Sáb 31.01.2004
futuro

Se dice de mí

› Por Mariano Ribas

Marte está en boca de todos. Y no es casualidad: por primera vez en la historia, tres naves espaciales han llegado prácticamente al mismo tiempo al planeta rojo. Dos se han posado con toda suavidad en su suelo anaranjado –los famosos gemelos móviles Spirit y Opportunity– y, más allá de algunos problemas ocasionales, nos están transmitiendo impecables vistas de aquellos desolados paisajes extraterrestres. La otra nave, la Mars Express europea, está cómodamente instalada en órbita marciana. Y desde allí arriba ha confirmado (no descubierto, como se ha dicho) la existencia de enormes masas de agua congelada en torno al polo sur de Marte. Un tema con profundas implicancias científicas. Por si eso fuera poco, otras dos sondas están dando vueltas al planeta desde hace años (Mars Global Surveyor y Mars Oddysey). Es una verdadera flota. Y, lejos de lo que podría pensarse, esto no es una moda sino algo mucho mejor: en realidad estamos viviendo una época de oro en la exploración de este mundo vecino y hermano. Una aventura científica que no comenzó ahora sino hace cuatro décadas. Y de esa aventura, Futuro ha elegido algunas pequeñas historias y curiosidades: las primeras misiones, el único intento real de búsqueda de vida, el recordado episodio de la “Cara de Marte” y hasta una fenomenal tormenta; pantallazos de la gran epopeya marciana.

Las primeras misiones
Llegar a Marte es muy difícil. En el mejor de los casos, el planeta se ubica a 55 millones de kilómetros de la Tierra (tal como ocurrió en agosto del 2003), o sea, 150 veces más lejos que la Luna. Y para confirmarlo no hay más que repasar la larga lista de misiones espaciales, tanto rusas como estadounidenses, que vienen intentándolo desde hace más de cuarenta años. Desde las pioneras sondas soviéticas Korabl (1960) hasta hoy, más de 30 máquinas no tripuladas han intentado sobrevolar, orbitar o descender en Marte. Y sólo un tercio han tenido éxito total o parcial.
La primera nave que llegó al planeta fue el Mariner 4, en julio de 1965. Y sólo realizó un fugaz sobrevuelo a unos 10 mil kilómetros de altura. De todos modos, la sonda de la NASA logró transmitir más de 20 fotografías de la superficie marciana. Fueron las primeras vistas cercanas de Marte. Y nos revelaron un mundo repleto de cráteres, llanuras, montañas y valles. Mariner 4 fue seguido de algunos éxitos (como sus sucesoras, Mariner 6 y 7, que, entre otras cosas, estudiaron los casquetes polares de Marte y su fina atmósfera) y varios fracasos (Mariner 8, y las rusas Zond 2, Mars 1969b y Kosmos 419). Otro gran hito fue Mariner 9, que en 1971 se convirtió en la primera nave que se coloca en órbita marciana. Además de tomar más de 7 mil imágenes, la sonda descubrió el más impresionante de todos los accidentes del planeta: un cañón de casi 5 mil kilómetros de largo, y cientos de ancho, desde entonces conocido como “Vallis Marineris” (“Valle del Mariner”). Además fotografió de cerca, y por primera vez, a las dos pequeñas lunas marcianas: Fobos y Deimos.
En los años siguientes se produjeron las únicas misiones soviéticas que, hasta ahora, tuvieron cierto éxito: las Mars 2 y 3 (1972), y las Mars 5, 6 y 7 (1974). Todas tomaron decenas de fotos desde lo alto. Y algo más: los módulos de descenso de las Mars 3 y 6 llegaron a posarse en la superficie de Marte por primera vez en la historia. Pero inmediatamente dejaron de funcionar. Lo que sigue es la historia de las Viking, una hazaña que merece un párrafo aparte.

