las12

Viernes, 6 de noviembre de 2015

ENTREVISTA

El lenguaje manchado con sangre

Acaba de editarse en nuestro país Un léxico de terror (Prometeo), un libro de la norteamericana Marguerite Feitlowitz, quien se interesó en nuestro país mientras traducía algunas obras de la dramaturga Griselda Gambaro. A fines de los ’80 vino a vivir a Buenos Aires y, a través de largas entrevistas e investigaciones, produjo un texto donde el lenguaje de los dictadores es el motor central de una maquinaria pensada para destruir pero al mismo tiempo vender tranquilidad e inspirar confianza en un “nuevo orden”. La lengua, viva y flexible como es, construye ideología, se vuelve aliada de una lógica macabra y deja rastros imborrables, como los que adquieren la palabra “capucha” o “submarino” tras las experiencias en los campos de concentración de la Argentina setentista.

 Por Dolores Curia

“Llovía y yo estaba apurada por llevar a los chicos al colegio. ‘¡Capirotes!’, ‘¡Capirotes!”, los apuré con repentino pánico. No tenían ni idea de qué hablaba. Pero no podía decir ‘pónganse las capuchas’. Capirotes es completamente arcaico. Ningún chico sabría eso. Pero para mí ‘capucha’ es un lugar y ese lugar significa ‘tortura’, y en última instancia ‘muerte’ de mucha gente a la que quería mucho. Y algún día voy a tener que explicarles eso a mis hijos”. Eso relata una de las, tal vez cientos, de voces de Un léxico del terror de Marguerite Feitlowitz, el libro publicado en inglés en 1998 (por Oxford University Press) que acaba de editarse en español gracias a Prometeo. Marguerite, que es traductora, enseña literatura en Benningyon College (Vermont) y es autora de numerosos artículos de The International Herald Tribune, empezó a adentrarse en nuestra dictadura a través de Griselda Gambaro, cuyas obras tradujo al inglés. Así, a fines de los ’80 y principios de los ’90, viajó y vivió en Argentina para explorar el habla nacional y ver de cerca los efectos de aquellas retóricas siniestras. “El de Gambaro –dice Marguerite– es un uso del lenguaje generativo, excitante y radical. Y eso se había gestado en un contexto particular, para leer esos subtextos tenía que comprender más la realidad argentina.” ¿Qué le ha hecho la dictadura al habla? Durante la dictadura –según documenta Marguerite, al tiempo que combina análisis con testimonios en carne viva– algunas palabras cambiaron su significado, otras despertaron la sospecha del ojo censor. Había consejos útiles para el oído de la madre: estar alerta ante los síntomas verbales de la subversión infantil. El régimen impuso su propio diccionario donde palabras como “honor”, “sacrificio”, “cooperación” pasaban a tener un significado nuevo, retorcido, cargado de la obsesión por el enemigo interno y metáforas higienistas. Cuando se ha manchado con sangre el lenguaje mismo, ¿cómo se hace para seguir hablando? Para lxs sobrevivientes hay palabras vedadas, impronunciables (“capucha” es una). Y a la inversa: muchas de las palabras del submundo de los centros clandestinos se incorporaron al habla diaria. Promediando el libro Marguerite aventura incluso un oscuro diccionario: en el subsuelo el horror hablaba su propio idioma. Hablaba también, pero con recursos más sutiles, en las calles, en las radios y en los taxis.

Desde el punto de vista del lenguaje, ¿qué es lo que caracterizó al régimen?

La Cúpula estudió exhaustivamente la historia de la represión, el nazismo, el accionar de los franceses en Argelia y de los estadounidenses en Vietnam. Massera, el gran filólogo del régimen, usaba diversas estrategias discursivas, efectos corales, repeticiones, una retórica elevada, poética. Los discursos de Massera, se podría decir, son otro crimen en sí mismos. Era experto en convencerte de hacer lo que quisiera. Obtenía un “si”, sin que siquiera le pregunten: ¿pero qué es lo que tengo que hacer? Un ejemplo es el famoso discurso “Los muertos por la patria”, frente a los oficiales que habían sido elegidos para los vuelos. Aunque todavía no sabían bien para qué habían sido elegidos, después del discurso salieron honrados, con un espíritu de camaradería, inspirados para luchar por la vida, la familia y los valores de la civilización.

