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Viernes, 27 de junio de 2014

ENTREVISTA

Que no pase el temblor

La Red Conceptualismos del Sur es una plataforma internacional de trabajo, pensamiento y toma de posición colectiva que agrupa a un conjunto de investigadores y artistas dispuestos a intervenir críticamente en los procesos de recuperación de la memoria de las prácticas poético-políticas surgidas en América latina a partir de la década del ’60. Perder la forma humana, la muestra que hasta el 10 de agosto puede verse en el Muntref, es fruto de esa disposición que logra entablar un diálogo entre experiencias aparentemente desconectadas geográfica o temporalmente para hablar de los años ’80, de su dolor y su temblor, su poética y su lucha. La filósofa brasileña Suely Rolnik, fundadora de la Red, habla de las derivas posibles de esa pérdida de forma, de ese deseo que surge de la incomodidad, de la interrogación siempre abierta que empuja a seguir buscando.

La poética del Indio Solari tituló una obra colectiva, expansiva y ambiciosa: Perder la forma humana (Muntref). Cada una de esas palabras –perder, forma, humana– convocan una sonoridad múltiple, casi como un mantra que en su repetición pierde un sentido y gana variaciones insospechadas. En este caso el ritmo es, sobre todo, sísmico. Esa es la idea-fuerza de la Red de Conceptualismos del Sur, el grupo de investigadorxs y curadorxas a cargo de volver a poner en escena los años ’80 en América latina justamente desde esa perspectiva: un temblor, un movimiento, un rugido y también la desesperación que acompaña la conmoción del suelo. Una segunda idea-fuerza es la de cuerpo: colectivo, individual, compuesto, poético, sexuado, combativo, entramado a una geografía y sensible al temblor. Un “cuerpo vibrátil” dirá la filósofa brasileña Suely Rolnik, coautora, junto con Félix Guattari, del libro Micropolítica. Cartografías del deseo (Tinta Limón) y fundadora de la Red, invitada a Buenos Aires como conferencista para abrir la muestra junto al crítico y ex secretario de Cultura de Paraguay Ticio Escobar.

Hay una primera dicotomía. Perder la forma humana se vincula al terror, a la tortura, al momento de las dictaduras en América latina y también a la resistencia, a la desobediencia festiva. Pero al mismo tiempo, en la muestra se va más allá de ese binarismo, más bien se lo exaspera y paradójicamente por momentos se lo disuelve...

–Sí, hay dos sentidos de perder la forma humana. Uno más obvio, que es cuando alguien es objeto de tanta exclusión y humillación que se deshumaniza; es el momento dictatorial. Es un poco la idea de Homo saccer: perder la forma humana en el sentido de que lo humano deja de ser reconocible, no tiene ninguna potencia de construcción. Las prácticas artísticas que se encuentran expuestas evidencian tentativas portadoras de una desesperación, las que surgen frente a la impotencia que impone el terror. Mi experiencia de estar durante cuatro horas y media en la muestra y ver los cuerpos desnudos y provocativos, es que si al principio puede percibirse como una cosa hedonista, lo que aparece en verdad es un sufrimiento, el dolor de cuerpos lastimados. Y eso se siente porque una sale muy sofocada de la exposición, es decir, que la muestra ha logrado volver eso sensible.

¿Cuál es la otra deriva de perder la forma humana entonces?

–Parto para pensar de la propuesta artística de Lygia Clark, que toma una tira de papel que arma como una banda de Moebius, y forma un tipo de superficie donde no hay adentro ni afuera, ni derecho o revés, sino dos fases indisociables en relación paradójica. La propuesta de la artista era muy simple: buscar un punto y cortar longitudinalmente con una tijera y cuando se llega a un fin, elegir otro punto y comenzar de nuevo, lo cual abre otra manera de ver y de sentir porque el hecho de cortar la banda va cambiando su forma. Es decir, no hay una forma previa en la cual estás adentro, sino que tu acción es la que produce cambios de forma. Hacés otra experiencia del espacio y el tiempo, producido por el acto mismo, y el tiempo del acto es ya el momento que define la forma. La apertura a otra manera de ver y sentir se da sólo por el acto que multiplica la posibilidad de formas. Si tomo esto y pienso que los territorios existenciales son al mismo tiempo forma y fuerza, que es muy distinto a forma y contenido, nos abre otra idea de percepción del cuerpo.

