Dom 02.07.2006

DEPORTES  › TRISTEZA, DUELO Y PENAS MUNDIALISTAS

La depre de estar afuera

El bajón fue visible en calles, plazas y cafés: un país de caras largas, un viernes de silencio, muchos que no pudieron contener las lágrimas. Cuatro opiniones que comparten el luto, lo acotan y hasta tratan de explicarlo.

GERMAN GARCIA.

¿Qué perdió cuando Argentina perdió el Mundial?

No perdió el placer de la jugada bien hecha ni la admiración por la destreza de algunos jugadores ni el júbilo del gol imprevisto ni la contrariedad de la ocasión que se perdió ni la alegría de confundirse en una unanimidad sin conflictos, sin diferencias de ninguna clase. Todo eso le ocurrió más de una vez en cada partido.

Decir que perdió el Mundial porque se perdió el Mundial no dice qué perdió cada uno. Cuando pierdo un objeto sin valor económico, que tiene, como se dice, un valor “afectivo” para mí, estoy seguro de haber perdido algo que no tiene precio.

¿Qué es lo que no tiene precio cuando una selección se consagra como la mejor del mundo, al menos en este campeonato? Se puede responder como Darwin: la diversidad de una población representada por una selección producida entre sus miembros quiere hacer reconocer la superioridad de sus aptitudes. Perder es, en ese momento, quedarse sin la ilusión de esa superioridad, es convertirse en objeto de burla para los rivales, es descubrir que no había más que el conjunto de emociones experimentadas durante el juego mismo. Y descubrir, también, que en tanto uno sólo vio jugar sus emociones son secundarias porque surgieron de una inmersión pasiva en el universo del juego.

Así, en un instante, se vuelve a la realidad de cada uno; ya no hay mundo ni mejores del mundo. Era un juego. Existe la experiencia de ese juego, existen las emociones que provoca ver diferentes avatares de ese juego (como en el cine, el teatro, la lectura de ficción), pero no hay nada más. No se aprende a jugar, como no se aprende a hacer cine, ni a ser actor o escritor. El sentimiento de realización personal que produce ganar, la tristeza de perder, es también una experiencia que se suma al juego como un plus: la suerte es merecida y la desgracia también. Ganar no sólo muestra que uno es el mejor, también muestra que es bueno y que se lo merece. Perder, mejor no hablemos: nadie cree en los campeones morales cuando juega con las reglas de una moral del éxito.

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MEMPO GIARDINELLI.

Un duelo chiquito, muchachos

Fue hermoso mientras duró. Qué duda cabe. Todos hermanados en una esperanza bien fundada, aferrados a la ilusión que nos daba una Selección bien trabajada y que pintaba para demostrar que –por lo menos en el fútbol– podemos ser los mejores del mundo.

Y quizá lo somos, porque ni Alemania ni la mediocre Italia han mostrado tener mejor equipo ni mejor fútbol que nosotros.

Pero claro, de entre ellos saldrá el campeón del mundo. Está cantado, y los árbitros parecen tener instrucciones precisas para lograrlo. Disimuladito, claro, pero sin fisuras.

Así que fue lindo y eso es lo que tenemos que celebrar. Duró poco, pero no tan poco. Veinte días de ilusión no es moco’e pavo. Y punto. Estuvo bueno, no corresponde un gran duelo. Mejor un duelo chiquito. Que ahí están los indígenas chaqueños fregados como siempre, ahí están los superpoderes, los celulares abusándonos a todos, el gobernador de Misiones con su reelección eterna como Gildo en Formosa, medio país lleno de pistas de aterrizaje clandestinas y encima se murió un joven talentoso como Fabián Bielinsky.

Hay tantos pero tantos duelos más justificables, tantos dolores profundos que nos sigue brindando este país, que hacer mucho drama por una eliminación futbolera resultaría hasta inmoral, ¿no?

Uno entiende que Ayala y Cambiasso se han de sentir como la mona, claro, y también el Pato que no tuvo ocasión de atajar ni un penal, en fin, pero los queremos igual a todos porque dieron todo. Jugaron bien y como queremos: con alma, huevos y sudor. Y encima se mostraron tan educados, sobrios y modestos que ni parecían argentinos. Una delicia, eso. Méritos inculcados por José Pekerman, seguro, un tipazo que le cambió el rostro, el tono y ciertos históricos gestos idiotas a la Selección Argentina.

De manera que duelo sí, claro, pero chiquito, vamos. Que la Argentina sigue con el 40 por ciento de su población en la pobreza y la indigencia, y nada indica seria ni consistentemente que se vaya a cambiar la pésima distribución de la riqueza con equidad y justicia. Y es claro que está muy bien, y hay que aplaudir, ciertas políticas K que muchos esperábamos desde hace décadas. Bien los derechos humanos, la educación, la cultura, la política de defensa, algunos logros en salud, bravo por todo eso. Pero falta tanto, tanto, y dan tanta bronca ciertos abusos del poder, que los duelos grandes siguen, todos, en pie. Se llaman hambre; chicos explotados y abusados y abandonados; un desempleo feroz que se pretende achicar dibujando que los jefes y jefas de hogar son laburantes, y un sistema fiscal que sigue haciendo pagar impuestos a los más pobres mientras los ricos, los chorros y los grandes evasores hacen congresos sobre políticas económicas y se preparan para la próxima temporada en Punta del Este.

