I

Es increíble lo que las palabras le pueden hacer a las cosas.

     “La bolita celeste”, dijo Francisco señalando hacia el fondo del taller mecánico. Su voz rotunda como un desmoronamiento hizo que el mecánico apareciera por debajo de un auto enorme. Era un melenudo que yo conocía bien, gran amigo de Francisco durante la adolescencia, charla sobre árbol de levas y carburadores, tomar dos o tres mates y decir las estupideces de siempre antes de ir a la casa de alguna clienta por Devoto. Luís, se llamaba. Tenía la barba rala, rubia y ojos grises, fríos. Chevy, le decían. Siempre olía a grasa de auto y a tabaco. Dijo:

 “Falta la batería”. 

Y volvió a deslizarse en su tabla con rulemanes, como si fuera un repuesto más de aquel mecanismo complicado. Uno siempre termina pareciéndose a lo que hace. No sé qué gesto debí haber hecho luego de que Francisco buscara orgulloso las llaves del auto en un banco de trabajo colmado de herramientas; pero estoy seguro de que a esa edad yo era capaz de sacar de quicio a cualquiera con un mínimo gesto; y Francisco no era, justamente, la clase de tipo con paciencia. Menos en momentos como ésos y en presencia de un amigo; frente al cuerpo rígido de un adolescente decepcionado que no se molestaba en lo más mínimo en disimularlo.

 A dos metros de distancia, me tiró las llaves diciendo:

 “¡Feliz cumpleaños, campeón!”. 

Parecía contento, le brillaban los ojos y sonreía: era su regalo. 

Un esfuerzo. 

“De tu madre y mío”, dijo Francisco.

Mientras las llaves del Fiat 600 volaban hacia mí como una moneda que gira en el aire poniendo en evidencia que tiene una tercera cara llena de verdades que no debieran decirse nunca, pensé: no, gracias. Y me quedé quieto como un poste, o como cualquier otra cosa detenida e inalterable, mirándolo a los ojos. No hice absolutamente nada por atajar las llaves que, rápidamente, dieron contra el piso como si se rompiera un vidrio. 

“Ni para arquero”. 

La voz de Chevy. 

No había podido vernos, pero debió escuchar cuando el metal sonó a paciencia desechable y Francisco dijo: 

“¿Qué pasa, Lautaro? ¿No te gusta? Siempre cagando más alto de lo que te da el culo, vos”.

Yo sabía por qué me decía eso; todavía guardaba el folleto con ilustraciones del auto que me había comprado mi padre dos años atrás, algo que no había pedido ni deseado ni mucho menos imaginado que me regalaría; y, sin embargo, sucedió con la misma naturalidad que surgen las promesas cuando sólo exigen eso: prometer. Porque un sábado, mi padre vino a buscarme más temprano de lo  habitual y me dijo: 

“Tengo una sorpresa para vos, no creo que adivines, pero te doy tres oportunidades”. 

