El cuento por su autor

A principios del 2002, iba seguido al Hospital Piñeiro. El hospital está al lado del cementerio de Flores y el lugar es, también, terminal de algunas líneas de colectivo. La gente que se mueve por esa zona siempre es mucha y esos dos grandes destinos, el hospital y el cementerio, definen de alguna manera los gestos en la cara de los que vienen y van. Sin embargo, una vez adentro, el parque del servicio de psicopatología cambiaba por completo la percepción del caos del otro lado de los muros del hospital. Los árboles antiguos cubriendo el pasto de hojas secas, la paz sin gente atropellándose por llegar a algún lugar. 

Yo, que solía llegar siempre un rato antes, me sentaba a leer en esos bancos por los que cada tanto aparecía algún paciente de los que estaban ahí internados. Así un día conocí a la mujer pájaro. Se trepaba a los bancos, comía migas del piso junto a las palomas y graznaba, a su manera, como ellas. Al principio, desconfiada, me aseguraba de estar a cierta distancia, pero luego, con el tiempo, le fui perdiendo el miedo a la cercanía. 


Pablo López

Ana le ofreció la mano a Inés para que se levantara. 

El cuerpo de su hermana le pareció un tajo blanco, acostada boca arriba sobre el pasto recién cortado del hospital. El sol se filtraba entre el follaje de los árboles proyectando círculos oscilantes sobre la cara de Inés, que los espantaba como si fueran moscas.

¿Vamos yendo? Le insistió agachándose a su lado.

Pero Inés la miró desde abajo entrecerrando los ojos. 

¿Por qué estamos tan lejos de casa?

¿De qué casa?

Ana ya no sabía si hacía bien en seguir saltando de una pregunta a otra, esa conversación en la que las respuestas no importaban tanto como mantener el ritmo constante de la soga contra el piso. 

Escuchá cuando repiquetea, le decía Inés, Ahí es cuando tenés que saltar.

Pero aquellos veranos ella no aprendió a saltar la soga ni a hacer la medialuna ni la vertical contra la pared, ella era la que se quedaba sentada en la puerta mirando cómo su hermana mayor se transformaba en un reptil que iba subiendo en el aire sus piernas desnudas entre el short y las zapatillas. Inés en posición invertida, pegándose a los muros todavía calientes cuando bajaba la tarde. La hipnotizaba el cuerpo de su hermana, su pelo lacio arrastrando en el piso mientras arqueaba la columna para hacer puente, convertida en un insecto humano que caminaba por la vereda. En cambio ella había sido siempre un cuerpo desordenado andando a destiempo de su mente. Ana se tropezaba aunque no hubiera ningún obstáculo en su camino, las cosas se le caían de las  manos como si no pudiera nunca retener lo que tocaba.

No sé si sos estúpida o tenés un problema de verdad, le había dicho su madre, mientras Inés revisaba que no se hubiera cortado y luego levantaba los restos del plato estallado contra el piso. 

Y ahora Ana le extendía a su hermana esa mano inútil. ¿Para ayudarla a levantarse de dónde? Si todo lo que deseaba era saltar al pozo y quedarse ahí con ella.

¿Ya te vas? Vení, acostate un rato al lado mío.

Ana miró a su alrededor con pudor, como si volviera a ser la niña que desfilaba con la ropa interior de su madre frente al espejo, mientras Inés la aplaudía acostada en la cama revuelta de dos plazas. Vio a la enfermera de guardia sentada a la sombra de esos jardines donde los mangos caían maduros, explotados por el mismo sol que evaporaba el agua de las fuentes. 

A Ana, ese loquero le pareció un hotel envejecido que en la arquitectura conservaba todavía algo de su viejo esplendor, aunque la terracota del tejado, a esa hora del día, era menos real que el cuerpo de su hermana sobre el pasto.

Inés volvió a pedirle que se acostara a su lado. Su voz se había vuelto más ronca desde que estaba encerrada ahí.

Ella obedeció porque en ese pedido había algo de su hermana que podía reconocer intacto: un deseo de proximidad que las anudaba. Entonces Ana se acostó junto a Inés, cerró los ojos y respiró profundo. 

Inés la miró de costado y le agarró la mano. Ella sintió sus dedos largos y fríos a pesar del sol del mediodía, pensó que después de la visita se quedaría para hablar con la doctora y preguntarle cuánto le estaban dando de qué. Iba a tomar nota en su libreta, aunque una vez que llegara a la casa intentaría olvidarse de Inés ayudada por la montaña de expedientes que crecía en su escritorio, los gritos de los chicos demandando todo tipo de cosas, y el llamado de “A comer” del marido que una hora más tarde la buscaría en la cama mientras ella le hablaba de cómo había visto a su hermana.

Tenemos que hablar, Inés.

Estamos hablando.

Me refiero a nosotras, tenemos que hablar de nosotras.

Inés volvió la cabeza hacia el cielo y sonrió mordiéndose la lengua como cuando era niña.

¿Qué me querés preguntar?

Ella le apretó la mano muy fuerte. 

¿Vos sabés cuánto te amo?

Inés fue cambiando la risa por un gesto de dolor.

