Dom 02.01.2005

EL PAíS  › OPINION

El agua, el fuego, el menemismo

› Por Leonardo Moledo

Es difícil que este fin de año se olvide así como así. El tsunami del sudeste asiático y sus más de cien mil muertos estremecieron de horror a todo el planeta; el incendio del 30 de diciembre en República Cromañón, y sus más de 175 muertos, repercutió también en el mundo entero y esta vez no se trató de un desastre de la naturaleza sino de la naturaleza humana. En el caso del tsunami, no hay nadie a quién culpar. En el caso local, de la nube de causas que concurrieron, no hay una sola que no pueda rastrearse hasta actores concretos.
Y hay tantas cosas incomprensibles... se estaba haciendo un recital en un lugar bailable, esto es, no apto para eso; no había suficientes matafuegos y sin embargo el lugar estaba habilitado (lo que suele contarse es que, cuando llegan las inspecciones, los matafuegos aparecen en su lugar, y luego son descolgados); el techo estaba cubierto por una media sombra violentamente inflamable; sabiéndolo, y sabiendo que arrojar bengalas es común en recitales de este tipo, alguien permitió que se realizara el recital; uno de los músicos pidió, específicamente, que no se arrojaran bengalas debido al peligro de que estallara un incendio y a pesar de ese pedido o advertencia, alguien encendió una bengala y el techo ardió en instantes; cuando la gente empezó a huir, las puertas de emergencia estaban cerradas con cadenas, presumiblemente para que nadie entrara sin pagar, lo cual recuerda el desastre de Asunción cuando, para que nadie pudiera irse sin pagar, alguien ordenó cerrar las puertas.
¿Por qué alguien tiró una bengala? ¿Por qué alguien tiró una bengala después de que uno de los ídolos pidió que no se hiciera y advirtiera del peligro? Puede ser que el sentido de la bengala sea, con esa luz fugaz, salir por unos instantes, como la bengala, de la oscuridad, frente a la luz enceguecedora de los ídolos, ser mirado por los dioses del éxito, única manera de acceder a la existencia, que en este caso significó muerte. En una sociedad de masas espectadoras, sentadas frente a una pantalla que sólo muestra el autismo colectivo de la farándula televisiva, el contacto visual es una oportunidad de jugarse hasta el límite, es una posibilidad de existir. Y cuando estalló la tragedia y quisieron huir, se encontraron con normas quebradas y puertas cerradas, se dieron de frente con el desprecio por la vida, especialmente cuando tiene poco valor de mercado.
Gente joven toda, 18, 20, 22 años, y sus hijos, a veces bebés, que aparecieron asfixiados en los baños. Gente nacida o crecida bajo el menemismo, que absorbió los valores de la trivialidad y el anonimato ante los ídolos, de la revista Caras, que pudo percibir de qué manera la sociedad se estructuraba como un conjunto de espectadores que miraban de qué manera algunos se enriquecían, mostraban sus casas y jugaban al golf rompiendo todas las normas, espectadores de la fiesta mientras alrededor la sociedad se derrumbaba, comedores de las migajas que caían del remate fabuloso de la riqueza social y nacional, que sólo necesitaban ser mirados por la aristocracia del dinero y la televisión para ser tocados por la varita del éxito y el triunfo.
El mensaje menemista: tiren una bengala, no les importen las normas, sean mirados como sea y tal vez los llamemos a la fiesta, repetido una y otra vez en la nueva década infame, actúa aún hoy –y seguirá operando– en el inconsciente o la conciencia de quienes se vieron expuestos, del mismo modo que las quemaduras persisten en quienes se vieron expuestos al fuego, o la asfixia en quienes aspiraron los gases.
La fiesta de Callejeros, como la fiesta menemista, terminó en el desastre.

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