Entonces, ansioso y más inquieto que nunca, sin saber hacia dónde nos dirigíamos, fui perdiendo una a una las posibilidades con todo tipo de fantasías inverosímiles. Yo tenía dieciséis años y estaba atravesando esa rara mezcla de inocencia y lucidez extrema que se pierde definitivamente alrededor de los treinta; la época en que creés saber todo y hablás de nada, pasás horas encerrado en la habitación de un amigo, fumando, escuchando “On a nightlikethis” de Bob Dylan y filosofando hasta el delirio en la más abstracta y supina ignorancia; la edad en que mentís, engañás, defraudás, traicionás y ocultás para cuidar a los demás y cuidarte de los otros; la edad en que todos los profesores te parecen unos imbéciles y la chica del curso que te gusta no te da jamás una oportunidad porque tiene un novio grandote luciendo barba, músculos y una moto que la espera en la puerta del colegio, y vos sos flaco como una larva, tenés granos, escribís poesía, andás en bicicleta y no sabés vestirte; la edad en que, cansado de que te reboten de todos los boliches por no tener los zapatos adecuados, organizás un asalto en tu casa creyendo que vas a poder trincarte a una de ellas o al menos meter un poco de mano y ponés el equipo doble casetera en el living, forrás lamparitas con papel celofán de color verde y rojo, pero resulta que la chica que te interesa no va a tu fiesta porque se olvidó de que tenía el cumpleaños de una tía. Y entonces ya no te importa nada, ni que te rompan o te roben cosas o te vomiten la alfombra, ni mucho menos que tu mejor amigo alcance un principio de coma alcohólico porque leyó en alguna parte que la mezcla de sandía y vino es una verdadera bomba afrodisíaca; la edad en que, a la salida del colegio, un mediodía, muy cerca de tu casa, te agarran a trompadas dos pibes porque te metiste con la chica equivocada y al otro día pensás seriamente en aprender artes marciales, pero no tenés plata y sos alérgico a la violencia, entonces te ponés a salir con la hermana de un amigo tuyo, simplemente porque tenés miedo de quedarte solo; la edad en que le robás el auto al marido de tu vieja porque viste demasiadas películas norteamericanas y soñás con abrazar a una chica rubia en un autocine; la edad en que perdés los documentos o las llaves y amanecés los domingos sentado en el escalón de la puerta de tu casa; la edad en que descubrís a Hermann Hesse por primera vez y el “Tractat” del Lobo Estepario te parte la cabeza; la edad en que vas a visitar cada vez menos a tu abuela, pero si almorzás con ella una vez por semana, te despachás de lo lindo contando todas las intimidades de tu casa. Y le pedís plata, no sin antes  prometer que serás lindo y bueno como cuando eras chico; la edad en que odiás al marido de tu madre y todos hablan de asesinar a sus padres, menos algún facineroso que tiene unos padres envidiables; la edad en que pensás cambiar el Atari por una guitarra eléctrica y, cuando lo hacés, te das cuenta de que no tenés el más mínimo talento para la música y eras mucho mejor jugando al Space Invaders; la edad en que todavía le creés a tu padre cuando dice que tiene una sorpresa para vos y mientras juegan a la adivinanzas sentís el deseo irrefrenable de tomar su mano al cruzar la calle, un gesto tan íntimo –ya estás grande para eso, pero hay algo de abrazo que no sale, que no salió nunca en tu mano buscando la suya—, un decir gracias antes de tiempo, porque vino a buscarte y es sábado a la tarde, o el sol afiebrado de otoño se parece a la felicidad, a cuando tenías unos seis o siete años, y tu padre era el hombre de los regalos incalculables, las salidas al cine Los Ángeles, obras de teatro y títeres, y, por qué no, otra hamburguesa en Pumper Nic antes de subir a un taxi y deslizarse frenético por avenida Callao, hasta que,  de pronto, a la altura de tu flequillo, por Figueroa Alcorta, el Mausoleo, el gran Panteón, surgiendo como el último recodo para los hijos de padres separados: boletería en el Italpark y las largas filas para una vuelta en el Super 8 volantes, el vértigo de la montaña rusa, autitos chocadores y, en medio de un gran entusiasmo de música y pochoclos, buscar colmado de excitación un puesto de feria donde poner a prueba tu destreza y ganar un muñequito de terracota o cualquier otro souvenir para Yaya, tu abuela, que tenía una colección inmensa de tus salidas sobre una estantería en su dormitorio y nunca se olvidaba de recordarte que le trajeras algo mientras dejaba tu ropa recién planchada sobre la cama, algo para estrenar siempre, un pantalón, un lindo par de medias, una camisa. 

