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Lunes, 2 de febrero de 2004

FúTBOL

El fútbol como salida

Por primera vez en su historia, Benín, uno de los diez países más pobres del mundo, consiguió su clasificación para la Copa Africana de Naciones. Con el espejo que significan vecinos como Camerún, Nigeria o Senegal, la apuesta por el fútbol es una motivación para que los jóvenes benineses encuentren la posibilidad de una vida mejor.

Por Juan Pablo Bermudez

Hoy el fútbol es mucho más que un deporte popular, y nosotros finalmente lo hemos comprendido. Esta clasificación resulta más importante para el país que lo que muchos otros países en los que el fútbol es de alta competencia pueden imaginar. Es nuestra proyección al mundo, nuestra carta de presentación. Y es, ante todo, una enorme posibilidad para los más jóvenes.” Martin Adjagodo pronunció estas palabras horas después de la clasificación de Benín para la Copa Africana de Naciones, el torneo más importante del Continente Negro. Se lo notaba emocionado. Por primera vez en su corta historia, Benín, uno de los diez países más pobres del mundo, ingresaba a la elite futbolística del continente. Y aunque el desempeño de la selección nacional en el campeonato no genera muchas ilusiones –perdió 2-0 con Sudáfrica y 4-0 con Marruecos–, el presidente de la Federación Beninesa de Fútbol, como la inmensa mayoría de los benineses, está satisfecho: también por primera vez en su historia, el nombre del extraño país aparece en los medios de todo el planeta pero no por su inestabilidad política ni por su altísimo nivel de pobreza, sino por un logro deportivo.
Benín es un pequeño estado africano que limita con Nigeria, Níger, Burkina Faso y Togo. Toda su historia está signada por la violencia y la miseria, incluso desde antes de la independencia: en el siglo XVII se constituyó como reino gracias al tráfico de esclavos. Los reyes Fon, de Abomey, el clan más fuerte, se unieron al reino de Hogbonu para conformar un estado centralizado, Dahomey, cuya defensa estaba asegurada por las modernas armas de los europeos, principalmente inglesas y francesas, que con ese suministro se garantizaban el uso del puerto de Ouidah para recibir contingentes de esclavos. Y aunque en 1818 Inglaterra prohibió el tráfico de personas, el rey Ghezo, del clan Abumey, no cambió de rubro: desvió los barcos de esclavos hacia Brasil y Cuba. En 1892, Francia consideró que ya había dejado a Dahomey a la buena de Dios por demasiado tiempo y decidió invadirlo y colonizarlo. Recién en 1972 el entonces mayor del ejército, Mathieu Kérékou, organizó una revolución para independizar Dahomey, objetivo que se cumplió dos años más tarde. Kérékou instauró el marxismo-leninismo como régimen y cambió el nombre por el de Benín.
Precisamente por esa suerte de proceso revolucionario, el nuevo gobierno comenzó a ser blanco de múltiples conspiraciones. La más importante ocurrió en 1977, cuando hubo una fallida invasión de mercenarios franceses apoyados por Gabón y Marruecos. La Nueva Asamblea Revolucionaria, elegida por voto directo de los habitantes, supuso que aquel refrán sobre la imposibilidad de vencer al enemigo era cierta y reestableció relaciones diplomáticas con Francia. La suposición resultó cierta a medias: Benín no volvió a tener intentos de colonización, pero internamente comenzó una caída libre que continúa hasta hoy, aun cuando en 1982 se descubrieron yacimientos petrolíferos en el mar que garantizaban la autosuficiencia en materia de energía. Ese mismo año, una gran sequía, sobre todo en el interior, aumentó la desertificación y expulsó a miles de benineses a Nigeria, que para colmo endureció su postura con respecto al vecino país y mandó de vuelta a los emigrantes y clausuró las fronteras. El FMI, para no ser menos, exigió un impuesto del diez por ciento a los salarios y una rebaja del cincuenta por ciento en las partidas destinadas a los beneficios sociales.
En 1989 Kérékou abandonó el marxismo-leninismo a favor de la apertura a capitales privados (una suerte de Perestroika a la africana), pero el supuesto remedio resultó peor: en 1992, el treinta por ciento de los ingresos de Benín se destinó al pago de la deuda externa. Y en 1996, Francia decretó la devaluación del ciento por ciento del franco CFA, la moneda beninesa, por sus compromisos incumplidos con el Fondo Monetario. De ahí en más, el poder económico mundial osciló entre darle nada y darle un poco al país africano, aunque siempre cobrando sus deudas. Los niveles de pobreza crecieron con desmesura y el fin de siglo encontró a Benín hundido en la miseria: sólo la mitad de su población tiene agua potable y empleo y los recursos cada vez son menos. Por eso alguien, deslumbrado por los millones que mueve una transferencia en el mercado europeo, pensó en el fútbol. Y hacia allá fueron.
El proceso fue lento, claro. En semejante contexto no se podía hacer mucho por desarrollar el deporte, pero la falta de otros horizontes y el espejo de otros países como Camerún, Nigeria y en estos últimos tiempos Senegal, que lograron cierta proyección gracias a la pelota, les dio la fuerza y el empuje necesarios. Por eso también empezaron a exportar jugadores (empresarios futbolísticos mediante) a Francia. “Necesitamos que nuestros futbolistas adquieran más roce y otro tipo de experiencia si queremos que el fútbol de Benín crezca”, decían desde la Federación para justificar el éxodo, pero todos sabían que detrás había algo mucho más importante para esos jugadores: la posibilidad de una vida mejor.
Miles de chicos benineses se volcaron a la práctica del fútbol. Las escuelas se multiplicaron y muchos empezaron a mirar la pelota como la única salvación posible. Los números son elocuentes: mientras que Omar Tchomogo, el capitán y la figura de la selección, tiene un sueldo de miles de euros en el Guingamp francés, la Federación beninesa desembolsó la cifra record de 25 millones de francos CFA para obtener la clasificación a la Copa. Aunque parece mucho, esos millones se transforman, al cambio, en apenas cincuenta mil dólares.
De todos modos, les resultó. Primeros en el grupo clasificatorio que disputaron con Zambia, Sudán y Tanzania, obtuvieron el tan ansiado pasaporte al torneo. Cientos de miles de benineses salieron a las calles a festejar el logro, las ilusiones crecieron en relación inversamente proporcional a su economía y cada vez son más los jóvenes que intentan jugar bien a la pelota. El mismo Tchomogo expresaba: “Lo que ha marcado la diferencia en el 2003 es la motivación de los jugadores y sus inmensas ganas de triunfar... No le tememos a ningún equipo”.
Aunque todavía falta (al parecer mucho) para arribar a un lugar de privilegio dentro del fútbol mundial, Benín empezó a recorrer el camino. Antes del inicio de la Copa Africana de Naciones y en medio de la euforia generalizada, dos derrotas frente a Túnez, en amistosos, lo devolvieron a la realidad. Sin embargo, por la clasificación al Mundial de Alemania 2006 dejó en el camino a Madagascar, avanzó de fase y logró, así, reavivar la ilusión. Esa ilusión que se sostiene en Tchomogo, en el muy buen arquero Chitou Rachad, en el técnico que los clasificó y que le cambió la cara al fútbol beninés, el ghanés Cécil Jones Atturquayefio, y en un plantel de jugadores que milita mayoritariamente en Francia. Pero por sobre todo, en las ganas de hacerle un caño a la miseria, salir adelante y ganar el campeonato de todos los días. La ilusión, al fin y al cabo, de vivir una vida mejor.

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