Son las ocho de la mañana de un día cualquiera. En el aula los adolescentes se sientan desgarbadamente; unos se esconden bajo la gorra que les tapa parte del rostro. Otros escuchan hip hop en sus celulares, ya en soledad, ya en grupo. La docente ingresa con un libro en la mano y su celular en el bolsillo. Pide silencio. ¿Silencio? El pedido se hace difícil de satisfacer si se considera que el murmullo que se percibe en el aula ya no es el de las voces de los estudiantes sino el de las culturas que buscando coexistir, se tensionan y a veces colisionan en un espacio que supo ser “unicultural”. Las certezas que supo sostener la escuela no existen, implosionaron, y las nuevas (si es que las hubiera) aun no se identifican.

En la actualidad no es posible pensar la escuela sin abordarla en clave de cultura. Su sentido original, aquel que la concebía como el dispositivo social encargado durante la modernidad de transmitir saberes construidos al calor de las generaciones precedentes, está en crisis. Esos saberes, se encuentran al alcance de un click para quien pregunte. El dilema, radica hoy más que nunca, en construir puentes que franqueen el acceso a la indagación. 

Es posible advertir en las tensiones que coexisten en la escuela, aquellas que se dirimen en otros escenarios sociales. Esto la convierte en un potencial laboratorio de investigación cuyos estudiosos, fundamentalmente los docentes que allí se desempeñan cotidianamente, pueden comprender e intervenir para transformar.

Las prácticas culturales escolares centenarias (docente y pizarra al frente de pupitres alineados, valoración de lo letrado por sobre lo audiovisual, disciplinas que se encorsetan en horarios cuadriculados) parecen perder terreno frente a las prácticas digitales. Prácticas que seducen a jóvenes y adultos en un habitus cuyo acceso es cada vez más ubicuo dado el alto impacto de penetración de telefonía móvil. 

En Argentina hay más de 13 millones de niños, niñas y adolescentes; 6 de cada 10 se comunican usando celular y 8 de cada 10, Internet. Según el informe Chic@s conectados publicado por UNICEF hace pocos meses, el teléfono móvil es el dispositivo más utilizado por los adolescentes para navegar por Internet (89%), por ser considerado el más práctico y accesible. Como observamos en el libro Navegar entre culturas, estudiantes y docentes utilizan las pantallas fuera del aula. Sin embargo, aunque tienen un enorme potencial pedagógico, diferentes estudios observan que, su uso en el aula, no tiene su correlato aún en mejoras significativas de los aprendizajes

Entre tanto, las prácticas escolares no logran establecer sintonía con las culturas juveniles y así las cosas, la escuela deja de interpelarlos. En más de una oportunidad al visitar escuelas escuchó a los estudiantes que sus voces no tienen lugar, que no son escuchados sus intereses, sus temores ni sus sueños. En un encuentro interescolar los estudiantes referían la necesidad de ser escuchados porque, aseveraba uno de ellos, “yo no tengo más ganas de nada”. Su caso no es aislado, si nos guiamos por el informe publicado por la Organización Mundial de la Salud (OMS) sobre salud adolescente. La depresión es la principal enfermedad y motivo de discapacidad entre las personas entre los 10 y 19 años, el informe de 2014 revela además que este trastorno se encuentra entre las tres principales causas de muerte entre adolescentes. Según información periodística, las estadísticas en la Argentina acompañan y respaldan las globales: cerca de 1000 muertes de las 6.573 anuales que se registran en la franja etárea de entre 15 y 24 años se producen a raíz de suicidios. 

En tiempos de capitalismo salvaje, cuando los más jóvenes son concebidos más como consumidores que como ciudadanos, se abren puertas a la insatisfacción, la angustia de no poseer, la baja autoestima. La escuela en tanto espacio privilegiado para garantizar la formación en derechos, no puede ser indiferente a esta oportunidad de mostrar que es su derecho ejercer una ciudadanía plena. No puede postergar el desafío de recuperar su sentido, el de educar con escucha atenta para construir escenarios más justos para las nuevas generaciones. Y para lograrlo, no existe otro camino que incorporar las voces juveniles a la escena.

* Magister en Comunicación y Cultura UBA.  Autora de Navegar entre culturas. Educación, comunicación y ciudadanía digital, Ed. Paidos.