“Hoy viene a buscarlo su padre, mijito. No se olvide de traerle algo a su Yayita. Usted sabe cuánto le gustan a su abuela los muñecos… ¡Ay! Si pudiera ir yo…” 

Y ahora te preguntás dónde fueron a parar todos esos regalos, en manos de quién estarán, cómo pudo haber desaparecido todo, así, de pronto, si era tan real y sólido como la casa, desaparecida también, y las plantas, muertas ya, que Yaya regaba sin dejar de hablarles por las mañanas. Todo desapareció junto con la inocencia, las ganas de creer que no era cierto lo que escuchabas mientras tu madre se escondía en la cocina o, sencillamente, se iba de la casa porque no podía tolerar el sonido del timbre, imaginar que del otro lado de la puerta estaba él, grandote, bien enfundando en su campera de cuero: tu padre. Vas a tardar muchos años en ordenar y clasificar los papeles que esconden la  trama secreta, como si realmente fuera cierto que es a los hijos  a quienes toca la amarga tarea de revisar y cerrar la historia de sus padres.  

Ahora sé que Yaya no quería un regalo, sino una demostración, algo concreto por más mínimo que fuera, que la convenciera de que había pasado un día maravilloso, jugando, riendo, y mejor si volvía con un juguete bien grande (caro, carísimo) entre las manos. Yaya sólo quería que ese hombre fuera capaz de brindarme algo. 

“El gurí tiene que ser feliz, Cora, no deja de ser su padre”, decía mi abuela, que le abría la puerta de su casa a mi padre y lo invitaba a tomar mate o a cenar porque deseaba conversar con él y asegurarse de que estuviera cumpliendo con su obligación, al menos una, aunque más no fuera una vez a la semana, un sábado, como aquella tarde en que vino a buscarme diciendo que tenía una sorpresa y mis dieciséis años resultaron muchos o muy pocos para acertar con la adivinanza. 

No podía creer que me estaba regalando un auto, hasta que me dijo: 

“¡Tomá, hijo, es tuyo!”. 

Y dándose media vuelta me extendió la mano: un folleto, siete páginas con todos los detalles técnicos del auto. 

Ahora en la concesionaria, mi padre está sentado frente a un hombre de saco y corbata, firmando una cantidad innumerable de papeles, mientras hablan de cuotas, sorteos y licitaciones. Mi padre da media vuelta hacia el lugar exacto donde estoy parado y me pregunta, sonriendo, con ese gesto de complicidad que tan bien conocía cada vez que me daba a elegir un juguete, qué color quería. 

“¿Qué color te gusta?, preguntó de perfil, su voz suave flotando en el ambiente, el codo derecho apoyado sobre el borde del escritorio, la mano sosteniendo la lapicera como una bandera a media asta, lista para estampar… 

“El rojo” me apresuré a decir. 

 Tenía miedo de que fuera el último, que solo quedara ese auto que ocupaba gran parte del salón de la concesionaria (me vi regresando a casa, la cara de asombro de los pibes del barrio, a mi viejo dejándome conducir por alguna calle de sábado por la tarde, explicándome que debíamos guardarlo en un garage, cuidarlo como un caballo en un establo hasta que pudiera sacar el registro). Menos mal que llegamos a tiempo, justo antes de que se vendiera el último, ¿no es cierto, papi?, le decía expectante y silencioso con la mirada. El rojo me gustaba, pero no me hubiera importado que el auto fuera blanco con tal de llevármelo ese mismo día. 

Ahora lo estoy viendo poniéndose de pie, ligeramente inclinado, quitando su billetera del bolsillo trasero de su pantalón, dejando uno a uno los billetes sobre el escritorio. ¡Qué suerte que no iba suceder lo mismo que con el Atari! La época del austral, me acuerdo, dólares como niños borrachos en un subibaja; porque cada vez que llegábamos al negocio de artículos importados, el Atari tenía otro precio, a veces con diferencia de horas; una locura que escapaba por completo a mi lógica de niño entusiasmado que entraba al negocio de la mano de su padre rogando que alcanzara el dinero. 

