Lun 10.07.2006
libero

FúTBOL

Diario de viaje

› Por J.J.P.

Contradictorios los tipos. Estamos en el Estadio Olímpico de Berlín, en un lugar excepcional, en la mitad de la cancha, con un dominio total del panorama. Las tribunas ya están llenas. El colorido es impresionante. Desde ahí escribimos este diario de viaje. Dentro de un rato va a empezar la final del Mundial. Cientos, miles, hasta se puede decir que millones de personas envidiarían el privilegio que tenemos de estar donde estamos. Y sin embargo, con el reducido grupo de periodistas argentinos que quedó tras los penales con Alemania, compartimos una sensación muy similar: nos sentimos raros, extraños, colados, como quien llega a una fiesta y se da cuenta de que son todos desconocidos. De vista lo conocemos a Elizondo, a los jueces de línea Otero y García, a Camoranesi y a Trezeguet. Son argentinos, pero –claro– no es lo mismo. No son éstos los argentinos que tenían que estar en la final y por eso este gustito agridulce, este fuerte cruce de satisfacción y bronca.

Con sus contrastes y paradojas, Berlín es una ciudad que a uno se le ocurre extraordinaria y que se acomoda fenómeno a cualquier sentimiento contradictorio. Impresiona el peso simbólico de los 2700 bloques de cemento de los tamaños más diversos, a la salida del Museo Judío, como un símbolo del Holocausto; sorprende la intensa vida nocturna con subtes que funcionan toda la noche entre el sábado y el domingo; impacta el muro mismo, la existencia de un muro, lo que quedó del muro, las pintadas, el simbólico cuadro del Trabi de frente atravesando la pared en un sector de la ciudad y el mismo auto, pero de cola, en otro sector con un texto significativo, medio en broma, medio en serio: “Estamos volviendo juntos”; deslumbra la iglesia bombardeada que se reconstruyó tal cual, al lado de una supermoderna con torre y todo en el Kudamm...

Se puede recorrer Berlín en bus turístico, en bicicleta, en tranvía, en subte –que se asoma a la superficie de tanto en tanto–, en auto, en barco, por el río Spree o caminando hasta que no se pueda más, manteniendo, aún así, la idea de que no se vio nada.

Se puede pasar, casi sin escalas, de la pequeña Estambul, el barrio de los turcos, a Prenzlauer, que bien podría llamarse Prenzlauer Hollywood; del viejo Spandau al supermoderno Postdamer Platz, siempre con los ojos abiertos al asombro y ver poco.

La despedida es corta: disfrutamos mucho del viaje, tanto como de contacto diario. Y extrañamos a los nuestros. Mañana vamos a estar en la querida Buenos Aires. El Mundial se termina. Lamentable y afortunadamente.

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