Vie 15.01.2010

SOCIEDAD  › EN MAR DEL PLATA, ENSEñAN SURF A CHICOS QUE VIVEN EN BARRIOS MARGINALES Y EN LAS CALLES

Una escuela para que hagan olas

En la costa norte de Mar del Plata, la Escuela Social de Surf “La nueva ola” enseña a chicos de los barrios Camet y La Dalia a surfear sobre las crestas de espuma. Son 34 varones y 6 chicas de entre 9 y 15 años, coordinados por cuatro profesores.

› Por Soledad Vallejos

Desde Mar del Plata

“Esto les hace creer que no están tan lejos”, dice Graciela, la asistente social en traje de baño, mientras hila anécdotas sobre los chicos y las chicas que ahora corren hacia la orilla en malón desatado. Allá, donde crecen las olas, otros cuatro niños todavía suben y bajan de las tablas alentados por los profesores del Sun Rider Surf Club. Es la costa norte de Mar del Plata, no hay paradores de grandes marcas, ni miles de personas ni oferta de carpas carísimas, tampoco música sonando en chiringuitos con tragos y licuados. Hay, en cambio, un mundo que empieza a las ocho y media de la mañana y termina a la hora del almuerzo: el de la Escuela Social de Surf “La nueva ola”. Idea nacida hace cinco años a la vera de lo que fue el Programa La Casita (que albergaba y daba contención a adolescentes sin hogar ni referentes familiares), es también el correlato veraniego de lo que pasa durante el año en el Club Atlético Estrada, donde chicos y chicas de Camet y Las Dalias practican deportes y aprenden que, aun cuando su vida cotidiana transcurra en barrios marginales, existen otras experiencias posibles para ellos. “A la tarde, cuando salen de acá –cuenta Graciela–, muchos se van a cartonear, pero los niños siguen siendo niños a pesar de eso.” Alrededor, algunos retobados porque hay viento y el agua está más fría que de costumbre (pero también porque van ganando), no dejarían el partido de voley ni bajo amenazas. Menos ahora, que ven llegar empapado y tiritando a otro de sus compañeros, de 10 años y piernas flaquitas, que se lanza aterido a la toalla y los brazos abiertos de Graciela en busca de consuelo instantáneo.

Vamos a la playa

Promedia la mañana, pero a unos metros de la playa, cruzando la avenida Félix U. Camet, la cocina entró en actividad. Una mujer, un hombre y una adolescente cortan verduras para el almuerzo de cuarenta chicos y sus docentes; no se interrumpen pero levantan la vista, sonrientes, cuando escuchan la voz de Luis María Ocampo llegando desde el salón de entrada. “¿Cómo sostenemos esto?”, repite la pregunta este hombre de barba blanca y ojos clarísimos apenas protegidos por los lentes. “Un poco con ayuda de los padres de una escuela privada y mucho con el aporte de voluntarios”, explica señalando la cocina durante un segundo, y un salón donde otras tres mujeres emprolijan los detalles de unos tableros de damas pintados por los chicos, al segundo siguiente. En unas semanas, Ocampo cumplirá dos años alejado del sacerdocio, una vida que comenzó en épocas de los curas tercermundistas y la Teología de la Liberación. Esos mismos nombres desde hace diez años orientan el trabajo del Centro de Estudios de Acción Social (CEAS, www.ceasmardelplata.org.ar), la ONG liderada por él y conformada por laicos que no casualmente reconoce como fecha oficial de inicio de sus actividades al 19 de mayo, aniversario del fallecimiento de De Nevares. Con esa estructura como base, él y otras personas que habían estado involucradas en el Programa La Casita, comenzaron a darle forma a un proyecto deportivo en el Club Atlético Estrada (http://clubatleticoestrada-1.blogspot.com), que actualmente involucra a unos 250 chicos de la zona más desprotegida de la ciudad.

