El cuento por su autor

Vi pasar una ilustración muy simple que grafica dos estados de la mente: una cabeza delineada, de perfil, y dos conos en transparencias que parten de los ojos, hacia dentro y hacia fuera. El abanico que se dirige hacia la coronilla es de sombra; el que se dirige hacia fuera es blanco, como si los ojos fueran linternas. 

La mente es, igual que el mar, verdadero reino de las tinieblas; sus fondos son igual de inaccesibles y han sido tan pobremente exploradas como los otros. Hasta los mil metros de profundidad acuática, los animales pueden ver y ser vistos, las luz todavía puede dar vida o retirarla. Pero de ahí en adelante lo que hay es una oscuridad perpetua, donde la quietud es una manera de la economía. 

El abismo y el silencio incoloro se pueden estirar unas diez veces más todavía hasta hacer pie. Flotando bajo la nieve marina hay anguilas con pico de pájaro, gusanos fluorescentes tan largos como una cuadra, peces sin cara, arañas ciegas del tamaño de un plato. Hay bacterias que no necesitan siquiera de la fotosíntesis para sobrevivir. ¿Cómo sabemos que no ocurre lo mismo dentro de nuestras fosas mentales? Que no tenemos pensamientos que pueden prescindir tranquilamente de la superficie para mantenerse, gelatinosos y vivos, entre las demás cosas oscuras. 

¿Y qué es lo que hay detrás de todo lo que hay, después de todo? ¿Qué soporta, por último, toda esa presión? Es de Lydia Davis una de las cosas más simples y más elocuentes que leí en el último tiempo: “Debajo de toda esta suciedad / el piso está realmente muy limpio”. Esa línea, curiosamente, no me hizo mirar con más detenimiento y piedad el suelo, sino el cielo. Otro fondo imposible. Desde entonces, en los días nublados, no puedo evitar pensar en esos turquesas fantásticos, tan argentinos, que se esconden detrás de la tormenta. La luz barriendo el aire, un oro gratuito y feroz. Y si entre los racimos grises que se superponen alcanzo a avistar un rombo celeste en el fondo, doy la promesa del día por cumplida.


Martín Armada

Yo no hubiese tomado ese camino para subir a la autopista, pero no era quien iba a manejar hasta allá durante horas, así que me callé la boca. Encendí la radio. 

Las casas y los negocios a esa altura de la ciudad empezaban a desvaírse. Había muchas persianas bajas, sus olitas de chapa oxidadas. Carteles de alquiler y venta, uno encima del otro. Entremedio, kioscos y tiendas de ropa en oferta con letras de pintura sobre las vidrieras. La avenida era una dentadura vieja, llena de huecos y manchas, cariada por pasadizos angostos que se hundían en las cuadras. Ahí dentro estarían mirando televisión, envenenándose, abriendo la heladera, durmiendo de a muchos. Afuera no había un alma. Venían los primeros fríos nubosos del invierno. Arriba nuestro el cielo era un cubrecamas blanco, y detrás de eso estaba la luz, limpia, flotando para nadie.  

Frenamos a cargar nafta. Lo vi bajar y después cerrar la puerta. Oí cómo daba indicaciones al playero, cómo se encargaba de todo. Me acomodé en el asiento y recliné un poco el respaldo. Apenas. Por un momento, encerrada en esa cabina tibia, me sentí sola y feliz. No me molestaría que después de la muerte hubiera una cosa así, pensé. Un momento así, con la capacidad de durar lo suficiente como para no encontrarme con su final.

Lo vi de espaldas caminando hasta el minimarket. Frente a las góndolas, lo vi elegir una botella que desde la cabina no se distinguía. La cara rosa y redonda del playero se me apareció en el parabrisas. Quería saber si debía o no limpiarlo. Asentí, aunque no era mi auto. Bajé el volumen para mirar mejor al agua brillante rodar por la pendiente. Detrás de esa catarata apareció él, volviendo. Desde afuera, con la puerta abierta, me preguntó si tenía que pasar por el baño antes de irnos y dije que no. Me preguntó si faltaba algo para el viaje y dije que no.

