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Jueves, 24 de mayo de 2007

NATHAN WILLETT, CANTANTE DE COLD WAR KIDS

Chicos de la guerra

Hijos del grunge y parientes de la paranoia de Radiohead y Tom Waits, los cuatro niños de Fullerton se asoman como el eslabón perdido entre la rabia de Seattle y los clubes de Nueva York. Mezcla de White Stripes, Sam Cooke
y Dostoievsky. “Si vamos a copiar, copiemos a los grandes”, dice Willet.

 Por Daniel Jimenez

Vamos a admitirlo: entrevistar a Nathan Willett, un perfecto desconocido, puede resultar una experiencia excitante. Porque pocas veces se da que a lo largo de una nota un músico deje de lado las respuestas seteadas y se anime a un sabroso contrapunto con el periodista. Pero, al parecer, el joven cantante y pianista de los debutante Cold War Kids, una de las promesas más fuertes del rock norteamericano actual, dice lo que piensa y viceversa. Y en ese ida y vuelta descontracturado aparecen nombres y preferencias que revelan parte de la personalidad de un encantador de serpientes profesional: Bob Dylan, Jeff Buckley, David Foster Wallace, Dostoievsky, Sam Cooke.

Un tanto vanidoso, irónico, reflexivo y dueño de un elegante sentido del humor, Nathan se despacha con la primera idea que le viene a la cabeza. Y ésta generalmente viene acompañada de una pequeña dosis de veneno que no llega a matar. Así como la música de Cold War Kids. Su disco Robbers & Cowards fue elegido en los Estados Unidos como uno de los debuts más promisorios del año pasado, mientras que la cambiante New Musical Express los definió como “la mejor banda norteamericana del momento”.

Pero nada de esto pareciera perturbarlo. En 2004, mientras pateaba la adolescencia en busca de drogas y bares decadentes en los suburbios de Fullerton, se sumergía en la rígida disciplina de una universidad católica de Los Angeles, donde conoció a los mejores cómplices en su plan de dominar el mundo. Allí, junto a Matt Aveiro, Matt Maust y Jonnie Russell, dio nacimiento a este grupo de bandera indie infectado de blues deforme.

“No sé si nuestra enseñanza cristiana tenga mucho que ver con la sensibilidad que tiene lo que creamos. Amamos a los grandes escritores, como Tom Waits, Leonard Cohen y Yada Yada. Ellos usaron y usan símbolos religiosos para sus historias, al igual que nosotros. Porque si vamos a copiar, mejor copiemos a los grandes ¿no?”, reconoce.

A lo largo de las doce canciones que conforman su ópera prima, Nathan exige su voz siempre un poco más de lo permitido, llevándola desde la tensa calma hasta el devaneo agónico de Jack White y la electricidad histérica de Andrew Stockdale, de Wolfmother.

Detrás, sus compañeros montan una escenografía tan austera como necesaria, donde el piano agreta de Willett se entrecruza con la incómoda disonancias que genera la guitarra irregular de Russell. Pero, ¿qué hizo que estos cuatro chicos de la soleada California revisiten los lejanos y románticos días cuando los espías usaban sobretodo?

“El nombre proviene de un viaje de vacaciones que Maust realizó a Europa del Este, donde se la pasó recorriendo estatuas y lugares históricos, aunque a todos nos interesa de alguna manera ese período en particular”, asegura Nathan, quien se descubre como un fanático de “los sonidos y la cultura” de esa época. “Tal vez yo sea un poco más débil en cuanto al análisis político de aquella movida, pero... al fin y al cabo somos una banda de rock y no historiadores.”

Teniendo en cuenta el veloz paso del tiempo y las necesidades básicas de un mercado que se come lo que encuentra para después vomitarlo lo más lejos posible, Cold War Kids comenzó a ganar los clubes y las estaciones de radio de Norteamérica, sin proponérselo. O casi: “Hemos sido amigos durante años y siempre nos encontrábamos en algún lugar que tuviera que ver con la música. Ya sea como oyentes, o bien, vagueando. Hasta que nos tomamos las cosas más en serio y grabamos tres EP’s en un año. Entonces empezamos a llamar la atención a través de los temas que colgamos de Internet y de los shows en vivo. Pero, cuidado, que nadie nos descubrió. Cuando la prensa llegó, nosotros ya estábamos ahí”.

