Parece muerto. Está quieto, inmóvil adentro de un quiste. Ahí se quedará todo el invierno. Es un gusano, un oligoquero, pero en su cuaderno de anotaciones Henriette escribe: Aeolosoma hemprichi. Siempre llevó un cuaderno en el bolsillo y su ropa siempre tenía que tener un bolsillo cómodo. En la infancia de Henriette –en la adultez también, pero la sistematización académica organizó la expedición con otras ansias– había mucho que recolectar, y mucho por descubrir en observación paciente;  tener a mano un cuaderno era indispensable sobre todo cuando el bolsillo era muy chico o el animal demasiado grande. Dibujaba erizos, tejones, comadrejas y calculaba alturas y medidas a buen ojo y con los dedos de la mano. Bitácora zoológica que reemplazaba a los libros de cuentos y anunciaba los años por venir. Estudió Biología en la universidad libre de Bruselas, se doctoró en ciencias zoológicas y descubrió que quería hacer lo que pocas mujeres podían: dedicarse a la investigación científica. En un mundo de profesores (Lameere, De Selys, Dalq y Brien) Henriette fue titular de cátedra de histología y miembro de la Academia de Ciencias belga. Pero no fueron aquellos mustélidos que dibujaba cuando era una nena entre hayas y lirios del valle los que formaron parte de su colección mutante, a Henriette Mathilde le interesaban los gusanos –sobre todo esos que hibernan en forma de quiste y que solo se mueven cuando aumenta la temperatura y pueden comer lo que antes almacenaron y se inventan transparentes hasta que emergen y siguen creciendo– y las esponjas, siempre las esponjas, “hermanas de todos los demás animales y las primeras en ramificarse del árbol evolutivo desde el ancestro común”, y mucho más desde que supo que a diferencia de los animales que comparten rasgos característicos como especie, las esponjas –laberinto de poros, suprema rareza en arco de belleza extrema– a las que durante años creyeron y llamaron “planta”, tienen una taxonomía variada y compleja (pueden compartir formas y colores y ser de distinta especie y pueden ser de la misma teniendo una morfología diferente).                               

La mujer del laboratorio punteó un campo nuevo en la neurociencia a partir de sus investigaciones sobre el rol del sistema nervioso en los procesos de reproducción asexuada, sexuada y de regeneración. La mujer del laboratorio a la que era fácil encontrar a cualquier hora cerca de las aulas de biología animal y de histología comparada y que había entrado al reino de la naturaleza siguiendo las huellas de los mamíferos y llenando sus bolsillos de animales, cambió conductas científicas, modos de observar, de estudiar y de comprender. Su explicación sobre la manifestación de células neurosecretoras en la regeneración vale como prólogo, libro entero y nota al pie.                                                                      

Sus discípulas la recuerdan entrañable y siempre riendo cada vez que entraba al laboratorio como una heroína superpoderosa para defender sin capa, sin vincha, sin brazaletes y sin giros pero con igual intensidad amazónica, a su “amada zoología” mirando gusanos a través de la lente. Y pensando en los estadios de disolución o biología primaria, pensando en la muerte, claro, pero en la muerte relativa. No hay inferioridad subterránea, solo energía que repta.

Nació en Bruselas y murió en Braine-le-Comte.