Ella la había extrañado durante mucho tiempo. A pesar de los años no se acostumbraba a hablar con su hermana de otra manera. En algún momento de la visita, sin darse cuenta, Ana intentaba volver a los diálogos de antes, en los que Inés era la que preguntaba y para cada pregunta ella tenía una respuesta, una línea de sentido, una argumentación posible. En aquel tiempo, antes de que Inés se perdiera, para Ana existían dos clases de personas: quienes se encerraban en su fortaleza frente al abandono, y quienes se preparaban para cuidar a los que fueran llegando al baldío. Y ella se sentía tan afortunada de contar con Inés, con esos cinco años que las separaban, que las colocaban en orden de mayor a menor, esos años en los que Inés había llegado al mundo para aprender a ampararla, para darle el cuerpo mientras ella le daba palabras. Pero desde que Inés se había ido, la vida era una fortaleza en ruinas, donde era lo mismo salir que dejarse entrar. 

Ana acarició la pierna de su hermana bajo el camisón. Recorrió su piel seca, los músculos rendidos.

¿Ya viste las plantas de aquel árbol? -Inés insistió en que ella siguiera la dirección a la que apuntaba, mientras con la otra mano acompañó la caricia de Ana sobre su muslo.

Ella miraba las plantas abrazadas al tronco, aunque lo único que existiera en ese mundo, en ese momento, fueran los dedos fríos de Inés entre los suyos. 

¿Esas carnosas con hojas verdes?

Sí. No son buenas esas plantas ¿sabés? Como en el resto de las cosas, todo en la naturaleza se divide entre el bien y el mal. 

Tienen una flor hermosa. 

Pero están estrangulando al árbol con sus venas invisibles, lo secan por dentro, poco a poco, hasta vaciarlo.

Ana abandonó la caricia y se puso de costado para encontrar los ojos de Inés. Se miraron en silencio por unos segundos.

¿Arbol o planta, Ana? –Inés sonrió apagada.

Ella se incorporó. No soportaba esos momentos en los que Ines lograba unir su parlamento insano con alguna de todas las imágenes que en su vida le causaban pavor. No terminaba de entender qué le daba más pena: no poder entrar a ese jardín desde el que su hermana espiaba ahora al mundo, o el sentido que ella le atribuía a sus palabras desde el otro lado. Ella sabía que era ese tronco vacío que en cuanto empezara la tormenta terminaría arrancado de raíz. Pura firmeza a fuerza de engaño. Y eso era así porque ella amaba lo bello, por eso amaba a su hermana, por eso alguna vez lo había amado también a él.  

¿Vas a llevarme con vos?  

Sabés que no puedo.

¿Porque es lo mejor para todos?

Ella asintió y buscó con la mirada a la enfermera. Si hablaba de más empezaría a llorar, y esta vez iba a ser peor que cualquier otro domingo que la dejaba ahí.

¿Eso es lo que él dice?

No Inés, no es él, ya te dije.

Pero en parte era. Él la quería y por eso iba a alejarla de esa locura sin poder entender que ya estaba dentro de ella. Pobre él, creyendo que un océano de distancia sería un rescate a tiempo. Nueva casa, vida nueva y una infancia segura para los chicos.

El graznido de la mujer pájaro invadió de pronto el aire. Había estado toda la tarde dando vueltas por el parque sin visita que la despidiera. Ahora trepaba a una de las mesas de cemento que se usaban como tablero de ajedrez. Caballos, peones y alfiles aterrizaron en el pasto y las mujeres que jugaban sin mover las piezas empezaron a espantarla como si fuera una paloma picoteando los resto de comida sobre la mesa. 

La enfermera se levantó de su silla en la sombra para comenzar con el barrido de las visitas y convencer a la mujer pájaro de que ya dejara de cantar. Ana se acercó a la mesa y le ofreció con la mano abierta algunas migas del pan que les había sobrado.

Inés se tapó los ojos con el brazo. 

No, Ana, por favor.

Las visitas ya se levantaban del pasto o de los bancos de cemento, se palmeaban la ropa para sacudir lo que pudiera haberse impregnado de ese lugar. Doblaban y guardaban los manteles. Saludaban a los que se quedaban hasta la semana próxima.  

Ella los observaba en su ritual de despedida mientras la mujer pájaro comía de su  mano.

Inés se acercó a Ana dando pasos cortos, usando ahora el brazo como escudo a la altura de los ojos y trató de espantar a la mujer pájaro.

Andate de acá, no nos molestes.

Ana se acercó a Inés y la abrazó hasta que sintió cómo su cuerpo se aflojaba dentro de ella.

No tengas miedo, le dijo al oído- La mujer pájaro es del bien.

Ella también comenzó a guardar el resto del día dentro de su bolso de cuero negro. La botella vacía de agua, las frutas que no habían comido. Dejó los libros y el diario abierto sobre el pasto del hospital. 

La mujer pájaro les aleteaba cerca, como una escolta.

No te vayas, Ana

Ella miró la planta que abrazaba al árbol, la ilusión de pureza en esas flores blancas, 

y rodeó la cintura de Inés con su brazo. 

¿A dónde voy a ir?

La enfermera hacía señas al aire para las que aún dispersas, fueran entrando. 

Ellas comenzaron a bajar juntas, hacia el resplandor del sol en los tejados.