Vie 08.02.2002
las12

SOCIEDAD

Empacar los sueños

Aún no habían aventado los fantasmas de la xenofobia que los convertía en sospechosos de diversas formas de delito, cuando en el país donde habían levantado la cabeza comenzaron nuevas formas de expulsión: el subempleo, la desocupación, la subida del dólar. Los inmigrantes de Perú, Bolivia, Chile y Paraguay podrían resumir su malestar en una frase: “Para estar mal acá prefiero estar mal en mi país”.

Por Sonia Santoro

El viaje de retorno –quizá, nuevamente– empezó por dentro. Por el malestar. Hacía meses que lo que en un momento fue esa tierra fructífera que daba sin cesar empezaba a mostrar síntomas de agotamiento. Primero perdieron sus trabajos, después tomaron empleos temporales que también iban perdiendo sucesivamente, mientras consumían lo que habían conseguido durante todos esos años. Tampoco hubo ya más plata que enviar a aquella familia que la esperaba día a día para tener un plato de comida en la mesa. Entonces, junto con sus noches sin dormir vinieron los sueños de volver a la tierra –Perú, Bolivia, Chile, Paraguay– que habían dejado años y hasta décadas atrás. El pensamiento común, repetido en esas reuniones de la colectividad que empezaron a frecuentar, era “para estar mal acá prefiero estar mal en mi país”. Sin darse cuenta, ya estaban volviendo.
Los Lescano no dejaron Encarnación pensando nunca más volver. Hace de eso ya 48 años y si no fuera porque las cosas se pusieron realmente difíciles, dicen, seguirían acá. “Allá es común que la gente se vaya porque sufrimos de dos persecuciones: la miseria económica y los malos políticos”, dice Eustasio Lescano, este elegante mecánico dental de 69 años que se debate entre ir y quedarse. “Es traumático porque podemos irnos pero tenemos los nietos acá”, cuenta.
Los Lescano tuvieron dos hijas argentinas, una de ellas casada y con hijos, y la otra, Nancy, sola y dispuesta, aunque no sin pesar, a hacer punta en el viaje que para sus padres es retorno y para ella exilio forzado. Nancy tiene 40 años pero le falta trabajo estable desde hace 4. El último fue en una escribanía, donde hace tres meses le dijeron que no fuera más. Eso, sumado a que sus padres desde hace dos meses no reciben ningún pedido, justamente en la temporada de más trabajo en el rubro, hizo que pensar en Paraguay empezara a ser cada vez más recurrente. “Ya no tengo expectativas –dice Nancy–. Allá nunca se estuvo bien pero ahora estamos peor que allá.” Justamente por eso, a los 21 años, su madre, Elba, decidió probar suerte en Buenos Aires. “Me vine buscando algo mejor porque allá no había nada que hacer. Y acá había mucho trabajo. Trabajé en un taller de cierres de monederos, en una fábrica de camisetas... Buenos Aires me pareció lindo porque había para hacer”, arroja, con voz calma, esta ironía.
El destino de los Lescano es el campo. La familia tiene un terreno, animales, y podrían vivir de eso, piensan. Para eso vendieron el auto y, con unos pesos que tenían ahorrados, viajarán.
La desazón da forma al rostro de Nancy, que habla con tristeza más que con bronca: “La peor sensación que tengo es que mis padres me enseñaron las raíces paraguayas pero siempre me enseñaron también a valorar las raíces argentinas y me incitaban a participar para cambiar la realidad. Y hoy me encuentro con esto”. Eustasio es presidente de Asociación de Residentes Paraguayos del Oeste y tuvo siempre una participación activa en distintas organizaciones sociales. El consejo, esta vez, es para lacronista: “Hacé todo lo posible por no irte nunca de tu país”. ¿De dónde es alguien que vivió 20 años en el país de origen y 50 en el segundo?
Elizabeth y Víctor son peruanos, de Lima. Ellos llevan dos años aquí. El tiempo suficiente para deprimir cada vez más a Víctor, que ya ni siquiera habla, sólo espera de una vez por todas que el colectivo que lo devuelva a casa empiece a andar. Allá lo esperan dos hijos, de 11 y 7 años, dejados al cuidado de sus abuelos. Allá también, dejaron sus trabajos, él de soldador y ella de confeccionista de ropa de bebés, porque “aparentemente acá iba a resultar”, cuenta Elizabeth.
“Pero él cada vez se pone peor”, dice ella, que enumera hechos pero no puede hablar de lo que los aflige, lo que añoran, lo que les falta en esta Buenos Aires. “Ahora estamos trabajando pero el dólar se disparó mucho y tenemos que enviar dinero y no nos alcanza. Mejor nos vamos y estamos allá con los niños.” La fuerte Elizabeth, sin embargo, se ha impuesto esperar un par de meses hasta saldar una deuda que contrajo acá. Dos meses más con la tranquilidad de que Víctor estará mucho mejor, con los niños.
–Quiero mandar una plancha y una licuadora, con factura –aclara Patricia Carrasco frente a la boletería de El Ormeño, una de las empresas que viaja a Perú, en la Terminal de Retiro.
Ella tuvo la suerte de traer a su niñito de 4 años, que ahora se le dispara entre la gente y le complica el trámite de sacar pasaje.
