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Jueves, 15 de agosto de 2002

RED HOT CHILI PEPPERS Y EL ROCKERISMO ARGENTINO...

Amor de primavera

Será el primer y único show en pleno incendio nacional, con un cachet más bajo de lo habitual y entradas a precios razonables. Y, también, la ratificación de un lazo emotivo particular entre el público argentino y una banda top mundial. Como los Ramones o los Stones, pero diferente.

 Por Pablo Plotkin

Si existe el amor entre una nación pobre y una banda de rock millonaria, la Argentina y los Red Hot Chili Peppers se aman. Los Ramones y la Argentina, además de amarse, se necesitaban (como se necesitan dos viejos zorros con un pasado glorioso y un presente de pensión). Lo de los Rolling Stones nunca fue un amor correspondido. Estaba claro que, por más declaraciones demagógicas que profiriera Keith Richards, lo de los Stones no era más que unos cuantos revolcones de verano (los últimos cartuchos de un Casanova en retirada). Los Peppers, en cambio, además de aterrizar en sus momentos de esplendor, sostuvieron una escrupulosa escala ascendente, el tipo de crecimiento con que se construyen las relaciones duraderas: Obras (1993), Luna Park (1999), Vélez (2001) y River (2002, muy probablemente el 16 de octubre). Primero fue Blood Sugar Sex Magik, después Californication y ahora By the Way. Toda vez que tuvieron algo importante que decir, los Peppers vinieron a contarlo a Sudamérica.
Sin pretender romantizar las razones del negocio, sorprende la cuarta visita del actual mejor amigo americano al país del dólar imposible. Su show en el Monumental será, seguramente, el único espectáculo de rock anglo masivo en la Argentina 2002 (además del de Roger Waters en febrero que, en verdad, había sido programado antes de la devaluación). El No averiguó que la banda redujo el cachet respecto del que cobró para su show en Vélez, y esta vez los precios de los entradas fueron virtualmente pesificados: 15 las populares y plateas altas, 22 el campo y 36 el resto de las plateas. Y como está claro que los Chili no van a despegar de Ezeiza con los bolsillos vacíos, se estaría hablando de un poder de convocatoria capaz de saltar cualquier abismo monetario.
A diferencia de lo que ocurre con rolingas y ramoneros, el público argentino de los Peppers es mucho más difuso en términos de indumentaria, modales y lugares de pertenencia. En 1993, cuando hicieron dos shows ardientes y caóticos en Obras (un lunes y un martes muy calurosos de enero), el carácter alternativo estaba mucho más definido. Lollapalooza todavía se conjugaba en presente y “Under the Bridge” corporizaba como pocas canciones el espíritu de una Los Angeles difícil e irrenunciable. John Frusciante había dejado la banda para ser un yonqui tiempo completo y Arik Marshall se había convertido en su efímero reemplazante. Los Peppers usaban cascos que manaban fuego, los calzones de Flea todavía eran una especie de novedad y las 10 mil personas que los vieron en Obras pueden dar fe de aquella reputada energía escénica. Los promotores que estuvieron cerca del grupo recuerdan que, aun en la cresta de la ola Blood Sugar..., los Peppers eran chicos buenos y profesionales. El baterista Chad Smith se la pasaba con su mujer; Flea –que venía de soportar un divorcio y una crisis provocada por el “estrés”– casi no salía de la habitación del Sheraton y Anthony Kiedis vivía un pequeño romance porteño. Después de los shows, el cantante postergó su pasaje de vuelta y salió a navegar con una chica argentina, durmiendo un par de noches en una casa de campo bonaerense.
La situación era distinta seis años después, con Californication convertido en el gran álbum de resurrección. Luego de sobrevivir de un modo asombroso a la heroína y a la cocaína inyectable, Frusciante volvió para ser el garante espiritual de un grupo que hasta entonces parecía oxidarse en el desarmadero de las estrellas californianas. El disco fue todo lo energético que se esperaba de semejante reaparición, y aquellos dos shows en el Luna Park (14 mil personas, con A.N.I.M.A.L. y Puya como grupos invitados) se mecieron entre el fuego sagrado y el mero oficio. Lilia Fuster, que trabajaba para la empresa CIE y se encargó de acompañar a los Peppers en sus dos últimas visitas a Buenos Aires, recuerda que “eran muy obsesivos con las comidas. Tenía que haber una opción vegetariana para Flea. Flea se la pasaba bañándose, descalzo y con las patas para arriba (porque hacía yoga). Es el más chispita. Habla y corre todo el tiempo. Anthony es muy tranquilo, observador, al igual que John. Y Chad es el más sociable. Era el único que salía después de los shows. El resto se iba a dormir. Es gente muy sana y respetuosa”. A Lilia le sorprendió el conocimiento que tenía Flea de la cultura argentina. Cuando le comentó que ella era rosarina, el bajista se mostró fascinado: “¡Ahí nació el Che Guevara!”.
Cuando volvieron en enero del 2001, Californication ya había explotado. Cerca de 40 mil personas los vieron en Vélez, en una noche de tormenta. Llegar a Liniers era poco menos que una odisea, tal como sucede en Buenos Aires cuando llueve mucho. La camioneta que llevaba a los Peppers se descompuso en la General Paz. El show de Catupecu Machu se suspendió. Los Deftones sonaron horrible (recuérdese a Chino Moreno, empapado, intentando evitar que se le cayeran los pantalones). Los vendedores de pilotines ganaron mucho dinero. Los organizadores del show consideraron la alternativa de cancelarlo, pero los músicos preferían tocar. “Ellos entienden el negocio que generan. Son muy profesionales”, dice Lilia. Finalmente la tormenta paró y la banda sacudió con un show más desprolijo y vibrante que el del ‘99, con una versión de “Fire” (Jimi Hendrix) que coronó un final de show sin hits.
Se espera que By the Way, el disco que vuelve a sacarlos de gira por el mundo, marque el tono de la cuarta visita a Buenos Aires. Menos funk, más canciones reposadas y la convicción de cuatro tipos que ya no necesitan rendir demasiadas cuentas sobre su legendaria (y pasada) pulsión adrenalínica. By the Way es un disco que redefine a los Peppers como los hijos dilectos del rock californiano: armónico, sensual y permeable a las influencias culturales de esa ciudad de autopistas, vértigo y sueños de felicidad. Entre primores de Venice Beach, cabrones y almuerzos vegetarianos, así es como los Peppers deciden envejecer. Clásicos, pero bajo sus propias reglas.

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