Vie 04.02.2011

EL MUNDO  › EL “CONTRAATAQUE” A CASCOTAZOS DE LOS OPOSITORES EN LA PLAZA

La batalla de las piedras

Llevaron camiones enteros con bolsas de piedras y se atrincheraron a su lado. El ejército puso dos tanques que separaran a los bandos pero fue inútil: la “batalla” no fue el mejor momento de la oposición.

› Por Robert Fisk *

Desde la plaza Tahrir, El Cairo

Desde la Casa de la Esquina se podía ver ayer la arrogancia y la locura en aquellos egipcios que querían librarse de su “presidente”. Era doloroso –lo es siempre cuando los “buenos” juegan a favor de sus enemigos– pero los jóvenes manifestantes pro-democracia en las barricadas de la plaza Tahrir organizaron cuidadosamente su batalla de El Cairo, trajeron camiones cargados de rocas, telefonearon pidiendo refuerzos y luego llevaron a los jóvenes de Hosni Murabak a los puentes levadizos detrás del Museo Egipcio. Quizá fue la anticipación ante la posibilidad de que el viejo se fuera hoy. Quizá fue en venganza por los ataques de los francotiradores y las bombas incendiarias de la noche anterior. Pero en lo que hace a los “héroes” de Egipto, esta no era su mejor hora.

La Casa de la Esquina, un edificio de fines del siglo XVIII con ornamentos de uvas y coronas de piedra labrada en la fachada y, en el frío y abandonado interior, una escalera de mármol rota, razgada tapicería en las paredes y pisos de madera, crujía bajo las bolsas y bolsas de piedras, todas prolijamente partidas en rectángulos para lanzarlas contra los malditos mubaraquitas. Era típico que nadie conociera la historia de esta elegante y triste casa antigua en la esquina de la calle Mahmoud Basounee y la plaza del mártir Abdul Menem Riad. Hasta le faltaba un escalón en el sombrío segundo piso con una caída de 10 metros que inmediatamente hacía recordar la escalera de “Raptado” de Stevenson, y su caída vertiginosa iluminada por los relámpagos. Pero de sus desmoronados balcones yo pude ver ayer la batalla de las piedras y los valientes y patéticos intentos del ejército egipcio de contener esta miniatura de guerra civil, que precede otro día de oraciones y furia y –así lo creen alegremente los manifestantes– las últimas horas de su maldito dictador.

Los soldados maniobraron a través del campo de rocas en la carretera abajo, tratando de posicionar dos tanques Abrams entre los ejércitos de tiradores de piedras, cuatro soldados moviendo sus manos por encima de sus cabezas –en Egipto una señal callejera para “cese el fuego”–.

Fue patético. El ejército necesitaba 4000 soldados para detener la batalla. Sólo tenía dos tripulaciones de tanques, un oficial y cuatro soldados. Y a las fuerzas de la democracia –debemos introducir un poco de cinismo aquí– no les importaba nada la paciencia de los soldados que habían tratado de atraer. Formaron falanges a la largo del camino afuera del Museo Egipcio, cada uno sosteniendo un escudo de hierro corrugado, muchos de ellos gritando “Dios es grande”, una parodia de cada legión romana de Hollywood, remeras en lugar de petos, palos y los bastones nocturnos de los odiados policías de Mubarak en lugar de espadas. Afuera de la Casa de la Esquina –alegremente diciéndome que pertenecía a cualquiera– estaba parado un hombre (créanme lectores) sosteniendo un tridente de acero de dos metros y medio de alto. “Soy el diablo”, me gritó. Esto fue casi tan grotesco como el ataque a caballo y camello de los mubaraquitas el miércoles.

Cinco soldados de otra unidad tomaron una bandeja de cócteles Molotov de la casa de al lado –las botellas de Pepsi eran claramente la elección de los contendores– pero eso era toda la operación militar para desarmar a esta pequeña milicia de la libertad. “Mubarak se irá mañana”, gritaban y luego, entre los dos tanques, a sus enemigos a 15 metros de distancia: “Tu viejo se va mañana”. Habían sido alentados por todas las historias comunes: que Barack Obama había llamado por fin a Mubarak, que el ejército egipcio –que recibe una ayuda anual de 1300 millones de dólares– estaba cansado de ser humillado por el presidente, enfurecido por la catástrofe que había desatado Mubarak en su país por apenas nueve meses más en el poder.