Los vikingos y la vida
“Recuerdo que me quedé asombrado ante la primera imagen del vehículo de aterrizaje que mostraba el horizonte de Marte. Aquello no era un mundo extraño... había rocas, arena acumulada, todo tan natural y espontáneo como cualquier paisaje de la Tierra. Marte era un lugar.” Así recordaba el gran Carl Sagan aquel hipnótico momento en que comenzaban a llegar las primeras vistas del paisaje marciano transmitidas, en 1976, por las legendarias Viking 1 y 2. Sagan, precisamente, fue uno de los científicos involucrados en esta misión que, sin dudas, fue uno de los éxitos más extraordinarios de la exploración planetaria. Eran dos naves gemelas y cada una estaba formada por un orbitador y un vehículo de descenso. Viking 1 se colocó en órbita marciana en junio de 1976, y al mes siguiente su vehículo de descenso (o lander, en inglés) amartizó en la Planicie de Chryse (a 20 grados de latitud Norte). En agosto llegó la Viking 2, y su lander se posó en la región de Utopía, a 5 mil kilómetros de su compañera. Mientras los orbitadores fotografiaban todo el planeta desde lo alto, los landers hacían historia: transmitieron a la Tierra las primeras fotos de la superficie de Marte tomadas in situ, una hazaña que, hasta el día de hoy, sólo repitieron tres naves más (ver cuadro). Aquellas imágenes pioneras nos revelaron el típico paisaje marciano: grandes desiertos anaranjados, cubiertos de rocas y un fino polvillo. Además, estos exploradores midieron las temperaturas, la presión atmosférica (ambas bajísimas), analizaron la composición del aire (casi todo dióxido de carbono) y hasta hicieron estudios sismológicos. Pero lo más interesante de todo, por lejos, fueron sus experimentos biológicos.
En realidad, las Viking fueron las primeras y únicas naves que realmente buscaron vida en Marte. Es que, a diferencia de todas las demás misiones (incluso, las actuales), tenían con qué hacerlo: un brazo robot para tomar muestras y, en su interior, hornos, lámparas, sistemas refrigerantes, reactivos químicos, cromatógrafos, espectrógrafos y hasta un contador Geiger. Cada una realizó tres experimentos bien diferentes. Dos dieron resultados claramente negativos, pero el tercero –conocido como labeled release experiment (LRE)– fue bastante confuso. Y aún hoy hay quienes sostienen que esa prueba detectó vida en Marte. Básicamente, se observó la emisión de ciertos gases que, tal vez, fueron el resultado de algún tipo de metabolismo por parte de microorganismos marcianos al ingerir ciertos nutrientes incorporados a una de las muestras de suelo tomadas por las naves. En esa línea minoritaria se anota el neurobiólogo norteamericano Joseph Miller, que trabajó en la NASA a principios de los años ‘80. En un trabajo publicado en el 2001 en la revista británica New Scientist, Miller dijo estar “convencido en un 90 por ciento de que Viking 2 encontró microorganismos marcianos”. Lo mismo opina el astrobiólogo Barry Di Gregorio en un notable artículo que acaba de aparecer en Sky & Telescope, y que junto a sus colegas Gilbert Levin y Patricia Straat, publicó, en 1997, un libro cuyo título es más que claro: Marte: el mundo viviente. De todos modos, vale la pena repetirlo, este punto de vista es claramente minoritario en la comunidad científica.

Misterio pendiente
Ahora bien: supongamos por un momento que las Viking encontraron vida. Entonces surge una pregunta difícil de esquivar: ¿cómo hacen los marcianos para vivir en un planeta actualmente helado, seco y bombardeado (en Marte no hay capa de ozono) por radiación ultravioleta? Parece extraño que algo pudiese soportar esas condiciones. Sin embargo, aquí mismo, en nuestro planeta, hay formas de vida que se han adaptado a los ambientes más hostiles: los llamados “extremófilos”, microorganismos que son capaces de vivir en oscuros lagos debajo del hielo antártico o, en la otra punta, enagujeros volcánicos en el fondo del Océano Pacífico, soportando temperaturas altísimas. Si en la Tierra la vida se ha sabido adaptar a las condiciones más duras, bien podría haber sucedido lo mismo en Marte, un planeta que, por otra parte, fue mucho más hospitalario en su infancia.
Más allá de la lamentable y reciente pérdida de la mini-sonda británica Beagle 2 –que formaba parte de la misión Mars Express–, todo indica que en los próximos años nuevas naves espaciales volverán a buscar vida en Marte. Sólo así, por sí o por no, se resolverá el misterio del tercer experimento de las Viking.

