Aunque se llamó, en los papeles, Arístides Gandolfi Herrero, en realidad se llamó, y también en los papeles, en aquellos papeles que más le importaban -sus libros-, Álvaro Yunque. Ese nombre remitía a una herramienta de la clase que fraguó los hálitos redencionistas del siglo: utensilio y símbolo del mundo obrero, el yunque alude a la pasión colectiva que en el imaginario de las izquierdas señorea la marcha de la historia.

Como muchos porteños de ley, Álvaro Yunque no lo era. Nacido en La Plata, criado en una familia de origen inmigratorio, hizo de su nombre electivo un destino: la forja del rebelde tendría en sus textos y su labor militante una redoma que asumía la voz popular como matriz de una Argentina futura.

La voluntad de nominación acaso sea el máximo gesto soberano a que podamos pretender. Gesto divino mediante el cual conferimos existencia y sentido a las cosas y a las personas, el simple acto de nombrar se vuelve arrebato rebelde cuando se trata de asignarnos a nosotros mismos un espacio en el mundo. Si el apellido, que en nuestra cultura procede del padre, nos ubica en un ámbito familiar de pertenencia, proceder a su borramiento y sustitución se vuelve un acto soberano, que en su caso reviste cierta reivindicación del linaje materno. Pues el yunque es la herramienta del Herrero; tal el apellido de su madre. (En 1950, al publicar Prosas del autor de Martín Fierro utilizó el seudónimo Enrique Herrero, y en cierta ocasión firmó, irónico, Antón Bigorniaef). Acorde con la doctrina anarquista de su primera juventud, al asumir su seudónimo Álvaro Yunque se volvió padre de sí mismo. Nada cercenará esa libertad plena.

Autor de innumerables trabajos, abundó en los más variados registros: la poesía, el cuento, el aforismo, la novela, el teatro, el ensayo histórico, la promoción de saberes a través de notas periodísticas, antologías, traducciones y ediciones, fueron algunos de los modos en que Yunque se prodigó a lo largo de décadas conformando un mapa de lecturas -y de lectores, que lo favorecieron largamente- que acompañó con su inscripción en las luchas colectivas animado por las vetas textuales del alma popular. Fiel a ese designio, en sus producciones siempre late la voz soberana de los sectores subalternos.

Actor central de la opción barrial en la puja estética y política que opuso a la plebeya Boedo con la señorial Florida, junto a sus pares Elías Castelnuovo, Roberto Mariani y Leónidas Barletta, entre otros, sostuvo en sus textos ficcionales una perspectiva anclada en la vida dañada de los pobres -indios, gauchos, obreros, personajes de arrabal, excluidos sociales- en los que denunciaba situaciones de fragilidad humana y trazaba la esperanza de un futuro reconciliado. En los cuentos de Barcos de Papel, uno de sus libros más frecuentados, toman la palabra los niños desvalidos, figuras patéticas de la opresión, que se redimen con actos morales de un humanismo de base cristiana. Sus personajes son el hijo de la cocinera, el niño proletario o el pibe que descubre la injusticia demasiado pronto, quienes, a menudo inmersos en escenas sacrificiales, cobran carnadura cabal en historias conmovedoras orientadas a la identificación catártica del lector. Si en su primer libro, Versos de la Calle, que fue un éxito que lo instaló en el mapa literario, daba voz a los humillados, en Gorriones de Buenos Aires identificaba al ave más humilde de la ciudad con sus niños sufridos. Fiel a su adscripción anarquista inicial y a su deriva comunista ulterior, Yunque siempre miraba desde abajo la escena histórica. El pueblo era su Aleph.

Hijo y protagonista de su época, adhirió a las causas justas: cantó a la guerra civil española con su poemario España, 1936, y se inscribió en la lucha antifascista desde el AIAPE -Agrupación de Intelectuales, Artistas, Periodistas y Escritores-, así como animó instituciones culturales como el Teatro La Máscara, acompañando el gesto con la palabra escrita, que prodigaba tanto en medios masivos como en revistas y publicaciones ignotas. Por ello padeció prohibiciones, cárcel y exilio, pero no cejó en su combate personal contra los poderes.

En su ensayística desplegó un arco de preocupaciones por la lengua crítica; sus trabajos sobre el lunfardo y la poesía popular son mojones de la reivindicación de quienes no figuraban en el arco de la literatura más que en espacios secundarizados, que con él copaban el proscenio. A la vez, ponía en valor con sendas biografías a figuras como Aníbal Ponce, Rafael Barrett o Leandro Alem y abría un halo de preocupación, contra el consenso de silencio de la época, de los pueblos indígenas. Su Calfucurá es obra inaugural en la consideración de las naciones originarias como sujetos históricos activos por parte de las izquierdas, gesto inusual que rompía con una larga tradición de desconocimiento, cuando no de racismo. Acaso se trate de su legado más perdurable en la medida en que abrió un campo historiográfico y una perspectiva política hasta entonces sesgados.