Perdimos una clasificación que estaba al alcance de la mano y que merecimos mucho más que Italia o que Brasil. Sólo eso perdimos, ni siquiera un partido porque la Selección terminó el Mundial invicta. Y ninguna otra jugó mejor al fútbol que la nuestra.

Podemos sentir un genuino orgullo por todo eso. Tuvimos alegría e ilusión por veinte días. Y el viernes fue un día triste.

Pero lloremos por todo lo otro. Por esta eliminación, digo yo, apenas un duelo chiquito.

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SILVIA BLEICHMAR.

Miradas e intereses

Dicen algunos teólogos que cuando Dios mira para otro lado, cuando no ve o hace la vista gorda, la ausencia que deja su mirada abre el espacio para el eclipse de la potencia creadora de la vida. A veces Dios queda ciego por épocas enteras, o muere, como se dijo después de Auschwitz y Dachau. Sin embargo, siempre presto a resucitar con la esperanza, los seres humanos seguimos apostando a que el bien triunfe, que los justos sean premiados, que el esfuerzo encuentre compensación y que la inmoralidad encuentre castigo.

Por supuesto, hemos aprendido que la mirada humana reemplaza a la divina, y que el secreto está en no hacer nosotros mismos la vista gorda ante la carencia que precipita el sufrimiento. Si un niño tiene hambre no corresponde esperar que coma por milagro, y no ver su esqueleto es de alguna manera ser cómplices del mal, de la violencia que lo margina, de la desprotección a la cual se lo condena.

Del mismo modo esperamos que alguien, cuando tiene poder de decisión, vea lo que vemos, y realice las acciones pertinentes para ofrecer justicia, para subsanar la falta o el exceso que nos lleva al sufrimiento o que es producido en el otro humano.

Eso es lo que esperamos de la ley y sus ejecutores. Que su ceguera sea respecto al sujeto de la acción y no a la acción misma.

Por eso estamos desolados. Y nuestra desolación no implica la disminución de la autoestima. Porque la peleamos bien, y cuando nuestros muchachos cantaron el himno, con emoción acompañada sentimos, bien o mal, exageradamente o no, desde un patriotismo visceral, que eran un destacamento paradigmático de la batalla por la dignidad nacional, por la recuperación del respeto del mundo.

Y sabíamos que teníamos árbitros arbitrarios y no sólo un equipo de fútbol como opositor sino una maquinaria económica para la cual sólo contábamos con nuestro talento y decisión. Y lo demostramos todo el partido, y hasta llegamos a esperanzarnos con el triunfo. Pero Dios, o el árbitro, miraron para otro lado. Hasta el penal no cobrado y la inversión de tarjeta amarilla con la cual fuimos verdugueados, y el saludo cómplice con el cual un jugador del equipo oponente agradeció la truchada.

Y estamos desolados, pero enteros, porque hicimos más que lo posible. Y si hay algún error no alcanza para justificar la derrota, porque derrota en serio no tenemos. Perdimos un partido que debimos haber ganado: por precisión, por espíritu de trabajo, por superioridad técnica, por capacidad de resolución. La derrota es otra cosa: es devastación moral, puesta en tela de juicio de todas las certezas previas, sensación humillante de haberse equivocado, arrasamiento de la esperanza, caída del sistema de representaciones que sostuvo la batalla.

Ni en la historia ni en el fútbol estamos derrotados. Perdimos y seguimos apostando porque sostenemos la convicción, en un lugar importante de nosotros mismos, que aunque nos hayamos equivocado muchas veces y nos hayan pasado por encima, aunque Dios haya mirado para otro lado y haya permitido que perdiéramos tantos partidos en los cuales no sólo sacrificamos ilusiones sino vidas valiosas, potencialidades y aspiraciones, estamos seguros de que, levantándonos tambaleantes por la resaca del día después, no estamos derrotados.

Y estamos profundamente tristes. Cambiasso no lloró solo en el banco, todos, de algún modo, manifiesta o silenciosamente, lo acompañamos. No es la primera vez que las lágrimas corren sobre las líneas azul y blancas que atraviesan la cara de la hinchada, que en este caso nos constituye como una unidad que algunos consideran falsamente armada. No es mi caso. Creo que nos merecemos, de todas las maneras posibles, este esfuerzo de recuperación de la dignidad y el orgullo que abarca desde ganar la mayoríade las becas Guggenheim hasta escribir libros que nos ponen en la mirada del mundo, producir diseño y producir a los mejores jugadores de básquet del mundo. Esfuerzo que nos hubiera permitido ganar este Mundial, o al menos ser abatidos por los mejores y no por la arbitrariedad de los intereses que lo rige.