Nos abrochamos los cinturones y arrancamos. Me gustaba el modo en que su mano derecha timoneaba el volante, casi como si no le hiciera falta la izquierda. El lado de su brazo que quedaba hacia mí: una figura con la que también se podría haber defendido si alguien lo hubiese atacado. 

Pensé en avisarle que era mi cumpleaños pero no sabía cómo podía llegar a tomárselo. Nos conocíamos poco. Cualquiera hubiese dicho que demasiado poco como para esta escapada de fin de semana improvisada. Sobre todo mi madre. Pero estaba bien. Estaba muy bien así. Y yo no tenía realmente ninguna otra cosa mejor que hacer.

Llegamos al primer peaje pronto. Quise apurarme a pagarlo y abrí la cartera con brutalidad, volcándola sobre mí. Llené el asiento de monedas y miguitas, pero me compuse rápidamente y logré extender el billete a tiempo, cruzándome frente a él hasta la mano de la empleada. En el segundo que tardó en cobrar, él giró su cara y me besó. Después cambió la radio mientras yo juntaba el desastre que había hecho. 

La autopista ganaba altura y ahora los barrios quedaban un poco abajo. El auto era suave y nos movíamos como si estuviésemos quietos. Como enormes paletas de molino pasaban las publicidades: los carteles eran tan grandes como la habitación en la que yo dormía. Los edificios mientras tanto se codeaban en el horizonte, un ejército demacrado. Seguíamos saliendo de la ciudad y durante un rato pareció que no íbamos a lograr salir del todo nunca. 

Queríamos ir hasta donde se pudiera ver el suelo chato y encima ninguna cosa más que el aire: la consigna había sido esa. El acuerdo era simple, una deriva hasta el primer punto hacia el norte que nos pudiera ofrecer eso. La noche en que lo acordamos, él también me dijo que a veces pensaba en mudarse. En vender su casa y establecerse en un lugar más pequeño. Soñaba con tener un perro al que no hubiese que sacar a pasear por las veredas inmundas del centro. Una casa con fondo, donde se pudiera poner a la sombra de un árbol.

No sacó esos temas en el auto, pero ¿de qué pueden hablar dos personas cuando todavía no hablaron de casi nada? Estuve a punto de hacer preguntas pero no las hice. El silencio era robusto y me parecía algo justo, ahí, entre nosotros como un airbag invisible. Los autos se nos adelantaban, pero yo sentía que las cosas se empezaban a mover más rápido a nuestros costados. Miré el velocímetro con cautela, para que no lo notara ni se ofendiera. Todo estaba en regla. 

Los edificios ahora eran más bajos. Acá y allá cableados y postes y paredones macilentos. Le pregunté a qué altura estábamos, pero él tampoco podía reconocer los barrios. Al fondo, un rayo dorado se abría paso por una grieta del cielo. Iba a decir algo más, a calcular en voz alta el beneficio del clima, pero no dije nada. 

En cambio, le ofrecí agua. 

Avanzábamos rodeados de autos y colectivos y combis y motos que él aventajaba o dejaba pasar, su mano derecha firme. A mí me vino un sopor. Intenté mantener los ojos abiertos pero había dormido poco durante la noche, entrampada en pensamientos difíciles. Había estado a punto de llamarlo para cancelar unas cuantas veces, pero en la mesa de luz tenía dos pilas de libros con los que me sabía disuadir.  

Cuando me desperté todavía estábamos en la autopista. No sé cuánto tiempo transcurrió entre una cosa y otra. Le pedí disculpas, aunque él no parecía enojado. Estaba sonando un disco que me resultaba familiar, pero estaba a la vez segura de que nunca antes lo había escuchado. Me acarició el pelo. Sentí amor. 

En la boca tenía la grela esa de cuando se la mantiene cerrada durante mucho rato. Tomé agua. Me incorporé un poco y miré. Las rayas blancas sobre el asfalto, una y otra, tan rápido, se convertían en una sola serpiente continua. El velocímetro, pero, seguía igual.

