Vie 08.02.2002
las12

PERSONAJES

Leni cumple cien años

Una salud de hierro, una carrera frustrada de bailarina y un estigma imborrable –haber sido la fotógrafa favorita de Hitler y documentalista del nazismo– no impidieron a Leni Riefenstahl ser un genio. Ahora llega al siglo junto a un amante al que le lleva más de cuatro décadas y más cínica que nunca.

› Por Moira Soto

Aunque la expresión “sexo débil” ha caído prácticamente en desuso, la sola idea de aplicársela en algún sentido a Frau Leni Riefenstahl da risa: la cineasta favorita de Hitler, autora de brillantísimos films de propaganda nazi, juzgada y estigmatizada en la posguerra, luego dedicada a la fotografía y el documentalismo en el Africa (amén de escribir su autobiografía, Cinco vidas), sobreviviente de graves accidentes y severas enfermedades, cumplirá en pocos meses los 100 pirulos, con una salud de fierro y una lucidez sin fisuras. Y para celebrar este centenario junto a su joven compañero (tiene apenitas 42 años menos, pero parece mayor y más fatigado que ella), la ex bailarina y actriz presentará su última película, Impressionen unter Wasser (Impresiones bajo el agua), de 45 minutos, ya editada y a la que sólo falta terminar de añadirle la música de Giorgio Moroder. Lejos de la propaganda política que tanto suceso y tantos disgustos le acarreó, Rief se dedica ahora a las bellezas submarinas que registró a través de ¡2 mil inmersiones!
Y tampoco le cuadra a esta mujer rebosante de creatividad el lugar común que ha negado sistemáticamente el genio femenino: Leni, más allá del contenido despreciable de sus dos largos pronazis (hay un corto previo, inhallable), realizó indiscutibles obras maestras en lo formal, de gran originalidad, que inspiraron a incontables cineastas que rarísima vez reconocieron este legado.
Acaso más que ningún/a otro/a creador/a, por las características de sus obras (a más alta calidad, mejor y mayor alcance en la promoción de un régimen totalitario y genocida), realizadas bajo el afectuoso padrinazgo de Hitler, Leni Riefenstahl atiza el debate sobre la responsabilidad moral del artista. Inteligentísima, ladina, calculadora del efecto de cada una de sus palabras, LR se ha defendido siempre como gata panza arriba de las acusaciones de exaltar el régimen nazi y contribuir a alimentar su mística, en Alemania y en otros países: ella no supo nada, no vio nada, no leyó nada, no vio nada, nadie vino a pedirle ayuda desesperadamente en una etapa en que los artistas –censurados y perseguidos, por ser judíos o por ser críticos al régimen (o por ambas cosas a la vez)– eran vetados y sus vidas corrían peligro...
Ahora se la puede mirar como a una viejita cínica que mantiene, palabras más, palabras menos, el mismo discurso que empezó a hilvanar en Nuremberg, cuando fue juzgada y quedó marcada sólo como “simpatizante del nazismo”. Pero los documentos concretos e irrebatibles demuestran que la cineasta germana, ambiciosa y tenaz en altísimo grado, aduladora de Hitler hasta el empalago, no sólo estaba al tanto de la escalada de atrocidades, sobre todo a partir del ‘33, sino que, aprovechándose de su situación de absoluto privilegio, hizo desde insinuaciones hasta denuncias que ponían en riesgo la libertad y la integridad física de quienes se resistieron a cumplir sus designios.

