Vie 16.06.2006
las12

VIOLENCIAS

La corporación

En 2002, Andrea Viera y su marido fueron llevados a la fuerza a la comisaría 1ra. de Florencio Varela, donde ella murió tras ser golpeada y torturada por Marta Jorgelina Oviedo, una cabo famosa por los malos tratos físicos. Ahora, en los inicios del juicio por la muerte de su hermana, Eugenia pone el cuerpo y las palabras para pedir que se haga justicia en un caso clásico de lo que llaman “delitos de cuello azul”.

› Por Roxana Sandá

Las veo con sus camisas celestes, pulcras; sus cabellos recogidos con prolijidad, esos uniformes azules. ¡Y a mí que el azul me parecía un color tan lindo! Me da una bronca increíble porque son mujeres, como lo era mi hermana y como soy yo. Siempre pensé que las mujeres estamos para acariciar, para amamantar, para criar a los hijos. Creí que nuestra naturaleza no estaba preparada para matar. Y ahí tenés, una mujer policía, joven, una cabo, se llevó a Andrea de los pelos adentro de un patrullero, la encerró en el escritorio de una comisaría, le pegó y la torturó con saña, me da espanto pensar que con placer, frente a los ojos de sus pares, o sea de sus cómplices, otros y otras de camisitas celestes y uniformes limpios, porque hubo otra mujer presente, una que ahora parece que no torturó, pero acompañó, controló, observó, quizá ayudó a retener a Andrea mientras le daban esa paliza que la mandó al hospital y que finalmente la mató. Por eso quiero verlos a todos pudrirse en la cárcel, pero en una cárcel de presos comunes, no con arresto domiciliario, como el que tuvo hasta ahora la torturadora de mi hermana. Quiero prisión perpetua para esos asesinos profesionales.” Eugenia Vázquez habla a borbotones y de a ratos aprieta los labios, como si necesitara retener el corazón que se le escapó por la boca el 10 de mayo de 2002, cuando la llamaron para avisarle que su hermana menor, Andrea Viera, había sido llevada por la fuerza a la comisaría 1ª de Florencio Varela, golpeada y torturada por Marta Jorgelina Oviedo, entonces una cabo 1º famosa por empecinarse en la trompada limpia para hacer valer la impunidad de su uniforme.

“Andrea tenía 25 años, creo que estaba embarazada, porque días antes me había dicho que estaba con un atraso, y ahora que lo pienso, si no hubiera tenido hijos se habría dedicado a colaborar en comedores comunitarios, porque amaba a los niños. Yo soy su madrina, ¿qué increíble, no? Siendo hermanas... Por qué será que mamá decidió que yo fuera la madrina. Quizá porque tomé su lugar cuando ella murió, o para que alguien cuidara de todos o luchara por Andrea si nos quedábamos solas. No creo en las casualidades, ni siquiera cuando mi hermana apareció en los diarios de Misiones, porque de allí somos, el día de su nacimiento. Era una superbebé nacida a comienzos de la dictadura y, lo que son las cosas, volvió a aparecer en los diarios por su muerte, en plena democracia. No se puede creer en casualidades cuando los hilos de la vida de una persona te muestran estas cosas.”

El 10 de mayo de 2002, cerca de las ocho de la noche, Andrea no se sentía bien. Viajaba en colectivo junto con su pareja, Gustavo David Cardozo, y le pidió bajar y sentarse en el umbral de una casa cercana a la estación Zeballos, en Florencio Varela. Unos minutos después, patrulleros y policías armados y de civil los rodearon, les apuntaron y comenzaron a gritarles y a insultarlos. Los levantaron de los pelos y a los golpes, los esposaron y los llevaron a la comisaría 1ª, donde comenzaron los castigos que durarían unas cuatro horas. Esta semana, en la apertura del juicio oral que se sustancia contra los y las policías que participaron de los hechos, el marido de Andrea declaró durante tres horas sobre los tormentos sufridos. “Nos entraron de los pelos a la comisaría. Nos separaron y vi que a Andrea la metían en una oficina, la tiraron arriba de un escritorio y como ella no quería, la policía le pegaba y le decía que no gritara. Esa fue la última vez que vi a mi mujer. A mí me llevaron al garaje y desde ahí varias horas pude escuchar a Andrea gritar y llorar pese a que subieron el volumen del televisor.”

