Lun 23.04.2012

CONTRATAPA  › ARTE DE ULTIMAR

Sobrevivientes y sobrevividores

› Por Juan Sasturain

Toda catástrofe, todo cataclismo, todo desastre –de cualquier orden que sea– produce víctimas múltiples que hacen a su definición como tales. Toda catástrofe produce, también y necesariamente, para que quede testimonio, existan o sean posibles el relato y la interpretación, supérstites. Es decir: los que quedaron para contar lo que pasó. Puede ser la puntual noche del Titanic, la tremenda erupción del Vesuvio, la silenciosa bomba sobre Hiro-shima, los años negros de la dictadura, la crisis del ’29 en Wall Street y alrededores, o los noventa menemistas, para la economía argentina. En el resumen final más o menos diferido hay víctimas y supérstites y, dentro de éstos, una amplia gama de modos de sobrevivir o de haber sobrevivido.

Ya sean físicos, naturales, históricos, políticos, económicos o cualquiera de sus combinaciones, semejantes cataclismos (definidos como tales en función del reguero de víctimas que dejaron a su paso) están cruzados o desembocan en cuestiones que no pueden ser otra cosa que morales: qué hizo / pensó / dijo cada uno en / con / para / sobre eso que pasó. Y es a propósito que se mezclan alevosamente acá el Holocausto y un tsunami, la circular 1050 y la destrucción de los ferrocarriles. El discurso presente y la evaluación en diferido de aquellos escandalosos sucesos merecen ser confrontados con las acciones y actitudes puntuales en el momento en que se produjeron. Cada actor que asume hoy un papel, lo tuvo entonces. Y no cabe –éticamente hablando– cambiar el libreto sin avisar.

Por eso, gruesamente, más allá de las consabidas víctimas y de los eventualmente identificables responsables / victimarios cuando los hay, habría que diferenciar, entre los supérstites no implicados en forma necesaria, dos tipos muy claros: los sobrevivientes y los sobrevividores. Ser sobreviviente es una condición fortuita y más o menos trágica; ser sobrevividor es una decisión personal, una que involucra a la ética.

Si ante las catástrofes naturales el sobreviviente se hace preguntas por el sentido al ponerse (aunque sea fugazmente) en el lugar de las víctimas –pude ser yo– y obra en consecuencia, el sobrevividor tiende a soslayar la condición excepcional del suceso y a interpretarlo / utilizarlo meramente como una variante que se ha disparado a valores inusuales en las habituales reglas del juego social; así, aprovechará la escasez, la indefensión ajena, o convertirá la tragedia en espectáculo.

Peor y más alevoso aún es lo que sucede con las catástrofes (sociales) inducidas por políticas (económicas) criminales. Tenemos en estos días ejemplos múltiples de cómo la revisión y la polémica puesta al día de uno de los tantos aspectos perversos de la política privatizadora de desguace del Estado realizado en los noventa (la desnacionalización de YPF en este caso) dispara el discurso indecente e incluso “actualizado” en ciertos casos, de tantos que no han sido otra cosa –siempre– que cómplices del victimario o descarados sobrevividores.

No les importó un carajo entonces el costo social y patrimonial de una política criminal porque medraban al calor de las viejas novísimas doctrinas liberales, porque ellos sobrevivían; no les importa ahora –en el fondo– el sentido profundo del gesto que significa comenzar a revertir un estado de cosas que ha naturalizado la entrega patrimonial. Siguen siendo sobrevividores.

En este momento, después del naufragio y sacando la cabeza del agua, cuando se intenta que haya botes para todos, por favor: víctimas y sobrevivientes, primero.

Los sobrevividores históricos, que hagan la plancha.

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