Es cierto: cuando uno es chico, encuentra siempre un motivo para justificar a los que quiere. Una hora más tarde, sentados a una mesa de bar, escucho a mi padre atentamente con una orla de licuado de banana entre los labios. 

Ya no sonrío. 

“Nuestro proyecto”, dice mi padre, “consiste, básicamente, en esperar dos años”, y los terrones de azúcar se fueron acumulando sobre la mesa –su taza de café era el auto—. Un modo de explicarme que había que ahorrar plata, nada de gastos superfluos, pagar cuotas y, llegado el momento, licitar. No entiendo lo que significa licitar; pero no importa. 

Cuando regresé  a mi casa y lo vi a Francisco tomando mate en la cocina, lo primero que hice fue mostrarle el folleto. Cuando terminó de observarlo con el mismo interés que podría darle a una revista en una peluquería, le dije orgulloso: 

   “El me lo va a comprar”. 

     Los dos sabíamos perfectamente a quién me refería. Era inevitable que algo se tensara en el aire. Ahora comprendo que, al no nombrar a mi padre, fingía en presencia de Francisco negar el lugar que ese hombre debía tener en mi vida. No sé de qué manera un niño aprende estas cosas; si lo hace por su propia voluntad para no lastimar la sensibilidad de un adulto o si de algún modo es inducido a callar y no nombrar y por lo tanto a cultivar ese sentimiento de protección innecesaria. Un secreto, eso era lo que yo tenía. Esa sensación me acompañó desde los siete años, que fue cuando mi madre y yo nos fuimos a vivir con Francisco a Villa del Parque. Sin embargo, sé bien que, ni mi madre ni nadie, me impidió jamás que nombrara a mi padre; pero un día dejé de hacerlo, creí entender que mi padre pertenecía a un orden distinto de mi vida y debía quedar fuera de casa. 

Norberto Nogán era el hombre prohibido. La mala palabra. Y me pertenecía a mí por entero. Todo lo que, veinticinco años más tarde,  supe sobre mi padre, Francisco lo vio reflejado en mí en aquellos años.  

La sensación de entrar sucio a mi casa, después de haber pasado unas horas con mi padre, me alcanzaba ni bien abría la puerta. Podía suceder que, justo en ese momento, mi madre y Francisco estuvieran mirando una película; las luces bajas y el volumen alto de la televisión lograban que pasara inadvertida mi llegada, o quizá yo quería eso y me movía despacio, silencioso como un pez en el agua, dudando entre sentarme con ellos o ir a mi habitación. No importa lo que haga, me siento fuera de lugar. Soy el intruso que debe entrar en sintonía nuevamente, no alterar el orden ni hacer ruido al abrir la heladera. Al fin y al cabo, yo me había ido con mi padre; seguramente, había cenado una costilla de cerdo a la riojana en un hermoso restaurante, mientras ellos se arreglaban con un plato de fideos. Pero no es fácil, los primeros minutos resultan intolerables, me siento fuera de foco; soy un instrumento afinado en otro tono, cualquier cosa que diga me deja en evidencia. Recuerdo que me quedaba dando vueltas por la casa, perdido e incómodo, como un huésped que no habla el mismo idioma y se da cuenta de que ha usurpado la intimidad familiar, quedándose más tiempo del que estaba previsto, abusando de la confianza. 

La casa entera parecía darme la espalda. 

Entonces, yo me quedaba pensando con culpa en mi padre, que se había ido solo, caminando por las calles oscuras del barrio. Y ese es el sentimiento más fuerte que conservo de él, incluso hoy: pienso en mi padre como el hombre más solitario del mundo. No puedo explicar de dónde surgió ese sentimiento ni cómo fue creciendo en mí hasta devorar gran parte de esos años.

 Muchas veces, pocas cuadras antes de llegar a mi casa, yo  me arrojaba sobre el brazo de mi padre simulando ansiedad y descubrimiento. 

