Jue 20.07.2006

PSICOLOGíA  › A PARTIR DE UN EPISODIO BAJO EL NAZISMO

“Convertirse en verdugo”

El caso del oficial nazi que dejó a sus hombres en libertad para abstenerse de masacrar –masacraron igual, y despreciaron al jefe– plantea la cuestión de un Otro “que libera al sujeto de la responsabilidad por sus actos” y con quien se forja “una complicidad en el goce”.

› Por Osvaldo M. Couso *

En Página/12, el 11 de septiembre de 1996, un artículo de Juan Gelman toma un fragmento de The Path to Genocide, de Christopher R. Browning (Cambridge, University Press, 1992). El texto se refiere a los asesinatos en masa que llevaron a cabo los nazis en Polonia, durante la Segunda Guerra Mundial. Esos asesinatos eran realizados especialmente por los batallones de la Policía del Orden, en los que se habían enrolado muchos civiles alemanes para evitar ser enviados al frente de batalla. La historia que relata Browning se refiere al Batallón de Policía de Reserva 101, ubicado en Lublín. El jefe del Batallón, mayor Wilhelm Trapp –un hombre que no había sido aceptado en las SS–, había recibido órdenes de tomar prisioneros a todos los judíos del pueblo de Josefów, seleccionar los hombres más fuertes para enviarlos a los campos de trabajo y fusilar al resto, esencialmente mujeres, niños y ancianos. Pero tuvo una actitud poco común: ofreció a sus hombres que quien no se sintiera con fuerza para realizar los fusilamientos, podía no hacerlo. Sucedió que sólo unos pocos no lo hicieron: la gran mayoría cumplió la tarea. Dice el texto que “Trapp no sufrió represalia alguna por su actitud, aunque sí el desprecio de sus hombres, que se sintieron solos de él. Aun así, asesinaron a lo largo de un día entero”.

Efectivamente, lo que se espera del jefe –es decir, el punto en que la demanda del sujeto se anuda con la del Otro– es que se haga cargo de aquello que resulta insoportable, que libere al sujeto de la responsabilidad por sus actos. En ese sentido, Trapp decepcionó a sus tropas.

Esos hombres que antes de la guerra eran empleados, obreros, muchos de ellos sindicalistas, y hasta socialistas, asesinaron a todo un pueblo de ancianos, mujeres y niños indefensos. Gelman se pregunta: “¿Qué los llevó a convertirse en verdugos? No, por lo visto, la obediencia debida. ¿Qué elección habrán hecho en su conciencia cuando empezaron a matar? ¿Cuáles fueron las razones de esa elección? ¿Unicamente el antisemitismo? ¿El ejercicio del poder de vida o muerte? ¿La maldad personal que la institución permite desatar?”.

El texto de Browning cuenta que, veinticinco años después de los hechos, se entrevistó a quienes los habían protagonizado: la mayoría se justificó diciendo que cumplían órdenes, y, cuando fueron confrentados con el ofrecimiento del mayor Trapp, dijeron no recordarlo.

La orden de matar es una potencia que, empujando ciegamente al sujeto, genera un proceso que se puede concebir como de des-subjetivación: propicia el achatamiento del sujeto, su reducción a objeto, a instrumento utilizable por el Otro para su propio goce. Pero tal mandato es sólo una cara. El propio sujeto participa: quiere creer que hay un Otro que sabe lo que él necesita; un Otro en cuyas manos el sujeto declina, entrega su subjetividad misma; un Otro que el sujeto construye como indestructible.

La combinación de ambos factores permite a los triunfadores seguir triunfando; hace que el neurótico pida alguien que lo someta, porque al ser sometido se tranquiliza: ha encontrado alguien que es fuerte, y el hecho mismo de que lo someta viene a demostrarlo. Ha encontrado alguien a quien entregar su destino.

Uno de los gobernados por un patriarca de ficción –en El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez– lo expresa así: “Lo único que nos daba seguridad sobre la tierra era la certidumbre de que él estaba ahí, invulnerable a la peste y al ciclón (...) invulnerable al tiempo, consagrado a la dicha mesiánica de pensar para nosotros, sabiendo que nosotros sabíamos que él no había de tomar por nosotros ninguna determinación que no tuviera nuestra medida (...) porque era el único de nosotros que conocía el tamaño real de nuestro destino”.

Freud, en Psicología de las masas y análisis del yo, refiriéndose a la hipnosis, decía que “el hipnotizado da, con respecto al hipnotizador, las mismas pruebas de humilde sumisión, docilidad y ausencia de crítica que el enamorado con respecto al objeto de su amor”. Tanto es así que el objeto, ubicado en el Ideal, hace que “el yo experimente, como en un sueño, todo lo que el hipnotizador exige y afirma (...) en un abandono amoroso total”. Freud concluye entonces que ese objeto “ha devorado al yo”.

El padre que empuja al goce promete el programa del placer, el bienestar, el progreso, el éxito. Produce la ilusión de que siguiéndolo, apoyándolo, sosteniéndolo, el sujeto tendrá un lugar, tendrá una participación en el triunfo y el goce que ese padre alcanza. Tal la complicidad, el engaño mutuo, que articulan un empuje que viene del padre y una sumisión que asume el hijo.

Esta complicidad es la que el mayor Trapp rompe cuando da a elegir entre matar y no matar, presionando en el sentido de que cada uno se haga cargo de su acto. Esta presión es insoportable, de allí que los soldados “olvidaran” la propuesta del mayor, que rompe la complicidad fantasmática antes apuntada. Para que el fantasma se sostuviera, era imprescindible querer creer que las circunstancias impedían toda otra posibilidad, asegurarse de que el goce horroroso al que se entregaban les era ordenado sin alternativa.

En la circularidad de las relaciones del sujeto y el Otro, el sujeto ubica un “tú”, una segunda persona que encarna para él diferentes aspectos del Otro. Hacia él dirige sus demandas –como si las hiciera llegar al Otro– y desde él recibe respuestas –como si le llegaran desde el Otro–. De tal articulación entre las demandas y sus respuestas depende el rumbo del proceso: la propuesta del mayor Trapp fue disruptiva de la posibilidad de establecer, por articulación fantasmática, una complicidad en el goce.

En definitiva, se pueden postular dos articuladores esenciales del empuje al goce: des-subjetivación y coalescencia fantasmática.

* Fragmento de un trabajo publicado en la revista Psicoanálisis y el Hospital, Nº 29, “Empuje a la perversión”.

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