¿Y qué diferenciaba a este léxico del terror de otros regímenes fascistas?

Los discursos militares habían circulado históricamente algo al margen, dentro de determinado círculo, esta vez, la estrategia era incluir a la población en esta lucha tan elevada. Pero a diferencia de, por ejemplo, del nazismo, el de Argentina tiene muchos más registros, hay un uso del lenguaje más sofisticado y más sutil que la retórica nazi, que tiene un vocabulario muy arraigado en determinado sector de la tradición alemana. Los militares argentinos eran cosmopolitas, el Proceso resaltaba la “sofisticación y apertura al mundo”, citaban autores franceses y clásicos griegos. Había una suerte de lenguaje orquestal. Massera tenía su nota, Videla, la suya; Ibérico Saint Jean, la propia.

¿Cómo eran esos rasgos particulares?

Ibérico Saint Jean tenía su sello francamente brutal, tanto que costaba creer que estuviera hablando en serio (se lo recuerda por aquella declaración de: “vamos a matar a los subversivos, después a los simpatizantes, después a los que no hacen nada y finalmente a los tímidos”). Decía la verdad. Massera usó siempre un lenguaje lleno de alusiones, estrategias para inspirar, metáforas: “basta con los días grises. Tenemos que asumir que este estado elevado es auténticamente nuestro”. Videla tenía un estilo mucho más severo. Y de repente blanqueaba cosas. En la TV estadounidense declaró “vamos a matar a quienes haga falta para que tengamos un país seguro”.

Todo el libro está atravesado por la sensación (y muchas veces la certeza) de estar siendo vigilada.

A principios de los noventa, cuando entrevistaba a la gente, los mozos en el barrio Congreso, me traían el café y también escuchaban mi conversación. Muchos habían sido guardias personales de militares y funcionarios. Un día me reuní con Sara Steimberg, hacía un mes de esa terrorífica entrevista radial, en el programa de Néstor Ibarra, en la que Adolfo Scilingo hablando de los vuelos de la muerte le terminó diciendo a Susana, que había llamado a la radio, que a su hijo lo habían arrojado al mar. De eso hablábamos en el bar; ella, sin miedo. El mozo se plantó en un rincón, nos miraba. Finalmente le digo al mozo: “¿Qué quiere? ¿Le traigo algo?”. El sabía que yo sabía. Y se fue. En mis viajes a Corrientes fue muy evidente. Había un tipo de civil en el avión desde Buenos Aires que se plantó a mi lado. Cuando bajamos, él saludó a los militares que estaban esperando la llegada del avión. Tenía la sensación de que me seguía. Pero no me seguían a mí: sabían que me iba a encontrar con Sergio Tomasella, dirigente de las ligas agrarias que había sido secuestrado y torturado, y era él a quien les interesaba vigilar. Goya, en Corrientes, en ese momento (1993) era un pueblito con una altísima concentración de espías. De las cartas que mandé algunas llegaban y otras no, dependiendo de si caían en sus manos. Martha Pelloni tenía un espía asignado, un policía gordo, plantado como un árbol en la puerta del convento. Las amenazas no eran nada sutiles. Me acuerdo que en el descampado donde aterrizaban los aviones en Corrientes, un militar, que lo seguía le dijo a Sergio Tomasella: “Sergio, tanto tiempo, ¿qué hacés por acá? ¿querés volar?”

En el libro hilás muy fino en el “el léxico colaboracionista” que se usaba para interpelar a las mujeres.

