Vie 20.12.2013
las12

URBANIDADES

Ese infierno

› Por Marta Dillon

La noticia se abrió paso entre el agobio del calor y ese magma de olores en el que se cocina la ciudad en verano: diez de los trece acusados por el secuestro, la reducción a prostitución y la desaparición de Marita Verón fueron encontrados culpables por la Corte Suprema de Tucumán un año después de terminado el juicio oral que los había absuelto a todos. Un respingo a mitad de camino entre la sorpresa y el alivio me tomó por asalto. Por mi ánimo melodramático, ese tipo de emociones suele venir subrayado por algo parecido al agua en la garganta. De inmediato la radio me puso en mi lugar. La voz de la madre de Marita, tantas veces escuchada, esa voz de maestra severa que sabe combinar el diminutivo del nombre de quienes busca convertir en aliadas con las calificaciones más duras para quienes las merecen, repuso el orden. Susana Trimarco ni agradece a la Justicia por hacer su trabajo ni se alegra demasiado por las condenas. A los jueces se les paga para que hagan su trabajo, ¿por qué habría que agradecerles? ¿No es suficiente agradecimiento el salario y hasta la excepción del impuesto a las ganancias? Y además, ¿por qué habría de alegrarse si su hija sigue tan ausente como siempre, si su nieta fraguó su propia voz en ausencia de la de su madre? Ni viva ni muerta, Marita no está, ni sus restos ni su risa, sólo las imágenes congeladas en las fotos y el trabajo constante de la memoria para darle cuerpo, para sostener su lugar vacío, para tensar ese hilo generacional que otorga a cada quien su lugar en el tiempo. Las condenas no la hicieron presente, su madre duda de que alguien la esté buscando, y cuánto tiempo perdido para esa búsqueda. Aun así, hay otras voces que fueron jerarquizadas y eso también resalta sobre el silencio. Son las voces de otras víctimas, las que la vieron, las que estuvieron con ella, en el mismo lugar, los mismos padecimientos. Voces negadas hasta ahora, menospreciadas, denigradas igual que esa herramienta fundamental que ahora se puso en juego: la perspectiva de género. Que se la haya utilizado para reparar lo actuado en 2012 en un juicio oral que se pareció más que a una burla a una conspiración de machos meando su territorio trae un poco de fresco para esa tarde de infierno del último martes. Pero enseguida llegan otros olores. Un hedor a carne podrida que por un instante parece llegar desde un camión de reparto. Pero no, llega de Salta. Llega de otros despachos ilustres que exigen para sí el trato de su señoría y son capaces de tomar de rehén a una niña de 14 que languidece porque sobre su cuerpo se libra la batalla de la moral de los otros. Abusada y golpeada por la pareja de su madre, un embarazo sin nombre como secuela y dos o tres doctores que le dicen lo que tiene que hacer: incubar y transferir el recurso generado por la violencia para que otra familia pueda bautizar un hijo o una hija. El gesto huele a sangre, sangre que se corrompe bajo la luz inclemente de una impunidad que se arroga todos los derechos: desconocer la ley, ordenar los próximos pasos de la víctima, hablar en nombre de lo que no existe, imponer su dogma sobre los cuerpos de las mujeres, sus voces, su deseo, su autonomía. En ese péndulo se hamaca la Justicia, pero no sólo la Justicia sino todos y cada una. En el cuerpo de esa nena se libra una batalla, nos guste o no, y no hay lugar neutral para evitar el cruce de lanzas. Si esa nena aborta, todas y todos podemos ser un poco más libres, si la voz de esa nena y de su madre se escuchan, estaremos todos y todas mejor plantados sobre nuestros pies, frente a nuestras opciones. Si no... si no sabremos que el olor fétido que respiramos no es producto del calor sino de otro infierno que nos enajena de nuestros cuerpos, nuestras decisiones y nuestras voces. Y que no depende del termómetro, mucho menos de Dios, sea cual fuere.

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