–Ven aquí, Joselito –le grita mientras intenta que la compañía acepte llevar grandes cargas, como heladera, mesa y sillas, esas cosas que es necesario llevar o vender cuando uno deja una casa. Pero no, sólo pueden llevar cosas pequeñas. Habrá que ver qué hacer entonces con el resto.
Hace 8 años que Patricia dejó Chosica para probar suerte en Argentina. Ahora su marido trabaja en un supermercado “y le va bien, no gana una riqueza pero bueno... Lo que pasa es que ya no nos conviene”, dice, mientras vuelve a gritarle a Joselito, que otra vez ha chocado con un par de piernas extrañas. Son las de Amarildo Ramos, y su hijo Giancarlo, también de 4 años, que recorren la estación buscando la empresa que les permita embalar muebles. Amarildo y su mujer, Iris, se instalaron en Munro hace dos años y medio. Al mes, él, que era pescador en Lima, consiguió trabajo en un lavadero. Todavía sigue ahí, pero Iris, que trabaja limpiando casas, ya no tiene qué limpiar. La elección para ellos es simple: “Allá tengo parientes que están mal pero, para vivir igual acá, nos vamos... ya no se puede ahorrar”.
Los Rocha hace 20 años que dejaron La Paz, Bolivia. Y después de dar vueltas por distintos partidos del conurbano bonaerense, se instalaron en Quilmes. Hace cinco años, después de juntar durante años peso por peso abrieron un mercadito, que hoy les demanda el día entero y hasta la semana toda, porque no hay feriados para ellos.
–Trabajamos, trabajamos y cada vez estamos peor, señorita –dice Ovidio, con ese lamento boliviano que no ha perdido con los años. Es que en una época, cuando las cosas andaban bien y tenían “añoranza de la tierra”, viajaban tres o cuatro veces por año. Después los viajes se empezaron a espaciar, y sólo lo hacían en las fiestas. Este año ni eso pudieron hacer.
–Ahora ni a pescar podemos ir –se queja Eladia, cuando sale de su mutismo, añorando esa costumbre que adoptaron apenas llegados a Buenos Aires.
–Pero no es eso, mujer –la interrumpe Ovidio, con una mueca quejosa en el rostro.
Lo peor, mucho peor que los días que tuvieron que cerrar por los saqueos, y mucho peor también que lo poco que vendieron para las fiestas y mucho peor aún que la gente les hiciera escándalos cuando osaron aumentar los precios del negocio porque el mayorista los aumentaba, es la cantidad de veces que los robaron. Ya ni la cuenta llevan. Eladia, tal vez portradición callada y poco demostrativa, amaga a contar con sus dedos, pero se detiene, como avergonzada.
–Tantas veces, señorita –resume.
Mientras, Ovidio sí cuenta las marchas y contramarchas que han pasado y pasarán en estos días para poder regresar a la tranquilidad de su Bolivia.
Para los Veneroso dejar Argentina les implicaría un desarraigo doble. Es que este matrimonio de 16 años lo forman un paraguayo y una argentina. Jorge Veneroso tiene 55 años, la prestancia de un estanciero argentino y también muchos más años en Buenos Aires que en Asunción: vino a los 17 años. Estela Maris es docente en la provincia de Buenos Aires y hoy “para la olla” porque él está desocupado desde hace 6 meses. “Eso es muy embromado, me da mucha vergüenza porque el paraguayo es muy machista”, confiesa Jorge, quien antes de seguir soportando esto prefiere volver a Paraguay. El problema es que Estela Maris no quiere, y tampoco su hija. Claro, las dos son argentinas. Y tal vez lo que él tampoco quiere es que ellas sufran lo que él, después de 33 años de vivir acá. “Ahora estoy en una encrucijada –dice–. Yo me siento extranjero en mi patria. Y acá extraño por fuerza, porque pasar hambre en el exilio te hace querer volver a tus raíces más profundas.”
Jorge se instaló en Buenos Aires en 1963 en lo que el define como un exilio económico-cultural: lo principal eran las ganas de desarrollarse. “Fue una época muy tumultuosa en Asunción, había huelgas, guerrillas, no tenía posibilidad de trabajar ni de estudiar... casi como acá ahora”, cuenta. Lo deslumbró la abundancia de la Argentina. En un año cambió 6 trabajos. “Agarraba el Clarín y elegía”, cuenta. Así, trabajando y ahorrando compró una casa en Castelar, donde vinieron su madre y sus nueve hermanos.
Y desde entonces nunca estuvo sin trabajo. En los últimos 15 años, se dedicó a la restauración de obras de arte, trabajó en el Museo Nacional de Bellas Artes y para coleccionistas privados. Pero en el 2001 el trabajo se esfumó. Y lo encontró con los ahorros de toda la vida en el corralito.
Por eso él, que nunca pensó en volver a Paraguay porque se confiesa enamorado de la Argentina, tomó la decisión de pegar la vuelta. En principio para ver qué se puede hacer allá. Como aquella vez a los 17 años, como siempre que se sale del país, para probar. Porque, como dice Eustasio, “nadie cuando deja su país de origen piensa irse del todo”. Y lo dice él, que estuvo casi 50 años fuera del propio.

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