Lun 18.01.2016
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LITERATURA › SELVA ALMADA Y LOS CUENTOS DE EL DESAPEGO ES UNA MANERA DE QUERERNOS

“Las relaciones familiares siempre están en mis relatos”

Los textos de la autora de Chicas muertas transcurren en Villa Elisa, el pueblo entrerriano donde ella nació y vivió hasta los 17 años. Les sacan el jugo a fiestas o a velorios, “escenarios propicios para que los secretos salgan a la luz o se renueven antiguas peleas”.

› Por Silvina Friera

Un mundo propio se despliega con la materia de las siestas y los juegos, con la resaca melancólica de los cumpleaños, las fiestas familiares, los recreos, el cotilleo en los velorios. En Villa Elisa, el pueblo entrerriano donde nació y vivió Selva Almada hasta los 17 años, los chicos convivían con “insectos grandes como vacas y vacas pequeñas como escarabajos, ropas que a la noche en el tendedero se convertían en fantasmas, árboles que tenían garras en vez de ramas”. En los cuentos de la escritora, el humus de su narrativa reunido en El desapego es una manera de querernos (Literatura Random House), los niños son advertidos por la abuela de que no pueden encariñarse con el chancho Peludo porque “lo compramos para carnearlo y van a llorar cuando se muera”. Ellos demuestran una sensibilidad que intenta “compensar” el sufrimiento del animal. “Aunque sabíamos que el alma de Peludo se había ido derechito al Cielo porque había sido un chancho bueno, no podíamos evitar sentirnos tristes de haberlo perdido en este mundo. La víspera de la matanza habíamos hablado con él, le habíamos dicho que no tuviera miedo y le habíamos prometido que allá arriba lo estarían esperando el Abuelo Antonio, Manuela y el padre de Niño Valor, que ellos iban a cuidarlo del mismo modo que cuidaban a todos las mascotas que se nos habían muerto. Y también le aseguramos que el Cielo era un sitio hermoso y que los ángeles no comían carne así que ya no debía preocuparse por nada”, dice la nena que protagoniza el primer relato de este libro, donde la lengua de los afectos de la narradora entrerriana revela una sonoridad poética que se vuelve más intensa en la serenidad de una voz que persigue la vibración exacta de la emoción.

Corazón, el nuevo gato que tiene la escritora en su casa de Flores, recibe a Página/12 sacudiendo el barrilete finito de su cola atigrada levemente anaranjada. Tiene tres meses y unos ojos tan vivaces y tiernos que no se puede evitar alzarlo. En cambio Negrita, la hermosa gata negra que fue de Alberto Laiseca –su maestro y amigo, el escritor que formó a Selva cuando llegó a Buenos Aires con 26 años–, observa a la visita con curiosidad felina y distante. Como muchos gatos, es partidaria del “se mira pero no se toca”.

–En varios cuentos aparece algo que se podría denominar “la institución velorios”, incluso el personaje de uno de los relatos, la madre de la narradora, plantea que hay que ir de noche porque el muerto está solo y es triste que el finado esté solo su primera noche de muerto. ¿Qué importancia tienen los velorios en la vida de un pueblo?

–A mí no me gustan los velorios y de hecho trato de no ir. Pero en el imaginario el velorio es un lugar de reencuentro, de volver a verse, de contarse las novedades y demás. En la infancia sí estuvo ese velorio, que es el que cuento y con el que arranca el libro, el primer velorio al que recuerdo haber ido. Era un vecino, alguien que conocía. Quizá también por eso lo recuerdo, porque podía tomar distancia y verlo como un espectáculo o puesta en escena. Después, en la adolescencia, iba a los velorios pero me quedaba en la puerta, nunca entraba a ver al muerto. No podía atravesar ese otro lugar donde estaba el cajón, me quedaba en la antesala, mirando el velorio de afuera. Ni siquiera pude cuando murió un sobrinito que era bebé. Entré a saludar a mi hermano y a su esposa, que estaban al lado del cajón, pero no pude mirar al bebé. Recién vencí esto cuando murió mi abuela. Yo ya vivía acá y fui a Villa Elisa; mientras hice el trayecto me decía: “basta, tengo que poder, es mi abuela”. Le pedí a mi mamá que me acompañara porque quería ver a mi abuela, quería tocarla. Y ahí lo pude vencer; era un miedo infantil un poco absurdo.

–Una de las paradojas del velorio es que a la vez que se despide al muerto se pone en escena la vida del pueblo, ¿no?