Luis Valenga, el abogado que representa a los familiares de Andrea, reafirma que dentro de la oficina “fue arrojada sobre el escritorio, de espaldas y esposada, como si fuera una bolsa de papas, mientras era golpeada por la misma mujer policía que la detuvo y por otros policías. A Cardozo, en cambio, lo llevan al fondo de la comisaría, donde fue golpeado de distintas maneras y amenazado sistemática y brutalmente”. Al parecer, los policías quisieron que se hicieran cargo de una tentativa de robo que había ocurrido a pocas cuadras de donde los detuvieron, un hecho en el que recibió un balazo un agente y murió uno de los asaltantes que apretó el gatillo. “Algunos presos que fueron testigos de todo lo que ocurrió me dijeron que desde que los chicos entraron a la comisaría no cesaron los gritos, las súplicas y los reclamos. Gustavo me contó que rogaba por Andrea y que ella pedía por él. Mutuamente clamaban por su inocencia y para que no los castigaran más”, recuerda Eugenia.

Walter Silva, uno de los detenidos en las celdas de la 1ª, estaba acostumbrado a ver pantalones mojados de orín por el miedo a las palizas y a escuchar los gritos nocturnos que reventaban las paredes de esa comisaría. Entonces no le sorprendió la apretada grupal a Gustavo Cardozo, pero contuvo unos segundos la respiración cuando advirtió los gritos de la mujer. Eso no estaba en los cálculos de la rutina carcelaria. Le puso atención al asunto como si se estuviera discutiendo su libertad; por eso tiene muy presente la hora, cerca de las 22.30, en que cesaron los gritos y las súplicas de Andrea, y la llegada de un médico del SUME, alertado tras una llamada urgente de los policías. Por una vez en su vida, Silva decidió no callar, aunque tiempo después eso le costara ser señalado como “ortiba de los vigis” y trasladado a una unidad penitenciaria, donde fue castigado por agentes del Servicio Penitenciario Bonaerense y entregado en algunos pabellones para reforzar el escarmiento. Junto con otros compañeros que sufrieron la misma suerte, es uno de los testigos clave del caso, con una custodia permanente que le prometió mantener el gobernador Felipe Solá.

“Andrea fue trasladada en ambulancia al hospital Mi Pueblo, de Florencio Varela, con una descompensación cardíaca. Los médicos dijeron que fue provocada por la situación de estrés vivida y agravada por un cuadro de sofocación manual”, explica Eugenia en una mueca de disgusto, por las fotos y video de la autopsia que “desaparecieron el 10 de mayo, semanas antes de que se iniciara este juicio. En la fiscalía de Quilmes (a cargo de José María Gutiérrez) dicen que son elementos importantes, no fundamentales. Pero eso a mí no me importa, porque de vuelta estamos frente a las falsas casualidades que nos están empantanando la vida. Seguramente que si los culpables hubiéramos sido nosotros, nos estarían llevando del forrito del traste, pero en la piel de ellos todo es distinto”.

En esas diferencias se fraguó una averiguación de identidad para la pareja el 11 de mayo de 2002, al día siguiente de la detención, y una serie de medidas internas que mostraron la hilacha de la solidaridad corporativa. Los jefes de la comisaría, José Oscar Sita y Rafael Daniel Ominelli, fueron trasladados a la Jefatura Departamental Quilmes (el 2 de junio pasado el Ministerio de Seguridad bonaerense resolvió echarlos de la fuerza), y se dispuso el traslado masivo de detenidos para diluir posibles testimonios. “Difícilmente pueda no hablarse de solidaridad corporativa –remarca Valenga–, además, cuando en el inicio los (policías) imputados fueron defendidos por abogados de la propia Asesoría Jurídica Departamental, quienes revisten también calidad policial, haciendo de tal suerte una defensa institucional de los imputados de los delitos más gravemente tipificados por el Código Penal: torturas y torturas seguidas de muerte.”

