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Domingo, 22 de junio de 2014

HISTORIA. PRECIOS CUIDADOS, DE RIVADAVIA A ROSAS

Consumo popular

En la década de 1820 la provincia de Buenos Aires sufrió una fuerte escasez de carne y pan, estableciéndose precios máximos como forma de detener la especulación y el encarecimiento de los alimentos de consumo popular. Una medida que implementaron, entre otros, Bernardino Rivadavia, Manuel Dorrego y Juan Manuel de Rosas.

 Por Antonio F. Galarza *

A principios de la década de 1820, en la recientemente formada provincia de Buenos Aires, el crecimiento de la producción ganadera comenzó a acelerarse, al ritmo de la demanda de ávidos mercados externos. El impacto sobre el consumo local de carne y pan –cuyos precios se hallaban en alza al menos desde 1817– se hizo sentir rápidamente, poniendo sobre el tapete un problema repetido en la historia de la región: una latente tensión social por una demanda externa de cueros y carnes saladas que presionaba sobre los precios de los alimentos consumidos por la población local.

Desde épocas coloniales el consumo de carne y pan había intentado ser protegido, con suerte variada, por el Cabildo de Buenos Aires a través de “tablas de aranceles”. Pero la gravedad de la situación a mediados de los años veinte –tiempos de la primera experiencia presidencial, con Rivadavia a la cabeza (1826-1827) y en medio de la guerra con el imperio del Brasil– se tradujo en un escenario hasta entonces impensado en la próspera economía bonaerense: por primera vez se produjo una fuerte escasez de pan y carne, con el consecuente aumento de precios.

El desabastecimiento porteño no era huérfano. El recurso a la emisión monetaria sin respaldo para solventar gastos bélicos por parte del gobierno de Rivadavia llevó a una fuerte depreciación de la moneda. El mercado de la carne se vio fuertemente afectado: en un contexto donde la faena de vacunos para exportar sus cueros o su carne salada parecía rendir mejores dividendos que vender reses para el abasto, los abastecedores –intermediarios– de carne de la ciudad y de los pueblos de la campaña redujeron las introducciones de ganado a los mercados, lo que resultó en la escasez de alimentos y la suba de precios. El problema se vinculaba directamente con la cuestión de hacia dónde se orientaría la producción ganadera de la novel provincia: si se priorizaba la demanda de carne local, o si la campaña se moldeaba a imagen y semejanza de las necesidades del comercio exterior, que arrojaba mayores beneficios.

Las autoridades respondieron con la implementación de precios límite, a fin de mantener el costo de los alimentos dentro de parámetros accesibles para la población. Sin embargo, inmerso en un escenario que prometía disturbios sociales por la falta de bienes de consumo cotidiano, Rivadavia finalmente cedió a las presiones especulativas y decretó la libertad de precios, que comenzaría a regir a partir del 1º de enero de 1828. La medida no llegó a implementarse: deteriorado por la guerra con el Brasil, el presidente renunció y se restableció la figura del gobernador de Buenos Aires, cargo que tras las elecciones de agosto de 1827 obtuvo Manuel Dorrego. El “padre de los pobres” reimplantó por decreto los precios límite, dejando en claro que la problemática situación era en buena medida alentada por la especulación, tal como lo sostuvo en 1828 su ministro de Gobierno, Juan Ramón Balcarce “las personas dedicadas a la matanza de ganados para el abasto del pueblo continúan en hacer una resistencia tenaz, con todos los visos de complotada, para proveer el mercado del ganado necesario al consumo”. La solución requirió, además, la revisión semestral de los aranceles y el compromiso de ingresos mínimos de ganado a los mercados, labor encomendada a una comisión integrada por representantes del gobierno, comercializadores y productores.

Más allá de los cambios de gobierno, hasta 1852 los precios límite se mantuvieron como la principal herramienta para evitar la suba del costo de los alimentos. En 1835 Juan Manuel de Rosas justificaba la continuidad de la regulación de precios, dado que “en el comercio de compra y venta de dichos artículos no hay –ni puede haber– esa igual libertad en los consumidores y los abastecedores que fija el justo precio de las cosas: estando aquellos obligados por necesidad a comprarlos a cualquier precio que se les pida, por exorbitante que sea, y pudiendo éstos dejar de venderlos toda vez que no se les dé el que pidan arbitrariamente...”.

Lo sucedido durante aquellas décadas muestra que el control de precios sólo se tornó efectivo cuando fue acompañado de una fuerte decisión gubernamental por hacer respetar los acuerdos de aranceles y de cantidades mínimas a suministrar, lo que implicaba controles cotidianos, así como negociaciones recurrentes con las partes involucradas. En contrapartida, cuando se limitaron a ser sólo una normativa en el papel, el mecanismo devino en fracaso. Lejos de ser una consecuencia “natural” del mercado, la escasez de alimentos resultaba de acciones deliberadas de sectores que presionaban por el alza de precios, tal como lo había señalado Manuel Dorrego: “Las causas son atribuibles en parte a agentes naturales y en parte son artificiales, y producidas por abusos que el celo de la autoridad puede y está obligado a remover...”.

* Investigador del Conicet y docente de la Universidad Nacional de Mar del Plata.

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