–Sí, creo que por eso dije también puesta en escena, porque por un lado está la obligación de tener que estar apenado o llorar, que eso lo hacen muy bien las viejas de pueblo que lloran por cualquier muerto, no importa quién sea. Después están los murmullos, los chismes que circulan solapadamente en algunos casos sobre el muerto en cuestión, esa cosa de “pobrecito, el finadito” y por otro parte “te acordás que era un jodido...”; esta doble cara que suele haber en los pueblos chicos, donde todos nos conocemos y sabemos todo del otro y socialmente mostramos una cara, pero después, cuando nos quedamos solos, las cosas cambian y empiezan a salir los trapitos sucios. Me parece que eso se reproduce muy bien en un velorio, como también ocurre en las fiestas de casamiento, en las fiestas de quince, en los lugares de reunión de gente que no se ve habitualmente, escenarios propicios para que los secretos salgan a la luz o se renueven antiguas peleas.

–¿Por qué la muerte es uno de los temas que atraviesa el libro?

–Me parece que en la infancia pueblerina no había tantos pruritos alrededor del tema, no se preservaba a los niños de la muerte. Entonces era súper habitual las mascotas muertas y la ceremonia de ir a enterrarlas; en el jardín de mi casa hay un cementerio de animales. Había una familiaridad que empezaba con la muerte de los animales y que se iba transmitiendo hacia la muerte de las personas. Era interesante que apareciera la muerte porque si me remontaba a mi infancia el tema estaba siempre presente. En mi casa mi vieja tenía un gallinero y yo veía cuando mataba a la gallina; no es que me mandaba adentro y las mataba en secreto. No había ese velo o ese tabú que puede haber en las ciudades. Había una convivencia más natural con la muerte; teníamos la costumbre de ir con mi abuela todos los domingos al cementerio. La muerte era algo más familiar, algo más cotidiano.

–En uno de los cuentos se escamotea la muerte, el suicidio del tío Denis. ¿Por qué en un pueblo donde se convive tanto con la muerte un personaje decide no contarles a los padres la muerte del hijo que hace un tiempo que no ven?

–Tiene que ver con no tener que lidiar con el dolor del otro: ocultémoslo porque van a sufrir. Pero en realidad vamos a sufrir ellos y vamos a sufrir nosotros, que somos los que estamos alrededor. Lo de ocultar la muerte es muy común en muchas familias en las que muere alguien que no ven habitualmente y no le dicen a los viejos para que no sufran, para que no se preocupen. Pasa lo mismo con las enfermedades. Y tiene que ver con algo que se conecta con cierta manera bastante hipócrita de afrontar las cosas: tengo mi dolor y no quiero, además, tener que lidiar con el dolor del otro. Y volviendo al tema de los niños y la muerte, me parece que estaba la idea de que los niños pueden afrontar la muerte de una manera menos escandalosa porque tienen el juego, porque tienen el imaginario del cielo. Aun si no es una familia creyente, la idea de cielo y de los ángeles está presente. Los chicos podíamos asimilar la muerte a través del juego y los relatos.

–En El desapego es una manera de querernos aparecen palabras y expresiones que vienen de la oralidad del pueblo, como la amenaza de recibir un “chirlo”, el sacar “carpiendo” a alguien, “chúcaro”, “carne y uña”, “tupé”, “descangayada”, “churro bárbaro”; hay un experimento con palabras no usuales que pertenecen a la lengua de los afectos. ¿Cómo trabaja la escritura para no sobrecargar de “oralidad” el texto?

–Cuando releí los relatos para la publicación, me di cuenta de algo que después en Ladrilleros hice de una manera más consciente y buscada. Yo quería trabajar con las formas cotidianas del lenguaje de Entre Ríos. Esto que aparece como una inquietud en los cuentos seguro que tiene que ver con el paisaje de la infancia y “la lengua de los afectos”; es muy lindo eso que decís... Yo quise escribir poesía y la verdad es que no me salió bien (risas). Tengo un libro de poesía publicado que no es bueno, entonces decidí volver a la narrativa que era lo que siempre había escrito y que lo podía hacer un poco mejor. La fascinación por la poesía siempre estuvo presente en todo lo que escribo. Lo que tienen ese tipo de frases, esas palabras, que no son construcciones mías sino que son del inconsciente colectivo o como se llame, es que son muy sonoras y poéticas. Me parece que así funcionan en esos textos: evocando el lenguaje del afecto. Por otro lado, se articulan de una manera lírica con la trama. Viene por ahí el interés de incluir esas palabras y hacerlas parte del relato. Yo no soy buena observadora, pero sí tengo una capacidad para registrar la cosa más sonora, la particularidad del habla de una persona, alguna muletilla. Evidentemente, esto fue apareciendo con más fuerza con el tiempo hasta hacerlo un poco más consciente en Ladrilleros. Me interesa registrar tonos o pequeñas variaciones de la lengua; en el interior hay mucha chispa para poner sobrenombres y esas cosas me quedan en la memoria.

