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Viernes, 15 de febrero de 2002

RAMOS GENERALES › RAMOS GENERALES

Indigna y adorable

Todos en la familia sabían que andaba hecha una loca, pero cuando la chica que aparecía en revistas más del conventillo que del corazón siempre entre hombres desnudos, amigos gay y famosos efusivos tuvo una curiosidad demasiado pública, demasiado ilegal (“¿la cocaína no les parece una droga divertida?”), bueno, su hermana mayor casi que pegó el grito en el cielo. Digamos que si no lo hizo fue sólo porque ella siempre supo que eso de ser reina de Inglaterra no se lleva con el reproche público, las reconciliaciones en la tele y esas cosas, pero bastantes motivos supo tener Isabel II para tratar de que quien fuera segunda en la línea de la sucesión al trono (qué distinta hubiera sido la historia con ella bajo la Corona, ¿verdad?) quedara relegada al perfil más bajo posible. Claro que nunca lo logró. Margarita tenía unos ojos celeste turquesa capaces de virar al violeta, una nariz de lo más Windsor y un pucho siempre colgando de la boca poco sutil. Muchos años atrás, cuando parecía que había decidido sentar cabeza, su hermana se negó a tener como cuñado a un divorciado, por más capitán que fuera, y Margarita tuvo que elegir: o se casaba con ese plebeyo y abandonaba los fastos reales, o desistía y seguía en casa. Eligió lo segundo, y a pesar de eso, de haber defendido siempre la monarquía, de haberse opuesto firmemente a cualquier modernización de la monarquía, desde adentro hacía todo lo posible por dar por tierra con todas las tradiciones azules. Si entre el casamiento frustrado y su matrimonio con el fotógrafo Anthony Snowdon se cansó de contar amantes, la vida de casada aceleró la colección y hasta instauró una suerte de competencia de infidelidades conyugales... pero todo terminó cuando Margarita tuvo cierto affaire con el mejor amigo de él. Separación, más amantes para todos los gustos (Sean Connery, Rod Stewart, el médico de cabecera de su hermana, y hasta un hippie), ella siguió en sus cinco hasta que el alcohol, el tabaco y alguna que otra droga empezaron a dar cuenta de los deslices en su cuerpo. Con la vejez, las rebeldías perdieron glamour y ganaron detalles de cotolengo. Hace no demasiados años, por ejemplo, se quemó las piernas, sin darse cuenta, al meterlas en una pileta demasiado caliente; debieron extirparle un pulmón, operarla de cosas extrañas y soportar sus rabietas cada vez más agrias. La princesa Margarita tenía 71 años, unos cuantos achaques y poco resto para seguir, pero supo irse en el momento justo para hacer ruido: cuando su hermana había empezado a festejar los 50 años de reinado. Eso es estilo.

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