario además me permitía la reflexión sobre la escritura, pienso en un libro como El discurso vacío, de Mario Levrero, en donde la búsqueda de la caligrafía y la escritura casi automática inevitablemente se veía interrumpida, desviada, deformada y transformada a través del relato. Una de las cosas que decía Levrero es que cuando empezaba a hacer la letra correcta no estaba escribiendo nada que le interesara. En cuanto lo que escribía era interesante, la letra empezaba a deformarse. Esto es muy gráfico de lo que pasa cuando la escritura te captura y perdés el dominio sobre lo que estás relatando. Que es lo que le pasa a esta criatura también. 

–Al igual que en la anterior novela, La habitación del presidente, hay un trabajo anfibio con la escritura, un modo de escribir que está más cercano al realismo que a la escritura fantástica. 

–Yo no tengo delimitadas las fronteras de lo real. El mundo es extraño y me interesa ver qué cosas habitan en ese mundo. ¿La literatura de Levrero era fantástica? No. Para mí, si se quiere, era un ultrarrealismo. Una idea recurrente que siempre me vuelve es que cuando te mirás demasiado en un espejo dejás de reconocer tu cara. Lo real aparece cuando dejás de reconocer tu cara. El mundo es demasiado extraño y me deja perplejo cotidianamente. Me cuesta procesar muchas de las cosas que suceden. No puedo garantizar que los vampiros existan, pero sí que hay criaturas tan extrañas como un vampiro.