URBANIDADES
Esta noche
› Por Marta Dillon
No sé ustedes, pero yo disfruto de algunos ritos del mismo modo en que me alegra llegar a ese punto del camino que me impongo a la distancia mientras el trote sostenido ensancha mis pulmones. Sigo hasta el árbol que tiñe de sombra la otra orilla, me digo para consolarme. Y cuando llego, resoplando, con el agua de mi cuerpo corriendo escote abajo, mejor sigo, sigo hasta el banco blanco sobre el que podría arrojarme como en los brazos de una madre. Así, de a pequeños trancos, aprendí a correr algunas mañanas para mantener a raya los triglicéridos, para perdonarme los excesos de las noches y conjurarlos antes de que se conviertan en colesterol. Una estrategia tan vieja como mi memoria, al menos, que me trae esas vueltas del colegio, quince cuadras eternas para el hambre del mediodía y el estrecho tranco de los siete años. Contando los pasos, evitando pisar los límites de las baldosas, el camino se dejaba ir porque mi ansiedad se olvidaba del final para ocuparse del mientras tanto. Mientras escribo es miércoles. Hoy es mi día pesado. Empieza temprano y termina tarde. Pero tengo que seguir hasta el jueves, jueves amigo de almuerzos largos en la Costanera Sur, o mejunjes de jabón para quitar de las plantas la peste que siempre vuelve, como todo lo demás. Incluso antes del jueves tengo mi propia zanahoria frente a la nariz, una cervecita en la esquina con los amigos del diario y el mozo que guiña un ojo y trae el pedido sin preguntar. Pequeños ritos cotidianos como perlas en el continuo gris, que también merecen desbaratarse de tanto en tanto para no permitir que sus bordes se vuelvan tan romos que dejen de advertir su presencia en la palma de la mano. Hay otros ritos más especiales, que vestidos de fiesta, bombachas rosas en Navidad y uvas en Año Nuevo. Globos de papel que se inflan con el fuego de su corazón y se llevan los deseos del año escritos en su piel. Es un riesgo que se quemen antes de remontar, pero entonces decimos, digo, se cumplirán más rápido esta vez estos deseos tan urgentes que se queman solos. También es necesario, en mi casa, subirse a la silla a las 12 en punto del 31 para que eso que nos pesa y nos amarga no se enrede en nuestras piernas justo cuando el calendario ofrece su promesa en blanco. Y así nos sentimos especiales. Esta noche, esta única noche. Hasta que amanezca, en todo caso. Hasta que todo vuelva a empezar.