Esto puede ser verdad. Los amigos egipcios con familiares entre el cuerpo de oficiales me dicen que están desesperados por que Mubarak se vaya, aunque más no sea para evitar que emita más órdenes a los militares de abrir fuego contra los manifestantes. Pero ayer eran los opositores a Mubarak los que abrieron “fuego”, y lo hicieron con los ahora familiares golpes de piedras. Se estrellaban contra los hombres de Mubarak (y algunas mujeres) sobre el voladizo, rebotaban sobre los techos de los tanques. Miré transitar a sus enemigos –sólo a unos pocos– por los caminos, las rocas estrellándose a su alrededor, alzando los brazos sobre sus cabezas en señal de paz. Era inútil.

Para cuando bajé de esa peligrosa escalera, un imán musulmán aislado con un turbante blanco, un largo traje rojo y una increíblemente –distinguida sería la palabra apropiada– prolija barba blanca, apareció en medio de las piedras. Sostenía una especie de látigo y lo usaba contra los manifestantes. El tampoco cedía terreno mientras las piedras golpeaban a su alrededor. Era uno de los que quería liberarse de su presidente, pero él también quería finalizar el ataque. Un joven manifestante recibió un golpe en la cabeza y cayó al suelo.

De manera que me dirigí hacia los dos tanques, ocultándome detrás de uno de ellos mientras giraba su cañón 360 grados, un interesante –aunque inútil– intento de mostrar a ambos bandos que el ejército era neutral. Las grandes máquinas lanzaban arena y estiércol a los ojos de los lanzadores de piedras. Y luego un oficial saltó desde la torrecilla de un tanque y se paró con el imán y también movió sus brazos sobre su cabeza. Las piedras todavía sonaban sobre los carteles de la carretera en el voladizo (doble a la izquierda para Giza) pero varios hombres de mediana edad estiraron sus brazos y se tocaron las manos y se ofrecieron cigarrillos.

No durante mucho tiempo, por supuesto. Detrás de ellos, en la plaza llamada Tahrir, había hombres durmiendo detrás de las ventilaciones de cemento del metro, o en el pasto o en las escalinatas de los negocios cerrados. Muchos tenían vendas alrededor de sus cabezas y brazos. Estas heridas serán sus condecoraciones de heroísmo en los años venideros, prueba de que lucharon en la “resistencia”, que pelearon contra la dictadura. Sin embargo no encontré a nadie que supiera por qué esta plaza era tan preciada para ellos.

La verdad es tan simbólica como importante. Fue Haussmann, traído a Egipto por Ismail durante el reinado otomano, quien construyó al plaza como una estrella equiparable a su equivalente francesa de L’Etoile. Cada calle irradia como una estrella. Era en el lado del Nilo de la plaza Ismailia –donde el antiguo Hilton está en reparaciones– que los británicos más tarde construyeron sus vastas barracas militares de Qasr el Nil. Del otro lado de la calle está todavía el edificio pseudobarroco en el que el rey Farouk tenía su Cancillería, una institución que seguía fielmente las órdenes británicas.

Y toda la plaza enfrente a ellos, desde el jardín del Museo Egipcio a la residencia junto al Nilo del embajador británico, estaba prohibida a los egipcios. Este gran espacio, hoy el área de la plaza Tahrir, constituía la zona prohibida, el centro de El Cairo que su gente no podía pisar. Por lo tanto después de su independencia se convirtió en plaza “Libertad” “Tahrir”, y es por eso que Mubarak trató de preservarla y por eso los que lo quieren derrocar se quieren quedar ahí, aunque no sepan por qué.

En cuanto a la Casa de la Esquina, bueno, la calle Mahmoud Basounee lleva el nombre del poeta egipcio. Y el cartel golpeado por las piedras el del mártir Abdul Menem Riad, un hombre cuyo espíritu seguramente está vigilando a los dos tanques bajo el voladizo. Riad comandaba el ejército jordano en la Guerra de los Seis Días y fue muerto por un ataque de morteros israelí dos años más tarde. Era el jefe del Estado Mayor del ejército egipcio.

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
Traducción: Celita Doyhambéhère.

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