–¿De chica la desconcertaba o le llamaba la atención el lenguaje de los adultos, las palabras o expresiones que usaban?

–Sí, eso sí... Mi vieja, cuando yo era chica y ella era más joven, usaba la expresión “¡qué plato!”. Yo me preguntaba ¿qué será un plato? Pensaba muy literalmente en un plato (risas). A mi sobrino, el hijo de mi hermana que tiene siete años y yo lo adoro –tenemos una relación muy pegote–, con mi hermana le decimos una expresión que también usaba mi mamá. Cuando se estaba hablando un tema adulto y estábamos nosotros cerca, decía: “cuidado que hay ropa tendida”. Es preciosa, ¿no? Esto lo decía exclusivamente para los chicos.

–En el cuento “Intemec” se despliega una suerte de tensión heredada. El vínculo madre-hija es siempre un tanto tenso, complicado, errático...

–Me fui dando cuenta con el tiempo de que las relaciones familiares siempre aparecen en mis relatos. La familia es el primer lugar interesante donde uno ve relatos. En una familia pasan todo el tiempo cosas de lo más disímiles, desde las más felices hasta las más infelices; entonces es el material narrativo del que no podemos escapar. Todos tenemos algo para decir de la familia y no tenemos que usar ni siquiera la imaginación. En el caso de las mujeres, esas tensiones son mucho más evidentes y más palpables que en el caso de los hombres, que son más ocultadores. En ese relato en particular quería que hubiera una relación muy intensa entre padre e hija, pero que a su vez la relación de la nena estuviera resentida por el lado materno. También tiene que ver con un tema que me interesa en la vida y en la literatura, que es la maternidad y esa creencia falsa de que todas las mujeres podemos ser madres porque estamos preparadas para la maternidad, cuando en realidad creo que no es así y que el instinto materno no existe y no todas las mujeres podemos ser madres o tenemos la capacidad de ser madres. Pero siempre pesa el mandato social de que hay que ser madre porque si te casaste tenés que tener hijos para que la familia tenga un sentido. En los pueblos, otra vez vuelvo a la hipocresía y a las apariencias, el ojo está puesto ahí: sos mujer, tenés que tener hijos. Hay muchas mujeres que tienen hijos por mandato social. Que es lo que le pasa a Vero en el cuento, que después de sus embarazos se vuelve un poco loca, un poco depresiva.

Corazón duerme acurrucado en una de las sillas del living. Negrita anda por ahí. Selva sirve jugo de manzana bien frío y repasa su trayectoria con la calma que le proporciona el camino recorrido. Yo empecé escribiendo cuentos, que es lo que hice la mayor parte de mi vida como escritora. La novela llegó más tarde, recién con El viento que arrasa. Escribiendo cuentos aprendí a escribir cualquier cosa. A veces me dicen: “escribís cuento, novela, crónica, ¿en cuál lugar te sentís más cómoda?”. Yo me siento cómoda escribiendo narrativa, si es que uno se siente cómoda escribiendo, muchas veces no. Yo no siento que haya una diferencia entre géneros, más allá de dos o tres reglas que sí tiene la crónica, que obviamente no las tiene la ficción, y de un tema de concentración y de extensión, que es lo que puede diferenciar una novela de un cuento, pero después siento que el pulso narrativo es el mismo. Mis cuentos tampoco son cuentos en el sentido más (Edgar Allan) Poe o (Horacio) Quiroga, el relato más clásico donde todo cierra o apunta hacia un final.

–¿Por qué los finales de sus cuentos quedan como en suspenso o abiertos?

–Tiene que ver con cómo escribo: no tengo un plan de escritura. Empiezo a escribir por alguna cosa que me llamó la atención, un personaje, una frase que se me ocurre, un clima, que después se va desenrollando y desarrollando y un poco me voy enterando, en el devenir de la escritura, qué es lo que va a suceder. Esto hace que sea casi imposible que pueda escribir un cuento con las reglas que tenía Poe, donde todo estaba concentrado hacia el final, porque no tengo ni la menor idea de cuál va ser ese final, ni hacia dónde va esa historia, ni si va a prosperar. De hecho tengo un montón de cosas empezadas que nunca terminé porque esto de ir sin plan tiene el riesgo de que lo podés abandonar. Que los relatos terminen en algún momento cuando podrían seguir, tiene que ver con que no hay ningún plan previo. Me gana el deseo de escribir ya con los cuentos y no puedo sentarme a pensar.

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