Vie 14.07.2006

CONTRATAPA

Ese monstruo de Gila

› Por Juan Sasturain

No sé qué habrá dicho Gila cuando se murió, entero y con más de ochenta hace exactamente cinco años, el 14 de julio del 2001, en Barcelona. El, que había hecho infinitos chistes de muertos en el cajón o en el cementerio bajo tierra, de muertos en guerra, de muertos en general, y de viudas, de asesinos y de verdugos, debe de haber vacilado en el minuto final, como uno de sus cejijuntos personajes a rayas frente al pelotón de fusilamiento. “¿Ahora qué pasa?”, lo apura el militar a cargo de la ejecución. “Nada –contesta la inminente víctima–. Que estoy pensando una frase final y no sé si decir ¡Ay, madre! o ¡Mira qué leche!”

La cuestión es que se murió pero es como si no. Ayer estábamos escuchando una cinta con sus monólogos en vivo –creo que el disco original se llamaba Historias de mí– y un amigo recordaba cuando, de pibe y en familia, allá por los sesenta, veían a ese gallego flaco y de gorra haciendo el número del teléfono en “Sábados Circulares” de Pipo Mancera: “¡Que se ponga...!”, etcétera. Todos se reían y el abuelo –un gallego, qué otra cosa iba a ser– repetía habitualmente con incredulidad y sin ironía alguna al terminar el sketch: “¿Y este hombre vive de hacer eso?”. Sí, claro que sí: Gila vivía del humor y es probable que el humor (negro, absurdo, absolutamente bestia, incorrecto, bien de gallego) lo haya salvado, le haya permitido vivir.

Su historia es simple, ejemplar. Miguel Gila Cuesta había nacido en 1919 en el madrileño barrio de Chamberí. Huérfano de padre, pobre de salida nomás, abandonó la escuela para trabajar desde chaval. Fue mecánico y fresador. Militante adolescente en las Juventudes Socialistas, al estallar la Guerra Civil se alistó como voluntario –junio de 1936– en el Quinto Regimiento de Lister. En diciembre de 1938 fue capturado e internado hasta mayo del año siguiente en un campo de prisioneros donde coincidió con Miguel Hernández. Lo pasearon después por varios penales e hizo cuatro años de servicio militar...

Siempre había dibujado, de chico. En 1942 apareció La Codorniz, que dirigía Miguel Mihura. Mandó un chiste –uno lo ve y se acuerda de Landrú, de Oski, que empezaban también por entonces, pero acá– y se lo publicaron: un soldado de rostro y gesto primitivo dice ante su superior: “Mi capitán, se me ha roto el caballo”. Y trae la cabeza y parte del cuello bajo el brazo; el resto está parado, atrás... Una barbaridad, nada que ver con nada. O sí: la añeja negrura española, algo que viene de Goya, de más atrás. Ese costumbrismo feroz, virado al humor negro y absurdo que jamás lo abandonará, será su registro, marca de fábrica y también sello identificatorio de muchos de sus coetáneos y sucesores: de Chumy Chúmez, Perich, Summers hasta Ops o el Forges... Para no hablar de Azcona y Cía. en el cine.

Después Gila colaboró semanalmente en Don José, en Hermano Lobo, hasta que a principios de los cincuenta –sin dejar de dibujar nunca– saltó al teatro como un espontáneo, improvisando un monólogo sobre su experiencia como voluntario en una guerra. Y arrasó. A partir de ahí trabajó en radio y en el escenario con ese material de su invención, sus monólogos seudoautobiográficos, sus increíbles charlas telefónicas con la voz de un solo lado, al estilo de La voz humana de Cocteau. Tuvo un éxito terrible, vendió discos y discos, hizo películas, se convirtió en un cómico famoso. Después, las giras por Latinoamérica que ante la presión e incomodidad del régimen franquista derivaron en exilio. Trabajó y vivió en México, también en Cuba y en todas partes. Hasta que en la segunda mitad de los sesenta recaló en la Argentina, convirtió a Buenos Aires en su lugar de anclaje. Y se quedó muchos años.

En 1972, Ediciones Sunda publicó su único libro acá: Gila y su gente, en el que juntaba chistes de curas, de pobres, de militares, de verdugos, un par de monólogos –“Historia de un militar contada por su huerfanito” y “Recuerdos de mi infancia”– y ciertos “Pensamientos para no pensar”:”Para saber si una tortuga es macho o hembra se le hacen cosquillas en la panza; si se pone contento es macho y si se pone contenta es hembra”. A la muerte de Franco volvió a publicar allá –hay un lindísimo libro del ’75, Libro de quejas– y fue de gira después de tanto tiempo, en 1977. Volvió a su patria definitivamente recién en 1985. Tenía 66 años.

En Internet se pueden encontrar estos datos y muchos más. Sobre todo, los libros que publicó en los noventa e incluso los que salieron después de su muerte: Cuentos para dormir mejor, del mismísimo 2001, por ejemplo. Pero para el que quiera tener una imagen más completa de este gallego de gorra sempiterna que decía “¡Que se ponga!” al teléfono y contaba la guerra en clave de siniestro absurdo, acaso le convenga conseguirse un volumen chico, de 1976, editado por Planeta de España en su colección Fábula, que se llama simple, modestamente, Un poco de nada.

Desde la tapa nomás, un Gila de mirada melancólica avisa del tono. Esas memorias de a pantallazos –que de eso se trata– son por lo menos dos cosas: un documento crudo e imperdible y la revelación de un notable narrador. Gila, un verdadero monstruo.

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