Willett hace referencia a Mulberry Street, With Our Wallets Full y Up in Rags, producciones independientes que registraron bajo el sello Monarchy Music, hasta que en 2006, luego de prender fuego al escenario de Lollapalooza, arribaron a su ansiado debut de la mano de otra compañía indie: Downtown Records. La misma que hoy tiene entre sus filas a Gnarls Barkley. Con el contrato en la mano, las perspectivas cambiaron. Y lo festejaron a su manera: “Podría decirte que lo primero que hicimos cuando firmamos fue procurarnos grandes cantidades de alcohol, drogas y chicas fáciles, pero no sería sincero. Pudimos pagar un almuerzo de tostadas quemadas y café rancio”.

La honestidad brutal parece ser una de las condiciones naturales de Nathan, quien asegura que las sesiones de Robbers & Cowards fueron tan caóticas como divertidas. “Podríamos decir que la primera experiencia en el estudio fue... extraña. Hasta nuestro fotógrafo Matt Wignall nos dejó a la mitad del trabajo porque estaba ¿estresado? Nos dejó bien en claro qué botones debíamos presionar y nos dijo que se iría un tiempo. Nosotros no sabíamos qué carajo sucedía y todavía desconocemos cómo funciona esto, porque estamos aprendiendo. Pero grabar es algo muy divertido. Cualquiera que diga que el proceso de grabación de un disco es aburrido, no estará en mi lista de amigos.”

En tan sólo veinticuatro meses y a fuerza de saber sacarle jugo a un blog, los Cold War Kids ya han probado los dulces frutos de un éxito incipiente –fueron una de los números que cerró la última temporada de El Show de David Letterman– y los mismos viejos sabores del underground. Eso que el cantante llama “vivir dentro de un sueño”. Con todo lo que ello implica, claro: “Por un lado dormís en un trailer, mangueas comida gratis y seguís tomando bebidas de baja calidad, pero por otro el rock te compensa. ¿De qué manera? Tocando con Elvis Perkins y Dr. Dog acompañados por bronces y cantando tooooooooda la noche y logrando que nos lleven al backstage un piano y una botella de Jameson”.

La mente de Willett, al igual que su voracidad por tomar cosas de la vida, no descansa. A veces se presenta en formato de agonía. A veces, como una carta abierta sin destinatario, descartando de plano el lenguaje críptico. En We Used to Vacation, tema que abre su debut, el pianista y principal compositor del cuarteto, cuenta la historia de un alcohólico que se escapa de su familia pero que cree que “las cosas podrían ser mucho peor”. En Saint John narra el asesinato de una chica violada por su propio hermano desde el punto de vista del victimario; un interés por las mentes enfermas al mejor estilo Bruce Springsteen. “La ficción es sólo una manera de interpretar las cosas que me importan y sobre las que quiero escribir y cantar”, suelta. Pero este patrón tiene un motivo: “En nuestras canciones existen muchos personajes y caracteres que son el centro de los relatos, porque si cantara y escribiera sobre mí sería aburrido. Somos periodistas que reportamos historias tristes y alegres, y esa es nuestra misión”.

Actualmente de gira por Europa, el grupo tiene pensado hacer un alto a fines de este año para entrar a producir su segundo álbum, ahora disputado por distintas multinacionales. Enarbolados en la independencia, los cuatro de Fullerton no solamente se encuentran analizando las posibilidades, sino que se preocupan por cómo se piensa vender su producto. Al menos él tiene una teoría: “Creo que el rock and roll es una mezcla entre entretenimiento y una forma sagrada de arte, porque el arte sagrado también puede ser una especie de entretenimiento. En teoría, un show de Wilco podría ser más fácil de digerir que uno de Refused, pero los dos son algo sagrado para mí. Entonces, ahí es donde el rock se vuelve más interesante; cuando toma elementos de distintos géneros y no se repite como una fórmula boba. Y eso se nota en lo que hacemos, que está influenciada en partes iguales por el soul de Sam Cooke, el noise de la Velvet Underground y la poesía de Dostoievsky en The dream of the ridiculous man”.

Hijos del grunge y parientes cercanos de la paranoia urbana de Radiohead y Tom Waits, los Cold War Kids se asoman al futuro como el eslabón perdido entre la rabia de Seattle y los clubes de Nueva York, dispuestos a arriesgar su cabeza en el intento. Al menos, así lo siente Nathan: “Las bandas como Nirvana tenían un motor que las ponía a funcionar a través del enojo, pero sin una solución aparente a este estado de ira. Quince años después, ese concepto pareciera perderse pero también ser más real, porque los chicos de hoy están alienados. La gente quiere artistas sinceros que no estén todo el tiempo lamentándose sino que ofrezcan algo que valga la pena comunicar. Nosotros queremos liderar esa manada”.

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