El peso de la historiografía liberal en la conformación del imaginario de izquierdas en la Argentina es uno de los motivos no menores de la tardía visibilidad de la cuestión indígena entre sus preocupaciones. Izquierda indiana sin indios, la situación de los pueblos originarios no sería tematizada más que en los márgenes de sus discursos y apenas circulaba por los laterales de sus aparatos culturales antes de ingresar en los programas partidarios. Pero ello no sucedería sino hasta bien entrados los años noventa en que la implosión de los Estados-Nación suscitara la emergencia de nuevas y antiguas identidades particulares –étnicas, de género, de afinidades culturales- como modos de agregación política. Entretanto, otras voces se habían hecho cargo del llamado “problema del indio”: ya su formulación mostraba el nudo a desatar. Militares para definirlos como enemigos y religiosos para convertirlos con suave compulsión a la fe habían sido seguidos por médicos higienistas en la consideración de los pueblos indígenas, a quienes tratarían de conjurar en su diferencia para integrarlos en el sistema de gobernabilidad. La sucesión de historiadores, arqueólogos y etnólogos, figuras modernas que ejecutarán sus rutinas taxonómicas sobre sus sujetos a quienes mayormente razonarían como resabios de un pasado racializado, irán conformando un cuerpo de saberes disponibles que reclamaban visiones y fuerzas históricas actuales que asumieran su drama íntimo desde otro lugar. Digamos: un Mariátegui.

Pero ninguna figura similar al Amauta había alertado entre nosotros sobre la dimensión étnica de la conformación nacional. Nadie había reparado en el redentorismo social de los mitos originarios que eventualmente se activarían como inusitada potencia histórica cuando las redes estatales de configuración comunitaria se vieran debilitadas por la oleada neoliberal. Nadie en el mapa de las izquierdas de extracción más o menos marxista había franqueado el esquematismo de clase para pensar los sujetos históricos, pese a los enormes ejemplos americanos que recorren la historia de la insurgencia emancipatoria. La Argentina, para las izquierdas usuales, era concebida como una civilización de trasplante sin raíces ni dimensión étnica autóctona. La Argentina era, pues, una anomalía, una nación conformada por “europeos en el exilio”.

Al igual que buena parte de las clases dominantes la izquierda quería capitalismo y obreros; pero para hacer su revolución. En sus esquemas de pensamiento los demás actores históricos eran restos del pasado que se verían arrastrados por la transformación de carácter socialista en ciernes. Esa visión sesgada es sin duda un capítulo constitutivo de la tragedia histórica del país, uno de los tantos elementos que llevó a la incomprensión de fenómenos complejos como el peronismo, la cuestión nacional, la cuestión de género y la cuestión indígena, entre otras.

En ese panorama poco alentador Álvaro Yunque fue una excepción, que en los sesenta sería secundado por Liborio Justo, Luis Franco y Eduardo Astesano en sus trabajos indigenistas, que de todos modos resultaban inaudibles. Habiendo investigado el tema durante los años del peronismo, sin duda bajo el incentivo de ese enigma irresoluble para las izquierdas de entonces, su Calfucurá – La conquista de las pampas, vio la luz en 1956, en un momento dominado por la revisión del pasado en clave política.

Con lógica de tratado decimonónico, el texto se abre con una descripción del ámbito geográfico; la más crasa materialidad inhóspita se va poblando de seres –animales, plantas, y, al fin, hombres- en un movimiento envolvente donde el misterio de la Pampa se diseña con trazos de un lirismo sobrecogedor. Yunque irá avanzando con espíritu de antólogo, hilvanando citas precisas, gemas elocuentes entresacadas de los documentos más inverosímiles para ir construyendo el escenario de la epopeya que se dispone a narrar. Hombre de letras cabal, conocedor del alma humana, muestra con claridad la ambigüedad de sus personajes en quienes no busca fundar valores ni construir modelos éticos: en sus páginas desfilan actores sociales contradictorios que a menudo conjugan crueldad y vileza con ademanes de alta piedad y sabiduría. Son sus sujetos los hombres tomados por la historia que a la vez la modulan. Pero no por ello nuestro autor se hunde en un relativismo de pretensiones neutrales. Pues en ningún momento pierde de vista el hecho de que los pueblos aborígenes sufrieron y sufren una injusticia que culminó en genocidio. Y ese hecho, por más que se asienten en ideales modernos los relatos que en vano tratan de excusarlo, es del orden de lo no discutible. Aunque matiza con tono conciliador, su libro es un alegato que aún resuena como un alerta que debe ser escuchado.

Tras su muerte en Tandil en 1982 su viuda donó sus archivos a la Biblioteca Nacional que en estos días lo homenajea con la exposición Álvaro Yunque – El profeta de Boedo.