En el caso de la policía Marta Jorgelina Oviedo, “una gran golpeadora de la 1ª”, según la definieron presos de esa dependencia, desde el 31 de enero de 2003 goza de detención domiciliaria con pulsera de monitoreo electrónico incluida, dispuesta por el juez de Garantías Martín Nolfi, por una presunta afección cardíaca, pese a un demoledor informe de la pericia psicológica psiquiátrica que la retrata como una persona “que mostró cierta escenificación de su malestar cardíaco”, que “se defiende con su cuerpo” y que “dentro de eso, manipula, usufructuando esa situación”. “Se detectan indicadores de impulsividad, agresividad y manipulación”, concluye el informe.

“Oviedo es chiquita, menuda, la llevan y traen en patrullero por eso del arresto domiciliario. Durante la agonía de mi hermana en el hospital y hasta su muerte, yo fantaseaba con una mujer policía robusta, de ésas que te miran bien de frente, los brazos fuertes, qué sé yo. Esas pavadas que a veces tenemos en la cabeza. Pero cuando me enteré de que su mente iba por un lado y su cuerpo por otro, me dio como una especie de miedo y rechazo tan fuerte. Me dirán que es un prejuicio, pero pensaba cómo unas manos pequeñas o unos pies de zapatos chiquitos podían estrellar cabezas contra las cosas o pegar puntinazos al estómago. Cuando detuvo a Andrea le gritó ‘¡callate, rata!’ y le pegó en la boca. Me acuerdo de las marcas de uñas en el cuello, de las muñecas y los brazos amoratados ¿Cómo hago para comprender que si una mujer es violenta, golpeadora, perversa es porque tuvo una historia particular de vida que la llevó a ser así?”

Oviedo es la principal comprometida por el tormento seguido de muerte de Andrea Viera. Los otros acusados por torturas a la pareja son los policías David Leonardo Gutiérrez, Carlos Daniel Maidana y Oscar Luciano Farías, mientras que el oficial subinspector Diego Hernán Herrera es juzgado por el delito de omisión de denuncia. “Y hubo otra mujer policía que toleró la situación. Se dedicó a mirar, a estar por si la necesitaban”, sostiene Eugenia. “Una grandota, morocha, que no se quedó atrás”, pero que “habría zafado” por omisión de delito.

“La lucha está en pie”, repite cada vez que se le escapa el llanto. “Mi gran motor inicial fue Silvia Irigaray, la mamá de Maximiliano Tasca, uno de los chicos asesinados por el ex policía Velastiqui en la masacre de Floresta. Luego me acerqué a la agrupación HIJOS y a las Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora, que son mi base para dar pelea. Por eso digo que la lucha está en pie, aunque tenga miedo de que la Justicia, en este caso el Tribunal (Oral en lo Criminal Nº 3) de Quilmes, no llegue a cumplir con su deber.” Sabe que el crimen de su hermana no puede quedar impune y que debería transformarse en un caso paradigmático, ya que se trata del primer hecho en todo el país en el que se investiga la muerte de una mujer torturada por otra en una comisaría desde la restauración de la democracia hasta la fecha. “Les dicen delitos de cuello azul. Cuando la escuché por primera vez me explicaron que esa frase tan delicada encierra las atrocidades cometidas por las fuerzas de seguridad y el abroquelamiento del silencio corporativo para lograr impunidad. Qué tal. Siento que ese capítulo no se cierra en este juicio, porque después habrá que buscar Justicia para los que estuvieron detenidos en la comisaría y para sus familias, todos amenazados sistemáticamente, y porque se termine con los torturadores y las torturadoras que vuelven a trabajar en los lugares donde cometen sus delitos. Creo que, más allá de Andrea, no podemos tolerar tanta impunidad pisándonos los talones.”

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