Dom 17.04.2005

EL PAíS  › OPINION

Una nueva forma de animarse

Por Mario Wainfeld

Víctimas, como sus padres, del terrorismo de Estado los jóvenes de H.I.J.O.S. comenzaron a militar en el epílogo de su adolescencia. Cualquiera que la haya transitado sabe que no es esa una etapa en la que se idolatra a los padres, precisamente. Los (entonces) pibes que formaban la agrupación se hicieron cargo de un relato que proclamaba que sus padres eran casi dioses, un modo de ver las cosas que suele acontecer en (y concluir con) la infancia.
El respeto por el compromiso, por la rebeldía, por el sacrificio devino (derivación dialéctica de la discusión pública, de la necesaria reivindicación, de la lucha por la verdad y la Justicia) en una síntesis quizá demasiado pesada para sobrellevar. “Lo que se hizo fue irrepetible, inmejorable, insuperable” es un mensaje confortante para los que compartieron la gesta, pero también un techo inalcanzable, una carga difícil de sobrellevar para los que llegaron luego.
A lo largo de su militancia, que coincide con su tránsito a la madurez, los integrantes de H.I.J.O.S. reelaboraron su lectura de la historia y recompusieron su biografía. Conocieron más de la saga personal de sus viejos y, tamizada por su propia vivencia militante, comprendieron más la de los ‘70. Pudieron criticar alguno de sus ángulos (el militarismo, la falta de horizontalidad) sin desmerecerla. La reconstrucción de su propia identidad personal y política (que se fue urdiendo con su maduración biológica y social) los va llevando a conclusiones más ricas, más constructivas, más complejas y por ende más aptas para construir su propia praxis.
En Operación Masacre, Rodolfo Walsh cuenta: “encuentro un hombre que se anima. Temblando y sudando porque él tampoco es un héroe de película sino simplemente un hombre que se anima y eso es más que un héroe de película”. Las mujeres y los hombres que militaron en los ‘70, en muchos casos ofrendando sus vidas, se animaron (vaya si lo hicieron) pero no eran héroes de película. Los militantes de H.I.J.O.S. lo han internalizado, y ese es un buen legado. Un mandato que cada uno puede cumplir con sus códigos, a su manera.
Mucho le debe la democracia argentina a los organismos de derechos humanos, incluido H.I.J.O.S. El escrache redondea, en términos discursivos y temporales, la procura de verdad y Justicia. Si no hay Justicia, otra generación sale a la calle con su estilo, con su tono de época, con su música, sus modos de poner el cuerpo.
Las víctimas de la dictadura (los deudos lo son) supieron procesar su dolor (algo personal, individual, en ese sentido intransferible) en un aporte a la sociedad. El dolor congela en el pasado. El discurso de las víctimas, empero, se politiza, interpela a otros, exige compromiso presente para construir el futuro. “Lo que yo sufro es intransmisible. Lo que me pasó a mí, te puede pasar a vos, si no hay cambios” le dicen, en surtidos formatos, gentes de distintas edades. La prédica de los militantes de derechos humanos ha prendido mucho en los últimos diez años y es todo un dato que sean las Abuelas y los H.I.J.O.S. los que han dado más en esa tecla.
Con un nivel de elaboración inusual en la mayoría de las fuerzas políticas actuales, las mujeres y hombres de H.I.J.O.S. llevan algo así como un tercio de su vida militando. Construyeron una identidad, propia, generacional como también fue la lucha de sus padres. Los que fueron pibes, en la mayoría de los casos, han alcanzado o superado la última edad de sus viejos. Tienen mucho (y nuevo) por decir. Quienes seguimos vivos, y nos estremecemos al ver ciertos parecidos entre ellos y los que ya no están, haríamos muy bien en escucharlos con atención.

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