“¿Y este reloj?”, preguntaba. 

 Necesitaba quedarme con algo suyo. 

“Vos debés tener un buen montón, ¿no?”, me decía. “Cuidalo, por favor”. 

Guardaba el reloj durante toda la noche debajo de una almohada hundida por su perfume: yo había estado con mi padre.  

  El hecho de despedirlo en la puerta de mi casa era una situación que me colmaba de angustia. La manera en que nos abrazábamos, el beso que me daba. Su pregunta: 

“¿La pasaste bien, hijo?” 

Agotaban mis fuerzas, llenándome los ojos de lágrimas. Yo intentaba ocultar ese sentimiento desgarrador y cerraba la puerta; pero rápidamente volvía a abrirla, me asomaba para verlo alejarse, caminando, despacio, triste, tan solo. La culpa me devoraba. 

¿A dónde iba? 

¿Dónde vivía mi padre? 

No lo sabía, no lo supe hasta que tuve que retirar sus cosas del hotel, unos días después de que muriera.

 Ahora soy, finalmente, el hombre que no hubiera querido imaginarse nunca dentro de un viejo caserón devenido en hotel, muy cerca del sórdido Constitución. “Tengo un flete esperando en la puerta y quisiera llevarme las cosas de mi padre”, fue lo último que le dije al hombre parado al otro lado del mostrador. Leía un diario. Era un tipo delgado y de ojos grandes, calvo y con un minúsculo bigotito negro  como una mancha sobre el labio. Parecía que su única ocupación era leer ese diario y no le gustaba que lo molestaran. “Nunca mencionó nada de un hijo” dijo; y cerrando el diario, me miró para luego recorrer con el dedo índice un tablero acribillado de llaves. Me dijo que Nogán debía un mes de alquiler. Pregunté cuánto era exactamente lo que debía mi padre y después dejé el dinero encima del mostrador. “Hacía un mes que Nogán no venía a dormir, ¿sabe? Pero él era así, desaparecía tres días, una semana, pero nunca tanto, nunca un mes. Lo siento mucho”, dijo. 

Guardó el dinero, sin contarlo. 

Después, quiso saber de qué había muerto.

 “Un infarto masivo”, mentí. 

En realidad, no sabía de qué había muerto. 

Una noche, muy tarde, me despertó el teléfono y la noticia de que mi padre estaba internado. El hombre que me llamó dijo ser su amigo, no recuerdo su nombre. 

“Está muy grave”, escuché.   

Dije que buscaría un papel y una lapicera. 

“¿En qué hospital me dijo que está internado?”. 

  Anoté y le agradecí. Luego colgué y me fui a dormir. 

 Una semana más tarde, supe que lo último que haría por él sería ir a buscar sus cosas. 

“La dirección de su casa”, me había dicho aquel hombre. “Anote, por favor”. 

Recuerdo el instante previo a que me quedara solo dentro de la pieza que ocupaba mi padre, cuando miré al conserje y quise que el gesto suyo de levantar las cejas fuera una respuesta a mi desconcierto. Mi padre no pudo haber vivido en un lugar como éste, pensé: tiene que haber un error. 

 “Tómese el tiempo que quiera, querido, lo dejo tranquilo”. 

Y cerró la puerta, justo cuando las piernas se aflojaron; de pronto, me sentí mareado, apoyé la espalda contra la puerta y me dejé caer. No sé cuánto tiempo habré estado en el piso antes levantarme y  abrir el cajón del único mueble que había en la pieza. Entre muchos papeles, cartas documento, fotos mías de cuando era chico y un telegrama de despido, estaban las boletas vencidas del auto que nunca pudo comprarme. Lloré como no había llorado nunca. Lloré como un niño, estuve a punto de escribir; pero no es cierto: lloré como un hombre de treinta y seis años que había pasado los últimos veinte años de su vida intentando descifrar un enigma que ya no existía.