Por una rodilla
Helena Bertha Amalie (Leni) Riefenstahl nació en Berlín el 22 de agosto de 1902, hija de un próspero empresario en plomería y de un ama de casaque había postergado sus inquietudes artísticas en cumplimiento de los deseos de su marido, que sostenía que el lugar de la mujer era el hogar (y seguramente, dentro del hogar, la cocina; y afuera, la iglesia...)
Desde chiquita, Leni contó con el respaldo de su madre para desarrollar sus precoces talentos artísticos: primero se volcó a la pintura, luego a la danza (expresiones que más tarde aplicaría magistralmente al cine). Con la complicidad de mamá Bertha –y a escondidas de papá Alfred–, la niña empezó a tomar clases de danza y llegó a bailar en algunas funciones públicas. Una vez enterado, el padre se enfureció, pero al poco tiempo, más aplacado, decidió inscribir a Leni en la mejor escuela, Les Ballets Russes de Berlín, con la ingenua idea de que la criatura no iba a resistir tanta exigencia. Obvio es decir que Leni, con su imbatible mezcla de tenacidad y talento, superó todas las pruebas, descolló en las clases y raudamente danzó sobre el escenario, llamando la atención de la crítica y de varios directores teatrales y cinematográficos, entre los cuales, el notable Maz Reinhardt –posteriormente exilado en los Estados Unidos– que pretendía a Leni para el rol de Pentesilea, reina de las amazonas, en una puesta basada sobre el texto de Von Kleist. Entretanto, pisando con sus zapatillas de punta los 20, la futura directora de El triunfo de la voluntad y Olympia, se interesaba por las nuevas formas coreográficas trabajadas por Isadora Duncan y concurría a la escuela abierta por Mary Wigman, gran bailarina e innovadora coreógrafa (el estilo libre y experimental de esta artista no resultó del gusto del régimen nazi, que cerró su instituto de Dresde en 1940, pero de esto tampoco se enteró Leni).
En 1924, Leni se lesionó una rodilla mientras bailaba y el accidente puso en evidencia un tumor óseo y serios problemas en el cartílago. Justo en esas fechas, Arnold Fanck, un hacedor de films de montaña realizados con cierto preciosismo, andaba a la pesca de una nueva actriz (Susan Sontag consideró las obras de este director como “prenazis” por la ideología que destilaban, en Fascinating Fascism, NY Review of Books, 1975). La elegida fue la ya famosa Leni Riefenstahl y la película con la que inició su corta y fulgurante carrera de actriz, La montaña sagrada: para no variar, la bailarina frustrada se reveló –tal como lo exigía el guión– una consumada esquiadora. La asociación con Fanck se extendió a varios films del mismo estilo, durante cuyos rodajes la vivísima Leni -además de progresar como intérprete– aprendía todo en materia de técnica. Cuando la ahora sobresaliente y popular actriz decidió hacer su primer film en calidad de directora, La luz azul (1933), no tuvo el menor empacho en desbaratar el equipo técnico de Fanck, llevándose a sus mejores técnicos. En la puesta en escena colaboró con la debutante el teórico y realizador Bela Balazs, judío y marxista, que lamentó amargamente años después esta contribución.
La pretendidamente cándida Leni Riefenstahl, la que únicamente sabía de lentes y luces y salas de edición, en diciembre de 1933, en revancha por una negativa de Balazs, le escribe a su amigo (de ella) Julius Streicher -conocido como el enemigo número uno de los judíos– dándole plenos poderes para juzgar la queja del judío Bela Balazs contra ella... (desde luego, existe el original de esta misiva infame). Más tarde, LR hizo algo igualmente taimado y siniestro con el cineasta Schunemann, que le dijo que no participaría en El triunfo... por una razón de principios. Ella lo denunció ante el Bureau del Cine (“su respuesta es un insulto a la tarea que me confió el Führer”) y el realizador debió disfrazar su argumentación (diciendo que le era imposible trabajar a las órdenes de una mujer, lo que durante el nazismo sonaba bien). En ese momento, ya había decenas de encarcelados por disidentes y, según las palabras de Schunemann, “ella no habría vacilado en entregarme a la Gestapo”.
Las perrerías de Leni R no quitan su arrolladora creatividad: ya en La luz azul, contra la opinión de los expertos, inventó una combinación de filtros verdes y rojos y el mágico resultado fue exactamente el que ellapretendía. Jaworsky, un colaborador en ese rodaje, declaró décadas después que Leni era la más increíble fuente de energía, que su espíritu no reposaba jamás, que día y noche pensaba en los pasos que iba a dar, sin demostrar el menor remilgo en ser la jefa de un equipo de hombres.
Bueno, tal parece que Hitler en su irresistible ascenso vio La luz azul y quedó prendado, de la película y de su realizadora. Eran tiempos ominosos en que comenzaba el éxodo de muchas figuras de la cultura como Marlene Dietrich, Mar Reinhardt, Peter Lorre, Thoman Mann, George Grozs... En que –por orden de Goebbels– se quemaban frente a la Universidad de Berlín libros de H. G. Wells, Proust, Einstein, Zola, Remarque, Henri Heine (que precisamente había anotado en uno de ellos: “Allí donde se quemen libros, se quemará a los hombres”). Para ese entonces, LR, la que sólo se interesaba “por el arte y el bienestar del pueblo alemán”, había leído enfervorizada Mein Kampf, ese libro donde Hitler apuntó: “El arte de la propaganda consiste en despertar la imaginación apelando a los sentimientos de la gente, encontrando formas psicológicas apropiadas que atraigan la atención de las masas al conmover sus corazones”. ¿Quién mejor que LR para llevar a la pantalla estos conceptos que la bella, genial, innoble Riefenstahl?

