SOCIEDAD › EL DISCRETO ENCANTO DE LAS PLAYAS DEL SUR
Centenares de turistas transitan a diario la lenta caravana desde el centro hasta después del faro, donde las playas se distinguen sobre todo porque hasta allí se llega en auto.
› Por Soledad Vallejos
“Hay que tener bolsillos de payaso”, dice Alberto, un taxista marplatense que aunque piense y repiense no le encuentra la vuelta al gusto de algunos por las playas del sur. “Qué sé yo qué les ven”, insiste, poco antes de enumerar lo que, para él, son no-razones de asistencia: no se encuentran tantas carpas, ni ofertas de alquiler de reposeras, tampoco de sombrillas, como en las del centro. “Lo único, que tienen deportes, vio, mucho paddle y por eso son más caras. Con un bolsillo cualquiera no se puede.” Y, sin embargo, al mediodía, después de pasar la caravana de autos que avanza por la costanera a paso de camello, llegar a la zona del Faro es descubrir de todo menos arena despejada. Por lo menos hasta que el comienzo de la tarde trajo decenas, cientos de nubes, tantas que convirtieron un cielo turquesa radiante en un manto blanco perlado, el viento remontó y parecían comenzar a cumplirse los presagios de una tormenta memorable. Aún lejos del centro de la ciudad, y mientras sombrillas y sillas van desapareciendo a regañadientes, los comerciantes que conocen las arenas dicen que todavía aquí tampoco han comenzado a verse billeteras como Poseidón manda, razón de más para insistir en el leit motiv de unos cuantos marplatenses que esperan al verano para trabajar fuertemente: todavía la temporada no ha comenzado.
“Acá, tirando”, resume Gladys, la rubia platino de labios flúo que habla con más pereza que dramatismo porque en realidad está despatarrada en una silla de plástico desde la que vigila sus puestos ambulantes. El mar está bravo, pero la playa está calma. A doce kilómetros de la peatonal San Martín, y como si todos los vendedores de la ciudad se hubieran puesto secretamente de acuerdo para ningunear las calles atestadas, las colas en los restaurantes, las toneladas de envases vacíos por todos lados, arremete: “La gente todavía no vino”.
Autos y camionetas señalan el camino de los balnearios más alejados, y en muchos casos son las únicas contraseñas posibles para zanjar la entrada, vedada para mortales peatones, como sucede en el portón de Nikki (alias Fortbeach), por hallarlos presumiblemente poco gastadores. Donde el Faro ni siquiera se divisa, grupos de chicas en edad de ir a bailar hacen rondas de mate y confidencias sobre la arena, con los omnipresentes celulares no a mano sino en las manos. Entre las carpas, sus madres, sus tías y hermanas mayores toman sol a resguardo del ventarrón que crece sin cesar, conversan sobre vacaciones ajenas. La música llega más fuerte que perezosa desde un chiringuito hecho de troncos y rodeado de chicos que miran a la barwoman. Cerca de la orilla, cientos de campeonatos de tejos van mudando sus canchas según los caprichos de la espuma del mar, cada vez más atrevida sobre la arena firme.
En los puestitos de Gladys corre el mate. “Lo que se venda, la gente compra”, explica Vero con la tranquilidad de quien ha vendido “a una señora de Santa Fe” sandalias de todos los colores (que son unos cuantos), “un par de cada uno, y salen 30 pesos”. Gladys no se asombra: el sur es diferente. “Viene otro tipo de gente. Tienen plata, otro tipo de vehículo. Es otro nivel.”
Las nubes, como el viento, se reproducen a una velocidad pasmosa, para alegría de los vendedores de choclos con manteca que por módicos 6 pesos entibian un rato el alma aterida de quienes no han salido con abrigo. Un poco más al norte, las arenas, que desde el sur parecían semi habitadas, comienzan a poblarse, al ritmo de la música que crece en volumen y oferta. “Doce días corridos de sol. Tenía que pasar”, dice comprensiva la vendedora de licuados frutales y daikiris, aunque sus clientes rezonguen y busquen consuelo entre los parlantes de una playa roquera y más ron para sus tragos (“le puse un montón”, “pero no le siento nada”). Algunos metros más allá, como atendiendo a la delimitación de un país invisible, la playa se llena asombrosamente de familias: madres, padres, hijos preadolescentes, todos con sus mantas, heladeritas y bolsas de supermercado. Detrás del Faro, están las piedras de la escollera y en el extremo, tres chicas no pueden callar grititos frenéticos y maravillados: un lobo marino solitario, curioso y simpático se sentó a metros de ellas. Se miran, se estudian, se mueven –poco– cada uno en su lugar. Entre otras pi edras, un grupito de niños incursiona, palita y balde en mano, en busca de almejas, al ritmo de los reggaetones que estallan en el bar a espaldas del Aquarium.
Alerta, de campera tan colorada como su piel, un guardavidas otea el horizonte sin distraerse un segundo: ve kite surfers, wind surfers, fanáticos de las motos de agua; de todo menos bañistas desprevenidos. Las nubes, cada vez más plomizas, más cercanas, vuelven coloradas las banderitas de los balnearios, mientras alguna sombrilla olvidada toma altura.
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