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Sábado, 25 de marzo de 2006

NOTA DE TAPA

Una fachada que vuelve

El Colegio de Abogados está recuperando un edificio hermoso y muy maltratado para su tercera sede en la cuadra de Corrientes al 1500. Con el interior ya perdido, los esfuerzos se concentran en restaurar una fachada y sobre todo una cúpula de gran elegancia.

 Por Sergio Kiernan

El edificio no tiene nombre, pero es conocido por alojar el viejo, muy viejo bar La Giralda, último sobreviviente de lo que fue una avenida de cafés tradicionales. Nacido en 1925 como viviendas de cierta comodidad, con dos cuerpos –invisibles, el terreno es muy largo– y una fachada de fuste, el edificio fue cayendo en desgracia a partir de los cincuenta, cuando el Hotel Premier que ocupaba el frente decidió “modernizarse”. Y ya se sabe, cuando ciertas cosas se “modernizan”... Pues la suma de barbaridades que afectaron el edificio están siendo revertidas en parte por el Colegio de Abogados porteño, que sigue expandiéndose en esa cuadra de Corrientes al 1500. En su tercer edificio en cincuenta metros, el Colegio está dando los últimos toques para que renazca la fachada, ya completó una cariñosa restauración de una cúpula muy bonita y muy poco conocida, y está reconstruyendo un palier que supo ser elegante. Los interiores, por desgracia, estaban más allá de cualquier redención y serán ahora plantas abiertas, sin rastro de su estilo original.

Hace 80 años, el edificio nació con aires neoclásicos, básicamente franceses, con dos locales en planta baja y una airosa entrada con un fuerte pedimento triangular. En lo que sobrevivió de la decoración interior, antaño muy profusa, se adivina algún toque Art Nouveau y anche Déco, aunque lo que predomina es la marquetería, la guirnalda y el colgajo. En algún momento de los cincuenta, el Hotel Premier decidió que había que ser modernos e invirtió una considerable suma en arruinar el lugar. Se bajaron los cielorrasos, las plantas fueron subdivididas en cuartuchos con baño privado, se cribó la fachada de boquetes para aparatos de aire acondicionado, volaron las nobles puertas de madera dura y aparecieron las más berretas posibles y, pecado capital, se removieron los veinte ventanales y ventanas del frente, reemplazados por lo que hubiera a mano en el corralón.

Por supuesto, las medidas de estos nuevos cerramientos no coincidían con las aberturas, con lo que la diferencia se tapó a ladrillo y cemento. Este carnaval incluyó detalles como bajar la altura del espacio de escaleras, con lo que hasta se bajó la sábana de la escalera, cosa de causar claustrofobia. El ridículo fue tal, que al bajarse la altura del hall de entrada al edificio, se tapió la banderola del portón con una suerte de doble pared de enladrillado. Al demolerla, acaba de aparecer la banderola de hierros, con su vidrio original.

El descaso en el mantenimiento resultaría gracioso si no fuera una más de las pequeñas tragedias que se comen tantos edificios valiosos de nuestra ciudad. Donde se encontraba una moldura rajada, se la picaba. Donde se notó que se habían deteriorado los airosos frisos de la fachada, se los tapó de mala manera con cementos. El edificio quedó triste, abrumado y berreta.

En la azotea está el más cómico ejemplo de desastre. El edificio está coronado por un quinto piso en mansarda, con frente de pizarra negra -inmaculado y con apenas cinco piezas rajadas– con una muy airosa cúpula de planta cuadrada y una sección casi de pagoda. En algún momento de su larga vida se percibió que la cúpula filtraba agua, por lo que se procedió a pintarla a brocha gorda con asfalto. El pegoteo mantuvo ocupado a un restaurador que raspó, limpió y lavó por semanas hasta exhibir una bellísima estructura de hierros y pinoteas, en óptimo estado, con revestimiento de piedra pizarra y aristeles, tope y aguja de galvanizados belgas. Hubo que reemplazar un mínimo de piezas ornamentales, que no habían aguantado la intemperie ni con el asfalto. El copiado en fibra es fidelísimo e indistinguible del original.

La cúpula es tan bonita que los arquitectos del estudio a cargo de la obra, Arquitectonika/López/Leyt/López/Yablón, se morían por integrarla de alguna manera al edificio, de darle un uso. Pero la estructura fue concebida como un ornamento escultural y su único acceso era un portalónde inspección, de lo más estrecho. No era cosa de andar rompiéndola para hacerle ventanas o puertas, por lo que se optó por desarmar la bovedilla plana de su piso: la cúpula será un espacio delicioso perfectamente visible desde el quinto piso por algún afortunado que tendrá su escritorio allí.

La fachada dio trabajo a tres restauradoras –que tienen encantados al equipo de albañiles y constructores, abrumadoramente masculino– que están recuperando con solvencia y mano firme la piel de símil piedra y las muchas molduras. Hubo que tapar los boquetes de los aire acondicionados, hubo que realizar moldes de los ornamentos deteriorados y hubo que revertir muchos hierros florecidos. Y hubo que aceptar sorpresas como los cuatro paneles en relieve con copones que se encontraron debajo de revoques rajados y que se pensaba eran todavía más acondicionadores. O las dos grandes molduras verticales, de cuatro pisos de altura, que flanquean la fachada. Ni hablar del noble primer piso con sus pilastras y las sólidas ménsulas de los balcones.

El mismo trabajo se está realizando en el hall de entrada. Resulta que al ponerle el falso cielorraso se dejó una franja de la ornamentación original –demos gracias a la vagancia de los arruinadores– lo que permitió reconstruirla en parte. Lo que no se sabe es qué había en la franja inferior, porque la piedra original fue reemplazada por un travertino de lo más falopa y finito. Por supuesto, la banderola está nuevamente despejada.

Los interiores estaban perdidos. Sólo quedan dos puertas de las originales, los pavimentos fueron cambiados –de pinotea a baldositas– y casi no había un muro en su lugar. Al despejar quedaron a la vista los perfiles de hierro en H, con sus remaches de época. Lo único salvable fueron los escalones de mármol de Carrara de la escalera, pero sólo a partir del segundo piso: alguien “modernizó” el primer tramo. Lo que también va a renacer es el gran patio central, con una muy lanzada claraboya de gran porte para tener luz natural. Esto retoma el diseño original, sólo que la estructura original se deterioró y fue tapada con chapas verdes de fibro. Las ventanas esdrújulas de la fachada ya desaparecieron y pronto estarán instaladas otras en metal blanco, a medida, con varios arcos de medio punto y de doble hoja. La documentación histórica del edificio muestra que los cerramientos eran blancos y tenían todos dos hojas.

A medida que se llega al nivel de la planta baja, la obra comienza a abarcar a los dos locales de planta baja, invitados por el arquitecto Marcelo López a participar retirando carteles y toldos que afean y tapan. Sería una buena idea que lo hagan, ya que el edificio va a renacer y ganar nivel, atrayendo nuevas miradas.

Con esta obra, parece que el Colegio de Abogados afinó la puntería. Por un lado mantiene su sana costumbre de respetar y restaurar las fachadas de los edificios clásicos que toma. Y por otro, sale del infierno arquitectónico al que estaba condenado por destruir los interiores del edificio contiguo –el que alojaba el restaurante La Emiliana– y se instala en un más cómodo purgatorio por su voluntad de restaurar la cúpula.

Que de paso sea dicho, era una cúpula ignota por completo, fuera de todo registro. En breve, cuando bajen los andamios, se podrá verla en una fachada recuperada con solvencia.

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