Dom 23.05.2004
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EL BAúL DE MANUEL

Baúl I y II

› Por Manuel Fernández López

Libros y energía
El fuego, elemento purificador, libró a Occidente de brujas y libros heréticos. El papel, en cambio, invento oriental, requiere, para nacer, la muerte previa del árbol, fuente de oxígeno y de vida. Toda mala idea se ha esparcido a través del papel. Pero, también, todo papel muere por el fuego. Una muerte que, empero, mientras se consuma, a 451 grados Fahrenheit, produce energía, necesaria a la vida humana. Papel y fuego -libros y energía– ¿qué tienen que ver con la Argentina de hoy? Si decimos “deuda externa” y “falta de energía”, nos situamos en casa. Un breve recuerdo musical ayudará a entender adonde voy: en La Boheme, Giacomo Puccini muestra un grupo de bohemios en dificultades; más allá de sus talentos como pintores, filósofos, poetas o músicos, no tienen dinero para pagar la renta –entretienen al casero, sin pagarle– ni combustible para echar a la estufa; Rodolfo, el poeta, ayuda al grupo rompiendo y echando a la estufa sus escritos, una página tras otra; cambia poesía por calor, convierte papel en energía. Rodolfo no hace sino operar un mecanismo de generación energética utilizado desde la Antigüedad: el incendio de la biblioteca de Alejandría fue sólo un caso famoso, pero hubo muchos más. El libro es el objeto ideal para ese fin. Apenas una parte ínfima de los libros existentes se leen –como atestigua el reciente experimento en la Universidad de La Plata– por lo que su extinción paulatina no cambiaría a la sociedad. Y si la desaparición se opera por combustión, sería un aporte a la falta de recursos energéticos. ¿Cuántos años nos quedan de petróleo y de gas? 12 y 40 años, más o menos. ¿Cuántos metros cúbicos de libros no leídos hay en la Biblioteca Nacional y otras? Usar libros en centrales de combustión interna –como ya hicimos en la Presidencia de Videla– sin menoscabar el nivel medio de cultura, aportaría energía largo tiempo. Ya se está experimentando: el incendio de una escuela fue un ensayo de combustión de papel, aunque superó la posibilidad de control; recambiar director en la Biblioteca Nacional permitió demorar las entregas de libros; y levantar programas de libros en la TV del Estado, como El refugio de la cultura de Osvaldo Quiroga y Los siete locos (¿por qué no Los lanzallamas?) de Cristina Mucci, fue habilitarles otro destino: como energía. El lema del futuro, anticipado visionariamente por el partido de todos, es “garrafas sí, libros no”.

Paul M. Sweezy
Nació en 1910, un 10 de abril. Si las claves de una vida se hallan en los acaecimientos a que uno se enfrenta entre los veinte y los cuarenta años, ello nos lleva al mundo entre 1930 y 1950: la Gran Depresión, la Guerra Mundial, la Guerra Fría y el macartismo. Hijo de un alto funcionario del First National Bank de Nueva York, pudo estudiar en Exeter y en Harvard, adonde se recibió en 1931. En 1932 partió para cumplir un año de estudios en Londres. La London School of Economics estaba dominada por los conservadores Robbins y Hayek, pero en las calles se vivía lo peor de la recesión y no tardaría en llegar Hitler al poder. Allí su corazón fue ganado por el marxismo. De regreso a Harvard en 1933, EE.UU. tenía como nuevo presidente a un demócrata, Harvard un nuevo profesor –Joseph A. Schumpeter– y la ciencia un nuevo tratado, la Teoría de la competencia monopolista, de E. H. Chamberlin. “En tales circunstancias –cuenta– asumí una misión en la vida... hacer todo lo que yo pudiera para hacer del marxismo una parte integral y respetada de la vida intelectual del país; dicho en otras palabras, tomar parte en establecer una rama norteamericana del marxismo”. Aunque conservador y neoclásico, Schumpeter, que preparaba un monumental estudio sobre las crisis capitalistas y poco después escribiría Capitalismo, socialismo y democracia, le apoyó en su carrera académica. Completó su doctorado en 1937, y fue designado instructor en Harvard, hasta 1939, cuando pasó a profesor adjunto. Este año publicó unartículo sobre la curva de demanda en el oligopolio, elegido por G. Stigler y K. Boulding entre los más notables de la teoría de los precios: demostraba que en el tramo significativo no existía curva de ingreso marginal que permitiera a una empresa fijar con precisión el punto de máxima ganancia. En la Guerra Mundial sirvió cuatro años en la Oficina de Estudios Estratégicos. Al concluir, aún le restaban años de su contrato en Harvard, pero antes de retomar la docencia renunció al cargo. En 1942 se había publicado su Teoría del desarrollo capitalista, cuyo subtítulo “Principios de economía política marxista” no le auguraba buena relación con el fanático senador McCarthy. Coetáneo de Sweezy, Paul Baran (1910’64) le acompañó en algunos trabajos, especialmente en El capitalismo monopolista (1966). Sweezy murió este 28 de febrero, en su casa de Larchmont, Nueva York, a los 93 años.

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