El Mundial del ’86 no lo ganamos por “la mano de Dios”, sino por ese segundo gol maravilloso de Maradona que quedó en nuestras retinas y corazones para siempre. La mano de Dios es arbitrariedad y no podemos confiar en la mirada que la rige, ya que cuando los ojos se ciegan y se entelan las cataratas que dan cuenta de su envejecimiento sólo la mirada humana puede rescatarnos de la soledad e injusticia a la cual nos condena. Por eso estamos tan tristes. No sólo por la caída de la esperanza, sino por la devastación cotidiana que sufre el esfuerzo ante la impunidad que lo banaliza.

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HORACIO GONZALEZ.

La depresión exquisita

Sabemos que el que inventó el fútbol fue un émulo de Pascal (si no creemos en nada, mejor apostar igual, por si algo existiese) o de Nietzsche (de la voluntad de poderío podemos pasar de repente a resguardarnos en nuestra propia liviandad). Pero el que inventó la definición por penales, fue simplemente un sadomasoquista. Allí se condensa la esencia del fútbol de un modo paradojal. Por un lado lo decapita, lo resume muy mal en una única figura, en un rápido gesto sumario. Por otro, le da un dramatismo sin igual, lo coloca al borde definitivo de la injusticia, glorifica el azar como una forma del agravio y lo deja en manos del llanto o de la arbitrariedad.

Así pudimos ver a Buenos Aires el día que perdió Argentina. Había un oscuro penal intimista en nuestra confusa conciencia de hinchas. En momentos en que nadie puede estar cierto de la verdad de su propio llanto –el llanto como gran referí entre la vida y la muerte, una muerte, al menos, de la que siempre volvemos–, un error del Ratón Ayala o del Cuchu Cambiasso nos obliga a pensar en el destino de nuestros lamentos. La transmisión televisada ayuda, hecha como está de la mención de los pseudónimos totémicos de los jugadores (el ratón, el leoncito, el pulga) y de más planos que una publicidad filmada por Wim Wenders en La Boca.

Ya tendremos tiempo, a la tevé, de maldecirla. Pero esos primeros planos de rostros con gestos arquetípicos (el dolor, el festejo con o sin burla, el sollozo asombrado, el “yo no fui” más o menos astuto), esos ángulos revertidos que nunca habían formado parte de la mirada heredada del espectador deportivo, que no exigió transparencia total ni saberlo todo (pero si va ahora a la tribuna, se mira en la pantalla de transmisión simultánea), todo eso hace del fútbol un nuevo catálogo sentimental para miles de millones, del que no será fácil recuperarnos pero que aceptamos que nos envuelva incluso con su humorismo enturbiado (“¡tirá la pelota a la tribuna!”, exclamó u ordenó en vano Bilardo ante nosotros, la “teleaudiencia”, en uno de los penales alemanes).

Un nomenclatura de nuevos sentimientos morales ingresa entonces por obra del fútbol mundializado, fórmula que paraliza a más de la mitad de la muchedumbres, del planeta (¿exagero?), pero también la suspende como en una dialéctica estancada, bien atajada, para advertirnos que tenemos que pasar a limpio nuestros sentimientos, pero apenas ofreciéndonos una cartilla muy corta de posibilidades.

No puedo creer que Sorin me represente en una cancha, como dice una publicidad, que Riquelme sea un demiurgo inescrutable con su desamparada sonrisa de orfanato, que Messi nos asombre mirando el piso en el banco de suplentes como si el juego ofreciera sólo escombros. Y sin embargo, las imágenes de decenas de cámaras escrutan todo, tratando de sorber la última gota de lo que puede representarse o imaginarse sobre un destino colectivo. Por un momento, una extraña totalidad nos sobrevuela, renegamos de ella pero está ahí, interrogándonos.

Nos dice si por acaso nos molestaría el festejo colectivo, (¿atinaríamos por ventura a ser desalmados lectores sebrelianos?), si nos fastidian los colores argentinos convertidos en una cosmética de mejilla, aunque los viejos hinchas de antaño simplemente no la hubieran imaginado. Y nos dice también si estaríamos preparados para afinar el llanto, o el gemir silencioso como el que de inmediato recorrió, como una flecha apagada, los lugares argentinos congelados frente a pantallas gigantes puestas en bares y escuelas. ¡Condenada geografía! ¿Quién sería capaz ahí de estudiar el Rin o el cuadrilátero de Bohemia?

El fútbol pervive porque es una gran creación catártica, pues con lo poco que tuvieron de griegos, los ingleses lo inventaron. Viene envuelto en la depresión exquisita que todo pueblo debe saber sentir. Brasil aún siente el gol uruguayo en Maracaná, en 1950, donde los postes de aquel arco fueron exorcizados, considerados maderos del mal. Acompañamos absortos los tristes anatemas de los jugadores argentinos que no convirtieron el penal, pero nosotros comprendimos. No eran los responsables proféticos de un pifia siniestra.

En el balance de nuestra conciencia, dispuestos a la indulgencia inmediata, al festejo módico y sustituto, al reconocimiento de que perdieron con honor (secretamente, el fútbol es un juego de honor, a pesar de todo), nos tomamos un taxi para ir al trabajo o atravesar algunas cuadras lejanamente abatidos, probando una Buenos Aires que en los silencios sin euforia también debe aprovechar para analizar los vaivenes de su alma devota.

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