¿En qué términos?

–Nuestros sentidos se forman por una percepción que es sensible y psicológica (de sentimientos del yo), organizada culturalmente. Ambas ya están asociadas a representaciones, a ciertas formas familiares. Pero los mismos sentidos tienen otra potencia, que es la aprensión de las fuerzas, que pasa como percepción de los efectos que las fuerzas producen en tu cuerpo (eso ya no está en el plano ni sensible, ni psicológico, ni cultural). Es lo que yo llamo el “cuerpo vibrátil”. El efecto de las fuerzas en tu cuerpo abren otra percepción, un estado que aún no está formateado y que agrega otra posibilidad de mundo en el mundo. Por cuerpo no me refiero sólo a cuerpo humano individual: pensemos también en el efecto del narcotráfico o de ciertas instituciones o del Papa sobre América latina. Entonces, es siempre la relación la que produce efectos, no hay subjetividades por separado, esos efectos son los que abren otro estado de ver y sentir como algo no-familiar.

¿No familiar en el sentido de extraño?

–Como algo que desestabiliza, que produce una tensión constante, un extrañamiento respecto de lo familiar. Eso es lo que convoca al deseo por una razón muy simple: para conquistar un nuevo equilibrio. El deseo es el sujeto de la acción, el deseo actúa, y esa acción es pensante y puede ganar cuerpo en un texto, en una obra de arte o en una nueva manera de relacionarse. Ahí es donde entra lo que llamo política de producción de pensamiento. Si tengo activos esos dos modos de percepción-cognición y el momento de desestabilización lo vivo como un gran punto de interrogación, ahí hay dos posibilidades para reconquistar el equilibrio. Si mi interrogación se abre sobre las formas de ser mujer o de vivir la vida en pareja, puedo reacomodar el equilibrio consumiendo las imágenes de belleza, éxito, de mujeres que –según mi clase, mi espacio cultural– funcionan bien. A través de ese consumo me acomodo quedándome en el mismo lugar. Volviendo al ejercicio plástico de Lygia Clark: es cuando corto la cinta de la misma manera. No es que no acciono o pienso, pero es un pensamiento que busca reacomodar la situación.

Volvamos a la otra posibilidad. ¿Qué implica quedarse en el estado de interrogación y a la vez convocar un nuevo equilibrio?

–Primero no pensar que la causa está en mí, puramente interior. Por el contrario, si se desencadena el deseo es un proceso de creación de otra política del pensamiento que poco a poco va a encarnar o actualizarse en una nueva manera de ver y sentir, que ya está ahí pero aún no toma cuerpo. Cuando ese gesto se hace, produciendo una obra de arte o cambiando las relaciones de pareja, se logra producir algo que tiene gran poder de proliferación. Y esto es porque no es portador de una inspiración divina sino una respuesta posible al estado que se está produciendo en los cuerpos frente a un cierto contexto relacional. La interpretación de fuerzas es estético-clínica.

¿Ni psicológica ni cultural entonces?

–Es estética como experiencia, lo cual no tiene nada que ver con la belleza ni con el arte. Y clínica porque en ese estado hay algo que potencia tu posibilidad de pensar y crear. La sensación ya está por sí misma causando extrañamiento en lo familiar. Hacerse cargo o no de ese punto de interrogación: ahí está lo político, la política de las acciones pensantes que es el deseo y que llamo micropolítica. Puedo ser micropolíticamente activa y eso produce algo que desplaza la cartografía vigente. Una micropolítica reactiva es cuando evito a toda costa ponerme en estado de interrogante. Cuando intento rápidamente reacomodarme, eso no es neutro porque en ese gesto algo de ese mundo que se abría se ha interrumpido y eso también tiene un poder de proliferación. La tendencia es que mi ego toma la escena con sus sentimientos y me va a hacer sentir en desamparo y por eso empujar a acomodarme.