Apropiarse de una actividad tan identificada con Mar del Plata, pero también tan identificada con sectores económicos acomodados aun cuando no siempre sea así (ver aparte), hace que con las horas de compartir y divertirse los chicos vayan teniendo confianza y hablen. Saben que “el código del barrio mata” y lo dicen, cuenta la trabajadora social, y por eso aquí “con naturalidad, jugando con su grupito, se cuentan sus historias de vida, las de sus familias, las de los obstáculos que encuentran”. No tienen menos de 9 ni más de 15 años; son 34 varones y solamente 6 chicas, quizás, especula Graciela, “porque ellos se acercaron más al club, pero a ellas les da más timidez, pero de a poco vienen. El año pasado eran cuatro nomás”. Temprano por la mañana, una combi pasa a buscarlos por sus casas, y al final de las actividades los lleva de regreso. A todos y todas quieren alejarlos de la calle, del trabajo, de la falta de escolarización (después del surf, hay talleres y apoyo escolar). Se reconoce a la legua quiénes asisten a “La nueva ola” (http://nuevaolasurf.blogspot.com) porque visten bermudas de todos los colores y “la lycra”, unas remeras amarillísimas donadas hace ya tanto tiempo que en las espaldas de algunas se desdibuja el auspicio de la leche chocolatada. C. tiene el pelo cortito y las mejillas coloradas le brillan bajo el sol como manzanas acarameladas. Para qué son las fotos, pregunta de repente, para qué gente desconocida está hablando con su “profe” Graciela, y Leopoldo, el hombre que además de aparecer en el verano con tablas e indumentaria para el surf, durante el resto del año les enseña música con el piano y unos teclados. Cuando escucha algo de un diario, el interés se desvanece y sale corriendo; en la orilla, sus amigos amagan con entrar al agua. Leopoldo Ciancaglini los mira animarse al mar y sonríe. “Va a sonar trillado, pero con poder cambiar la vida de uno de esos chicos ya me doy por hecho”, dice, y en esa definición va incluida su historia de haber sido uno de los primeros surfers marplatenses (lo que equivale a decir de Argentina) y también, desde 2005, el gestor de “La nueva ola”. Cree que es importante que los chicos puedan “tener un espacio distinto al de la experiencia de calle, porque muchos la tienen. Y no siempre les resulta fácil salir, o hacerse a un lado”.

Aguas del norte

D. vivía en la calle. Por cinco años, su casa fue la escalera del edificio Sacoa, pero un día quiso el azar que diera con el Programa La Casita, Ocampo, Ciancaglini, Graciela. Cambió la intemperie por el techo de ese pequeño condominio de casas de dos pisos que hace mucho tiempo fueron el showroom de una firma de prefabricadas canadienses, luego refugio de sesenta chicos de la calle, y ahora un proyecto a punto de mutar, cambio de leyes de minoridad mediante. Compartir el techo con una comunidad de chicas y chicos que venían de historias similares fue encontrar pares, y también darse otros códigos. Un día, en “La nueva ola”, descubrió también que era bueno surfeando. “Una empresa de indumentaria le donó el traje, conseguimos una tabla, lo empecé a llevar a Playa Grande y a torneos”, recuerda Ciancaglini. Con 16 años, D. tenía estilo y concentración, lo suficiente para iniciar una carrera profesional hasta poco antes impensable. “Una noche se metió en una pelea, en la calle. No está muy claro quién atacó a quién, pero sí que él estuvo en el medio. Nosotros tenemos reglas claras: acá los chicos pueden participar siempre y cuando no se involucren en esas cosas. Pero la experiencia de calle a veces es más fuerte”, recuerda Ciancaglini. En cinco días más, debían viajar para que D. participara de una competencia. “No fuimos. Y fue una pena, porque tenía condiciones.”

Cuarenta chicos es el máximo que pueden atender los dos instructores de Sun Rider y los dos coordinadores de playa (Graciela, la trabajadora social, es una de ellos), pero Ciancaglini sueña a veces con ampliar la experiencia en zona norte y, tal vez, replicarla en otras playas de la ciudad. El problema es el dinero, porque hasta ahora a duras penas se reúnen las donaciones necesarias para pagar los sueldos. Dice que con tener asegurados diez mil pesos harían maravillas, que no es fácil, que la indumentaria y las tablas también faltan. Se queja de que “nadie suelta un mango, eh” y sean, en cambio, siempre los mismos quienes aporten lo que falta. Pero si inclusive con tropiezos económicos hasta ahora ha funcionado, ¿por qué habría de dejar de hacerlo? “Vamos a seguir –agrega–. El norte también existe.”

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