La (falsa) “Cara de Marte”
La historia de la “Cara de Marte” es una de las anécdotas más curiosas de la exploración del planeta rojo. Y aquí vuelven a aparecer las famosas Viking I y II, aunque no los landers sino las naves orbitadoras, que daban vueltas alrededor del planeta a unos 2 mil kilómetros de altura. Sus cámaras tomaron cerca de 300 mil fotografías y sus equipos de transmisión las enviaron a la Tierra: montañas, lomas, ríos secos, llanuras, fisuras y toda clase de accidentes geológicos. Y, perdida en medio de la catarata de imágenes, había una sorpresita.
Las fotos enviadas por las Viking se almacenaban digitalmente en el National Space Science Data Center, de Greenbelt, Maryland (Estados Unidos). Y en medio de ese montón de imágenes había una que tenía un curioso título: “Cabeza”. Había sido obtenida el 31 de julio de 1976, y para los expertos era una foto más, tanto que permaneció en el anonimato durante años. Pero todo cambió en 1980, cuando la encontró Vincent Di Pietro, un experto en computación. Di Pietro quedó hipnotizado al verla: en medio de unos cuantos detalles de la superficie creyó ver un enorme rostro de mujer. La curiosa formación mide 1500 metros y se encuentra en la región de Cydonia, a 44 grados de latitud norte. Entusiasmado, Di Pietro siguió revisando. Y así dio con otra imagen donde volvía a aparecer la extraña figura. Encima, cerca de ella aparecía un pequeño grupo de ¿pirámides? El cóctel era explosivo. Y cuando las fotos fueron publicadas por la prensa, estalló la locura: todo el mundo veía la “Cara de Marte”.
Y poco importó que los astrónomos y geólogos se cansaran de decir que se trataba de una ilusión óptica, provocada por una fortuita combinación de factores (montañas, accidentes del relieve, el ángulo de iluminación solar y las sombras proyectadas). Mucho más seductora era la espectacular teoría lanzada por varios “expertos” en ovni: según ellos, eran enormes monumentos construidos por una antigua y sabia civilización marciana, ya extinta.
El mito creció durante los ‘80, alimentado por todo tipo de rumores: que la NASA quería esconder pruebas, que había una auténtica “ciudad marciana”, y que las Viking habían fotografiado por lo menos unas diez caras más. Pero, en 1998, una nave espacial acabó con el gran cuento: las súper precisas cámaras de la Mars Global Surveyor (NASA) volvieron sobre la región de Cydonia. Y descubrieron que la “cara” no es más que una modesta meseta rocosa, acompañada por pequeños picos, suaves colinas y algunas fisuras. Las fotos del Surveyor fueron tomadas cinco veces más cerca que las de las Viking (a sólo 400 kilómetros de altura), desde otro ángulo, con otra iluminación y, fundamentalmente, con un poder de resolución muy superior. Con respecto a las “pirámides”, resultaron no ser otra cosa que montañas erosionadas por los vientos marcianos. Así, la “Cara de Marte” funcionó como un masivo test psicológico de Rorschach: se vio lo que se quiso ver, como cuando jugamos a descubrir formas en las nubes. Increíblemente, algunos todavía insisten en el tema. Pero las imágenes de Mars Global Surveyor demolieron sin piedad el mito, uno de los más grandes de la seudociencia moderna.

2001: tormenta marciana
Esta historia es más reciente, y tiene que ver con uno de los rasgos más típicos de Marte: sus famosas tormentas de polvo. Todo comenzó a fines de junio del 2001, cuando la primavera comenzaba a asomar en el hemisferio sur marciano. Por entonces, el siempre atento Telescopio Espacial Hubble detectó un remolino de viento y polvo en la zona de Hellas, una de las más famosas del planeta. Era el germen de lo que estaba por venir. Poco más tarde, los astrónomos de todo el mundo empezaron a notar extraños cambios en el disco marciano: las marcas superficiales –que pueden observarse con los telescopios– comenzaron a borronearse. Y a principios de julio, el planeta entero quedó envuelto por un espeso manto de polvo que lo convirtió en una esfera anaranjada, tan lisa como aburrida. El Hubble y la sonda Mars Global Surveyor (en órbita marciana desde 1997) confirmaron las sospechas: se había desatado una tormenta de increíbles proporciones. Fuertes vientos, de hasta 100 km/hora, levantaron enormes nubes de polvo del suelo, depositándolas a decenas de kilómetros de altura, en la parte más alta de la atmósfera de Marte. La gigantesca tormenta fue un evento sensacional y, por su culpa, los astrónomos de la Tierra –profesionales y aficionados– se perdieron una excelente oportunidad para escudriñar con sus telescopios las sutiles marcas del relieve marciano (por entonces, Marte tuvo un acercamiento bastante interesante).
Las tormentas de viento y polvo no son ninguna novedad. En realidad se las viene observando desde hace siglos, y se delatan como parches amarillentos en el disco del planeta. Pero la del 2001 tuvo un carácter absolutamente global, muy similar a otra registrada en 1971 (que complicó las observaciones de Mariner 9). El singular fenómeno alcanzó su pico de furia a principios de septiembre de aquel año. Finalmente, la tormenta comenzó a menguar al mes siguiente: los vientos cesaron, y el polvo se fue depositando nuevamente en la superficie. La calma había regresado. Era el final de uno de los episodios más asombrosos en la historia de la astronomía planetaria.

Marte y más allá
Cuatro décadas de exploración marciana no es poca cosa. No por casualidad, Marte es el planeta que más y mejor conocemos después del nuestro. En los próximos años seremos testigos de nuevas misiones cada vez más sorprendentes, incluyendo una que traería de regreso a la Tierra muestras de aquel suelo tan colorido, como seco y oxidado. Y cuando todo esté listo, hacia 2020 o 2030, el hombre finalmente desembarcará en Marte. Será la aventura más grande jamás encarada por la especie humana. Luego vendrían las primeras bases científicas, allá por la segunda mitad de este siglo.
Es difícil saberlo, pero no resulta disparatado pensar que, dentro de algunos milenios, generaciones enteras de seres humanos podrían nacer, vivir y morir en el planeta hermano. Si así fuera, sus libros –o lo que sea que exista por entonces– les hablarán de nuestra época con nostalgia y simpatía. Y seguramente estarán cargados de pequeñas historias, terrestres y marcianas.

 

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