Me preguntó si iba bien y dije que sí, que iba bien. Corrí mi mente. Le pregunté por su padre. Le pregunté por las mujeres a las que había querido antes de mí. Odié todo lo que lo había dañado hasta ahora, con un odio indiscernible del vértigo que retomaba su ruta hacia mis neuronas. Eran dos ríos encontrados que, en vez de bajar, subían. ¿Por qué odiaba? ¿Con qué derecho, ya, odiando?

De repente se me impuso un pensamiento. Un pensamiento de contornos firmes que se enderezaba dentro de mi cabeza y me daba indicaciones oscuras. Lo vi aparecer del mismo modo que al rayo ese que se había retirado hacía rato ya, volviendo como la cabeza de una tortuga al caparazón de la tormenta. Ahora el cielo no dejaba pasar nada, pero detrás de él, seguramente, ya estaba anocheciendo. 

Yo detestaba ese pensamiento pero no podía derribarlo. Me miraba las manos, el anillo de plata, contaba las pulseras. Intentaba acercarme a lo que tenía más cerca, para que mi cabeza no se me saliera volando como un globo infectado con ese pensamiento adentro. Abrí un paquete de galletitas que había traído de casa. Le ofrecí una. 

Él seguía respondiendo a preguntas que yo no me escuchaba hacer. Hablaba de corrido sobre su padre, sobre las mujeres que lo habían herido antes de mí. Su voz era una espada que se hundía entre la carne de mi pensamiento. Me sacaba a flote. Yo podía agarrarme de cada una de esas palabras que pronunciaba como de tablones de madera y aguantar un poco, pataleando, hasta que se derretían. Después decía otras y a esas también acudía a abrazarme.  

No sé qué me decía, exactamente. En un momento se detuvo y volvió el silencio de antes. Intenté dormirme de nuevo. Dejé caer la cabeza hacia el costado derecho, para que no me pudiera ver la cara. 

Las construcciones empezaban a espaciarse poco a poco. La ciudad se disipaba y aparecían descampados, basurales, zonas informes. Todavía no eran el llano, pero igual me daban una especie de serenidad. Intenté acurrucarme, pero no había espacio. El cinturón me apretaba la cadera. ¿Hacía cuánto que estábamos en ruta? ¿Una hora? ¿Dos horas?

–¿Podemos frenar?

–¿Frenar?

–Sí. ¿Podemos frenar, por favor?

–Bueno, en la próxima estación de servicio paramos.

–No, digo si podemos frenar ahora.  

–Es que acá no se puede, está prohibido. En la próxima estación paramos.

–Pero yo digo ahora, frenar.

–No se puede, ¿qué te pasa? Aguantá que ya aparece una bajada.

–¿Acá al costadito no se puede?

–No, no se puede, está lleno de carteles, ¿qué te pasa? ¿Querés que nos matemos?

Su voz no era otra cosa que paciente, pero decía lo que decía. Me miró como se miraría a un esqueleto cruzar la calle en medio de la gente. Yo, como si no hubiese dicho nada de lo anterior, le dije después que en la próxima estación estaba bien, que cuando se pudiera. El pensamiento ahora desandaba el camino que había hecho hasta la superficie. No sabría decir hasta dónde se retiraba.

Él sonrió y volvió a acariciarme el pelo. Hizo un chiste sobre mi impaciencia, después señaló el punto de fuga levantando el dedo índice de su mano derecha, pero sin despegar el resto de la mano del volante. Dijo que faltaba poco ya para el horizonte. Me pidió que mirase el mapa y eligiese un pueblo. Cualquier pueblo, dijo. El que tuviera el nombre que me pareciera más bonito, por ejemplo. 

Yo elegí el del nombre más feo, que me parecía el más bonito. Colgué mi cabeza de nuevo hacia la ventanilla, abandoné mi peso. Por el espejo retrovisor el universo retrocedía con delicadeza.