Vie 30.04.2004
las12

TALK SHOW

La irreductible Sarah Polley

› Por Moira Soto

Con ese rostro común y luminoso parecido al de Sandrine Bonnaire, según comentaba Agnès Varda a la revista española Fotogramas después de ver Mi vida sin mí, Sarah Polley (Toronto, 1979) es un ave extrañísima, casi anómala, en el planeta de las actrices que podrían ser estrellas pero prefieren abstenerse. Lo sorprendente de la chica Polley, aparte de la perfección como actriz que alcanzó todavía adolescente, es que haya tenido unas cuantas cosas claras bien temprano en su carrera, y que se haya mantenido fiel a sus convicciones. Por ejemplo, decidió que quería actuar a los 5, siguiendo los pasos de varios miembros de su familia, y no hubo quien pudiera disuadirla. A los 6, con el film One Magic Christmas, ya era una niña estrella sin darse por enterada. Poco después entró en la serie The Road to Avonlea, sobre los populares relatos de Lucy Montgomery, y se quedó varios años (hasta que empezó a producirla Disney, y entonces consideró que debía de renunciar: “Fue una decisión política”, declaraba S.P. al New York Times en 1999). Interpretó a la Sally Salt de Las aventuras del Barón de Munchausen (1989) un año antes de perder a su madre, abatida por el cáncer, desdicha absoluta que la llevó en el 2003 a hacer el protagónico de Mi vida sin mí (actualmente en cartel, de la catalana Isabel Coixet, que dijo de Sarah: “Ella abraza el personaje y desaparece en él de manera escalofriante. No he conocido a ninguna actriz con menos vanidad ni más dispuesta a llegar a la verdad de un personaje”).
A los 14, Sarah Polley pasó por una cirugía mayor para corregir su escoliosis. Una vez recuperada, se fue a vivir sola en el centro de Toronto. A los 15 ya militaba desde el Partido Demócrata Socialista contra el Partido Conservador gobernante, y en una manifestación que chocó con la policía le rompieron un diente. Chica dura en más de un sentido, Polley, cuya posición se consolidó luego de Exótica (1994) y Dulce porvenir (1997), no acepta producirse para las notas (“puedo ayudar a vender una película, pero no a Versace ni a Calvin Klein”) ni tampoco cumplir las convenciones del glamour de los estrenos: usó el mismo vestidito negro para la première en Cannes de Dulce porvenir que para la presentación en Nueva York, dos años después, de Guinevre. Ella puede filmar con David Cronenberg (eXistenZ, 1999) o con Hal Hartley (Monster, sólo vista por cable), pero nadie le saca de la cabeza la idea de que Hollywood es un predador y siempre se resistió a la intención de la industria de catalogarla como ingenua. Ella prefiere ser actriz a secas, aunque no descarta la posibilidad de dedicarse a la política en el futuro. No por nada su modelo a seguir es la británica Vanessa Redgrave.
En estos días, Sarah P. hace doblete en los cines porteños: en tanto permanece en cartel la conmovedora Mi vida..., acaba de estrenarse una de terror, derivado cliperil de George Romero y a la vez del relato madre de Richard Matheson Soy leyenda (afuera todos regresan de la muerte con ansias vampíricas, y adentro de algún sitio cerrado quedan algunos normales que van dejando de serlo frente a la mayoría aplastante de muertos vivos), que tuvo dos mediocres versiones cinematográficas (la de 1964, con Vincent Price; y la de 1971, con Charlton Heston). La nueva de Sarah Polley se llama El amanecer de los muertos y se deja ver con cierto placer en épocas de tanta escasez de sobresaltos terroríficos, pese a sus efectismos epidérmicos y repetitivos, y a sus personajes de un solo trazo. Una vez más, como siempre, los vampiros son una plaga y ya no hay émulo de Van Helsing que pueda con ella. Los chupasangre que empezaron a ganar la partida allá por los ‘60 (La danza de los vampiros, entre otras) se fueron radicalizando y no faltó en los últimos años algún feto que exigía sangre porque no le bastaba con el líquido amniótico (Baby Blood). De todos modos, lo que aquí nos importa es que Sarita Polley, una vez más, logra que le creamos todo, aunque la película no esté a su altura (artística, porque la rubia de nariz casi griega es decididamente petisa). En El amanecer... interpreta a una enfermera que, luego de perder a su hijita y a su marido, contagiados de vampirismo, integra un grupo de sobrevivientes que se refugia en un shopping. A pesar de lo lineal de su personaje en los papeles, Polley se las compone para inyectar a su nurse suficientes dosis de compasión, decencia y humor.

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