A la gran mayoría nos lo dijeron alguna vez. Como frente a cualquier patrón, las reacciones ante una sentencia de este tipo dependen no sólo de las propias cualidades, sino de las circunstancias; acatar, desobedecer, someterse, sublevarse, todo depende de una conjunción de hechos y condiciones. En este caso, aún cuando creímos ir de bruces contra lo señalado, aún al sentir latir la rebeldía en nuestros cuerpos, aún cuando rompimos silencios en nuestras casas, en nuestras camas y en las calles, nos lo siguieron diciendo: "no se escucha".

Eso que elaboramos cuidadosamente en nuestra cabeza, eso que pusimos en orden eligiendo la palabra justa para cada parte del enunciado, eso que tejimos hilvanando ideas y nos quema en el pecho y la garganta, no se escuchó. "Más fuerte", también dicen. Pero ante la insistencia, comenzamos a dudar de si es una cuestión meramente de volumen, o si se trata más bien del contenido.

¿Hablamos otro idioma? ¿Será posible que en ciertos ámbitos perdamos la capacidad de traducción entre lo que necesitamos decir o creemos haber dicho y lo que efectivamente salió de nuestras bocas? Es así de breve la distancia entre la contundencia y el balbuceo. De inmediato el aparente desafío de elevar el tono se convierte en la dificultad inmensa de aprender a hablar, como si hubiéramos vuelto a nacer o despertado en hong kong.

Tanto más angustiante resulta el "no se escucha" cuando estamos frente al ejercicio de hablar en espacios colectivos elegidos, de contención y refugio. Esta misma sentencia aparece en los talleres de los encuentros de mujeres, en asambleas de organizaciones de mujeres y feministas. Entonces surgen más preguntas: ¿son el volumen y la seguridad al pronunciarnos en la oralidad herramientas que debemos tomar del mismo modo al que estamos habituadas en otros espacios? ¿Es que sin micrófonos y escenarios, no hay lugar para la escucha? ¿Si no alcanzamos el nivel esperado de volumen y carisma, no hay valor en nuestras palabras? ¿O se trata acaso de un tipo de mantra que nos repetimos para no olvidar que hay que seguir intentando justamente eso, que se escuche?

En algún momento, como lxs niñxs, dejamos de hacer equilibrio tal vez y caminamos segurxs y estables, dominamos el volumen y los términos con lxs que todxs nos entendemos: heteropatriarcado, farmacopornoterrorismo, hetero, lesbo, cis, paky, bi, intersex, queer, pansexual, aborto, menstruación, sororidad, trabajo sexual, femicidio, crimen de odio, trava, torta, puto, amor libre, trabajo doméstico, plusvalía emocional. Felicitaciones, ya hablamos chino, ya somos les otres de todxs lxs grupxs, el grano en el culo de la mesa familiar, de lxs amigxs, del trabajo. Ahora hablamos con fuerza y contundencia de palabras que el resto del planeta no comprende. ¿No se escucha, o nos escuchamos sólo entre nosotrxs? ¿somos un fukin gheto? ¿cómo vamos a cambiar algo así?

A no desesperar. Algo de los feminismos en movimiento avanza como un twister subterráneo que va desmantelando capas de estructuras conservadas, con un recorrido a la vez minucioso, desordenado, terco, artesanal. En una semana cuatro feministas rockean el prime time del programa de chimentos más visto de la argentina y el rating no para. Lo que dicen, en tonos distintos de volumen e histrionismo, se escucha. Día a día el retruco de lxs panelistas interrumpe cada vez menos la palabra de las invitadas y se vuelve hacia sí mismxs como un reflejo diabólico. La cara de Marcela Tauro se desencaja y se pregunta: cuántas veces no escuchó. Un abuso, la violencia, la cosificación. Cuántas veces no sólo no escuchó, sino que le hizo palmas al enemigo, lo puso en el escenario, lo maquilló y le subió el volumen.

Algo de la exposición coquetea con las armas del amo, del patrón. Decir al modo en que la feminidad fue tallada, con un tono y unos modales dignos de una señorita, que la violencia no consigue nada. O sí, que la violencia nos ha hecho lidiar durante siglos con el susurro, con el sigilo, con la estrategia, con la asfixia y la censura, que ya es hora de que se escuche. Tenemos un camino andado que nos ha hecho traductoras profesionales de la rabia. No se confundan, podemos dar bien en cámara, pero venimos a cambiarlo todo, hasta que no se escuche que nos matan, que nos pagan menos por igual trabajo, que no nos corresponde decidir por nuestros cuerpos y nuestras vidas. Hasta que no se escuche sólo lo que no existe.