Mussolini se refería a las mujeres como amas de casa y máquinas para la reproducción. Hitler hablaba del rol de la mujer alemana como el de producir hijos para la patria. En cambio en Para ti las mujeres podían leer entrevistas con Martínez de Hoz, en las cuales él decía cosas como: la mujer argentina es sofisticada e inteligente, no alcanza que se quede solo con saber el precio del tomate, tiene que entender la macroeconomía. Para ti les decía a las mujeres: ustedes son abiertas al mundo, muy leídas, van al Colón, el país las necesita para cultivarse. Ustedes son importantísimas como madres de la Nación entera. Ustedes saben organizar una casa, que no es tan diferente que organizar un país. Elevaron la esfera doméstica. En una extraña forma de adulación, las comparaban con las europeas que no sabían “ni qué lengua hablamos en Argentina”.

Debían ejercer en casa el rol de la vigilancia…

Se usaban frases como: ustedes ya saben cómo cuidar a sus hijos, que no deben admitir cualquier persona en su casa y qué palabras en sus hijos deben despertar alarma. Se pedía participación activa. Las páginas de moda son fascinantes: estilo militar, chaquetas, hombreras, botones dorados. Sacaron las páginas de recetas porque “las mujeres tienen cosas muy importantes que hacer y cocinar ya saben”. Las reemplazaron por tarjetas para recortar y que ellas las firmaran y enviaran a la reina de Holanda, al presidente Carter, a Ted Kennedy, diciéndoles que la terminaran con su “campaña anti-argentina”. Para ti antes de la dictadura tenía una circulación decente, pero en dictadura sus ventas aumentaron radicalmente. Empieza además a dirigirse a las profesionales.

Entrevistaste para este libro al “turco” Julián, el represor Julio Simón. ¿Qué pensás del debate sobre dar la palabra a los asesinos?

Lo pensé como entrevista, no como un encuentro. No le iba a ofrecer ningún espacio para que lo llenara de su suciedad. Durante los años de mi investigación había trabajado con muchos de sus sobrevivientes, aunque casi no había dejado. Era algo casi personal con él. Nunca me interesó entrevistar a la cúpula. Sabía qué iban a decir. El Turco Julián se había cruzado con Mario Villani, con otros sobrevivientes que conozco. Lo pensé durante mucho tiempo, por supuesto, lo debatí. No iba a hacerlo desde un lugar “objetivo”. Estaba frente a frente con esta bestia y tampoco sabía cómo reaccionaría yo misma. Pero quería mostrar algo: que en tiempos no dictatoriales era un policía de bajísimo nivel. En tiempos de dictadura ascendió por su sadismo. Pero con alto o bajo rango siguió siendo la misma bestia. Y sobre todo mostrar que caminaba libre por la calle.

¿Qué puntos de contacto notaste entre el léxico del terror en la Argentina y esos otros léxicos del terror que escuchabas en tu propia tierra? Pienso en el discurso de la “guerra contra el terrorismo”.

Es también un léxico del terror. Bush es un caso especial porque no es capaz de hilvanar una oración. Pero tenía en su equipo a gente como su asesor Alberto González. Las declaraciones de González me remitían a mucho de lo investigado en este libro. Obviamente en Guantánamo y Abu Ghraib había habido tortura. Fueron prácticas criminales y fueron criminales los discursos para justificarlas. La jugada de Bush y su gente fue poner en discusión el lenguaje de la Convención de Ginebra y la definición de tortura. Se decía que no se podía hablar de tortura a menos que se provocara la “incapacidad de funcionar de un órgano vital o la muerte”. González decía: existen los convenios y existen las leyes; nosotros somos un país de leyes; no traigamos convenios exóticos a nuestro cuerpo de leyes. El submarino no era tortura porque no encajaba con la definición inventada por ellos. Y por supuesto un clásico: que gracias a las confesiones obtenidas habían logrado detener ataques inminentes. Macanas. Viejas argumentaciones recicladas, similares aquí y allá. Mi trabajo en Argentina me ayudó a comprender más mi país: ¡y, claro, han entrenado a muchísimos oficiales latinoamericanos! Al final vi dibujado frente a mí un círculo.

Compartir: 

Twitter

Imagen: Constanza Niscovolos
 
LAS12
 indice

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.