El águila es bandera
A través de los últimos 50 largos años, Leni siempre tuvo en la punta de la lengua una excusa frente a todo tipo de entrevistadores, para su supuesta ignorancia de lo que sucedía en su país, bajo el poder total de Hitler: por ejemplo, dice que cuando tuvo lugar la sangrienta noche de los cuchillos largos, ella estaba en España preparando Tiefland (film que terminó después de la guerra). Lo cierto es que ése fue el año en que filmó El triunfo de la voluntad, a pedido expreso de Hitler, para quien ya había hecho un corto –Victoria de la fe, 1933, inhallable– que exaltaba un congreso nazi. Riefenstahl se entregó a la nueva realización con frenético ardor, puso al servicio de su jefe todos sus recursos físicos e intelectuales, toda su inventiva para glorificar a ese dictador que descendía de los cielos, entre nubes, a los sones del himno Horst Wessel y avanzaba entre ciudadanos delirantes de entusiasmo. Las cámaras pasando revista a combatientes de choque, juventud hitlerista, dirigentes. La grandiosidad de las imágenes, el uso de la música (con una ayudita de Wagner), el ritmo envolvente segregan una seducción perturbadora. A la hora de los discursos de una larga serie de jerarcas y funcionarios, LR elige algunas frases por su cuenta: de las palabras del verdugo Julius Streicher (ante quien la directora denunciara veladamente a Balazs) extrae este párrafo: “Una nación que no atribuye enorme valor a la pureza de la raza está condenada a sucumbir”. Naturalmente, Hitler se quedó loco de contento con este film que, según un rabino neoyorquino, “sólo pudo ser hecho por una nazi fanática”. La misma que, por caso, cuando los nazis invadieron París, en 1940, le escribe a su venerado patrón: “Con alegría indescriptible (...) hemos vivido, gracias a usted, mi Führer, la mayor victoria de Alemania: la entrada de las tropas alemanas en París. Un triunfo que sobrepasa la imaginación humana”.
Cuando a fines de 1935, LR prepara su segundo film para Hitler, 8 mil judíos alemanes se habían suicidado y 75 mil emigrado, pero ella seguía sin saber nada. Para Olympia, los dioses del estadio, bellísimo documental sobre los Juegos Olímpicos del ‘36, la directora del régimen lo tuvo todo: un equipo de 170 técnicos, rodó 400 mil metros de los que quedaron 6 mil y pico. A estas alturas, se escuchaban voces críticas al nazismo en el mundo; muchas personalidades se oponían a la participación de sus países en las Olimpíadas de Berlín. Incluso hubo varios deportistas íntegros, como la nadadora austríaca Judith Deustch, que se negaron redondamente a estar. Pero las Olimpíadas se realizaron, aun con cierta renuencia a rendir pleitesía a Hitler por parte de algunas delegaciones. Durante el desarrollo de los juegos, Leni cometió un desliz –que Hitler perdonó aregañadiente–: se flechó con el guapo negro Jese Owens, de físico espléndido (casi como el de los nubios que la deslumbraron en Africa muchos años después) y gran expresividad; le dedicó metros y más metros, dejándolo como a un héroe. En Olympia, LR sacó nuevos recursos de su inagotable galera a hizo una obra completamente diferente de El triunfo..., con una infiltración más sutil de la ideología y los símbolos nazis, sin soslayar cruces gamadas y águilas. Olympia sería su última pieza cinematográfica maestra.
En el documental El poder de las imágenes, a los 91, Leni gambetea y se escurre, da saltos jabonados de delfín (diría Lorca) frente a los intentos de apriete de Ray Müller en el terreno de la responsabilidad política, y únicamente se solaza cuando habla de cine, de lentes, de luces... Menos más que el material documental que se presenta respalda las objeciones del entrevistador que por sí mismo no puede con la pícara, arrogante, mandona, sagaz Leni, que se da el lujo de hacer indicaciones técnicas. Es la misma Leni que cumple los 100 en agosto y que el mes pasado, la muy caradura, declara –una vez más, esta vuelta al diario Die Welt–: “Yo sólo filmé lo que veía, ni una sola vez pensé en política durante los rodajes... A mí me impresionó mucho cómo luchaba Hitler contra el desempleo... A nosotros nadie nos informó con anterioridad sobre los campos de concentración”.

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