¿Qué es lo que llamás en tu último trabajo “inconsciente colonial”?

–Es precisamente la supresión de la interpretación estéticoclínica de la realidad, para quedarte sólo con la sensible-psicológica que ya está en el marco cultural existente. Se anula así la posibilidad de actuar, vivir, pensar desde el interrogante. Si yo para reacomodarme consumo ciertas imágenes de modos de vida, o la moral de la Iglesia, o ideología de izquierda o de derecha, ahí poco importa porque la función es reordenar, cerrar el estado de interrogación. La brújula que me lleva a la reestabilización es moral, porque son representaciones ya hechas que tomo como verdad contra el desequilibrio que genera el deseo de otra cosa.

¿Y qué es mantenerse en la interrogación?

–No apoyarse en ningún contenido. Lo que me conduce, más bien, es un interrogante: ¿cómo traer otras formas de ver y sentir a la existencia común? Ahí la brújula es la conservación de la vida y lo que ella empuja como criterio y no la conservación de un sistema moral, que puede ser católico, deleuzeano, artístico, o de cualquier otro tipo. El sentido de esa interrogación será creado, justamente porque no tiene contenido. Cuando se suprime esa interrogación, pierdes lo esencial de lo vivo que es poder situarte, definir tus acciones, en relación a lo que potencia o despotencia la vida. El capitalismo es justamente la máquina de supresión de interrogación porque se alimenta de los consumos. Y esos consumos, a su vez, se alimentan de nuestros deseos y malestares para transformarlos en angustia, inseguridad y falta y, sobre todo, la pregunta se reenmarca en lo que sucede en el “yo”. El interrogante y lo no-familiar disuelven y ponen en duda al yo, de modo que la subjetividad entendida como ego se pone insegura. La inseguridad está ligada al inconsciente colonial, al modo en que funcionamos desde lo sensible-psicológico. Por eso es más fácil que en una situación de fragilidad o precariedad el yo tome la escena, y ahí también es muy posible el desplazamiento a la “inseguridad” como violencia y miedo y la necesidad de encontrar “salvadores”. Ahí la Iglesia juega un papel, una Iglesia que busca adaptarse a la flexibilidad capitalista.

Conexiones

Ana Longoni es doctora en Artes en la UBA. Es escritora e investigadora y una de las curadoras de Perder la forma humana. En una visita guiada para algunxs pocxs invitadxs, mientras se ve el río marrón de fondo, explica que la hipótesis con la cual empezaron a trabajar fue dividir en cuatro zonas las modalidades por las cuales el arte y la política en América latina durante los años ’80 entraron en relación: activismos artísticos, espacios underground, desobediencias sexuales y redes y solidaridades. Pronto esa división se mostró insuficiente: “Nos dimos cuenta de que era mejor enfocar las conexiones, resonancias, modos de hacer comunes, más que los territorios estancos”. Fue por eso que optaron por buscar por otro lado, por “conceptos transversales, muchos acuñados por los protagonistas de las prácticas, no introducidos por la teoría. Tampoco delimitamos por zonas nacionales. Hay incluso temporalidades distintas, entre países que están en dictadura y países en transición democrática. La afinidad es por conceptos-nudos”.

¿Y de dónde surge la noción de “imagen sísmica”?

–La imagen que esta investigación teje sobre los nuevos modos en que se entrecruzaron el arte y la política en América latina en los años ’80 no pretende ser de ningún modo panorámica, exhaustiva ni representativa, sino que se presenta como un diagrama posible de las transformaciones y tensiones que atravesaron esa época. Su carácter sísmico remite al ejercicio de generar una imagen en la que colisionen múltiples temporalidades y territorios. Una imagen turbulenta que registra un estado de conmoción social que oscila entre el arrasamiento represivo y la emergencia de nuevas subjetividades. En la alusión al carácter sísmico de la imagen que esta investigación colectiva quiere componer reverberan tanto la aproximación del filósofo Georges Didi-Huberman a la obra del historiador alemán Aby Warburg como la conceptualización que propone Jacques Derrida sobre los “acontecimientos sísmicos” en Espectros de Marx (1993).

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