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Viernes, 13 de febrero de 2009

CINE

¿De quién es esa naricita?

Con fecha de estreno en marzo, Penélope es el cuento de hadas de una mujercita con cara de chancho que aprende a quererse más allá de las apariencias.

 Por Guadalupe Treibel

Cuando comenzaban a escasear los “Había una vez...” de cuento de hadas, un film refresca con el formato clásico que se anima al cruce de fábula. Se trata de Penélope, del ignoto realizador Mark Palansky, una historia con cerdos y burbujas de jabón donde, desde el vamos, el toque mágico cruza la cinta de pies a cabeza: un corazón roto lleva a una maldición de película (claro) y, después de varias generaciones, la belleza lastimada es la de Penélope, una Christina Ricci de alta alcurnia y con cara de chancho. Literalmente.

Pero, como todo candado tiene llave, la manera de romper con el morro es que “alguien como ella la acepte tal cual es, hasta la muerte”. Entonces ¡a buscar! ¿Qué? Por mandato materno, al hombre de sangre azul que la libere con anillo en dedo. Por supuesto, la linealidad de la historia se rompe con giros tiernos donde todos aprenden que la libertad es como un columpio: una puede mecerse sola. Y quererse, más allá del hombre (príncipe o vagabundo) que tenga al lado.

Porque, después de hacer honor a su nombre y esperar, esperar, esperar, Penélope sale al mundo, aun cuando la sentencia materna la siga a rajatabla. “Tú no eres tú. Eres la persona dentro tuyo, esperando salir”, repetirá la madre (personificada por Catherine O’Hara). Si uno no es uno, ¿entonces quién es? El cuidado es la condena de esta princesita moderna con nariz de chancho, encerrada en su mansión/torre. Pero, claro, como no podía ser de otra manera en una historia de fantasía, no pierde la inocencia de niña, la capacidad de inspirar e inspirarse, de romper barreras, de mostrarse corajuda y abrir puertas... Lejos quedó la pequeña freak con humor mortuorio de Los Locos Adams, que puso a Ricci en el radar como actriz y belleza exótica.

Así, durante los 104 minutos de cinta, la mujer capaz de (lentamente) reafirmar su identidad de género (“De nada sirve el rey sin la reina”) se topa con el antihéroe sinvergüenza y sensible (James McAvoy) y consolidan la categoría romántica de Penélope. Se suman un periodista enano obsesionado con tomar la imagen de la protagonista, el hombre de alta sociedad que, de una manera u otra, le cambiará la vida, el rol de la prensa en general y la sociedad toda.

“No es el poder del maleficio. Es el poder que le das al maleficio”, dirá un personaje menor durante la película. Y pondrá la clave sobre el tapete. Porque no hay peor censor y jurado que la imagen que uno se devuelve de sí mismo.

Sobre la fotografía y estética de Penélope (filmada en 2006, aunque llegue a las salas argentinas en marzo de 2009), la imagen doblada de un árbol y sus cientos de ramas, la exacerbación de los colores, el look casual (bufanda incluida) de la heroína, la personificación sobremarcada, entre otros detalles, recuerdan a un cine infantil con pequeños toques oscuros. En la línea Willy Wonka o El extraño mundo de Jack. Del soundtrack, vale la pena rescatar el tema de cierre, “Hoppípolla”, del disco Takk, de los islandeses Sigur Rós.

Sin ser rupturista o revolucionaria, sin ser sumamente trascendental, Penélope entretiene transversalmente: cualquier edad es bienvenida. Y no está nada mal la moraleja sin dogma, de reafirmación e identificación positiva. Sobre todo cuando se trata de una mujer que escapa al encierro, con cara de chancho y todo. Porque, digan lo que digan, el morro no es barrera. Salvo que una deje que lo sea. Y la anti-Barbie de Ricci lo deja bien claro: aceptarse es liberarse.

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