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Jueves, 23 de enero de 2003

EMINEM, EL ULTIMO GRAN HEROE MADE IN USA

La leyenda blanqueada

¿Cuánto tiempo pasó desde que el puritanismo progre pedía la cabeza de Marshall Mathers? ¿Cómo es que un carapálida reina en el mundo del hip hop? 8 Mile: calle de las ilusiones (desde hoy en los cines porteños) convierte al rapper de Detroit en otra estampita blanca de la cultura pop estadounidense. Igual que Elvis, Dylan, James Dean y el propio Rocky Balboa.

 Por Pablo Plotkin

Si bien la relación de todo héroe y su patria suele ser compleja, la de Eminem y los Estados Unidos es esquizofrénica, un melodrama concebido con todos los ingredientes de la belleza y el asco norteamericanos. Hace sólo dos años, Bush lo comparó con la poliomelitis y cierto progresismo puritano (de derecha y de izquierda) lo señalaba como la síntesis aria de las peores fobias. Entonces Eminem se hizo demasiado grande, una presencia hogareña tan calórica e inevitable como el tocino y los huevos revueltos. La explicación al fenómeno, que en verdad siempre había estado a la vista, se convirtió en un oportuno manual de instrucciones: detrás de ese vórtice de resentimiento y depravación, respiraba otra apasionante novela norteamericana, un hombre puesto a encarnar los sueños y sublimar las pesadillas de una sociedad condenada al consumo de la experiencia ajena. Después de todo era una cuestión de enfoque. ¿Pero cómo formatear (americanizar) la leyenda? Si bien sus tres discos parecen contarlo todo, la obra exalta los perfiles patológicos del camino del héroe: las ilusiones matricidas, la segregación racial, la imposibilidad de la armonía matrimonial, los fanáticos desbordados. A punto de cumplir 30 años y de vender 30 millones de discos, Em necesitaba una temporada en Hollywood.
A las órdenes de Curtis Hanson (Los Angeles al desnudo, Fin de semana de locos), el rapper compuso su cuarto alter ego, el menos desafiante de todos. Jimmy Smith Jr. es un muchacho que vive en una casa rodante al borde de un ghetto negro del este de Detroit. Entre las peleas con su madre (Kim Basinger, borracha, demacrada, hermosa) y el afán de proteger a su incandescente hermanita, Jimmy avanza en las alcantarillas del hip hop a fuerza de ingenio poético y un sentido de la musicalidad alucinante. 8 Mile: calle de las ilusiones es una película clásica en términos narrativos. Por momentos parece un alegato de la integridad blanca: Jimmy honra su empleo en una fábrica metalúrgica, es leal hasta la fatalidad, defiende los derechos de los gays (!) y nunca se lo ve pitando de los porros que encienden sus amigos. Es orgulloso, pero conserva el grado de introspección que dignifica al héroe iniciático (rasgo que se opone a la proverbial arrogancia del rapper negro). Aun con toda su carga de biografía purificada, 8 Mile es absolutamente disfrutable para los amantes del hip hop y de las épicas callejeras regadas de amor, duelos y autosuperación. La fábula romántica del white negro llevada a lustroso celuloide noir. Eminem como el último indomable de una saga de estampitas yanquis blancas que construyó su gloria sirviéndose de rasgos de negritud y adaptándolos a todo público.

DEL TRAILER
A GRACELAND
Todo empieza con Elvis Presley, quien propagó los gestos fundacionales del rock’n’roll y pasó a la historia como el primer vampiro blanco de la cultura adolescente, mordiendo cariñosamente las yugulares de Chuck Berry, Little Richard y tantos otros. “Soy lo peor desde Elvis Presley, por hacer música negra de un modo tan egoísta y usarla para mantenerme en forma”, rapea Eminem en “Without me”. En 8 Mile, cada vez que Jimmy se planta sobre el escenario de Shelter (donde ocurren las competencias), siempre hay algún negro que lo llama “Elvis”, como si el camionero de Memphis representara a todo carapálida que pretende hacerse famoso valiéndose de las armas de la raza. Elvis también fue, en algún momento, un desestabilizador estético del puritanismo estadounidense. A diferencia de Em, provenía de una familia de agricultores protestantes, humilde pero articulada, que moldeó al niño cantor en las gradas del coro de una iglesia de Tupelo, Mississippi. Sentía devoción por su madre, Gladys, a quien dedicó sus primeras sesiones de grabación (Eminem también le dedicó canciones a su madre, pero de otro modo). Su adaptación al sistema fue obscena: se alistó en el ejército yanqui, pasó dos años en una base militar en Alemania y volvió convertido en un crooner glotón y corrompido. Flirteó con Nixon, se ofreció como informante al FBI y protagonizó varias películas malas (al respecto, Eminem ya hizo bastante más que El Rey). Propagandista y víctima del sueño americano, sucumbió ante el exceso de algunos de sus vicios más peligrosos: la Coca-Cola, la comida chatarra y la droga legal.

¿DE DONDE VENIMOS?
“Eminem es un joven que no se hizo famoso evocando el mito del Sueño Americano sino describiendo, a menudo de manera muy gráfica, la realidad de una Pesadilla Americana relativamente inarticulada. No es exagerado decir que Eminem es un reflejo de su tiempo como Bob Dylan lo fue del suyo; a su manera, un mordaz comentarista social.” La comparación de Sean O’Hagan, columnista de The Observer, puede sonar algo exagerada, pero se emparienta con la idea de que, con la aparición de Eminem, el hip hop empezó a reemplazar al country y al rock como la voz de la Norteamérica blanca y suburbana. Siguiéndole el juego, Dylan fue el alquimista de la canción blanquinegra, intersección magnífica del country y el blues, el folk y el rock’n’roll. Guiado por las enseñanzas de Hank Williams, Woody Guthrie, Robert Johnson, Dylan Thomas y Jack Kerouac, Robert Zimmerman (Minnesota, 1941) contó sus primeras historias de granjeros, autopistas y mártires durante el apogeo de la Guerra Fría, el racismo y la literatura beatnik. Igual que Eminem, fundó un estilo de rima novedoso dentro de un género de larga tradición. Pero mientras Eminem amasó su identidad y fortuna novelando sus penurias pasadas, describiendo con perturbador ingenio los contornos geográficos y domésticos de su vida, Dylan, a la inversa, desintegró todo rastro personal para convertirse en un hombre de ninguna parte. O de todas. Hoy, es uno de los pocos héroes norteamericanos que envejecen bajo sus propias reglas.

AL ESTE DEL INFIERNO
Algunos críticos de cine anglosajones compararon al Eminem de 8 Mile con el James Dean de Al este del paraíso y Rebelde sin causa. Un joven magnético que llega para encarnar la sensación de vacío de toda una generación y romantizar la soledad del suburbio, el dolor del adolescente anónimo. El argumento principal lo encontraron en la mirada, en esos ojos de Dean que alguien definió como “dos tajos en el mundo, ese aire de desprotegido fastuoso” y que muchos vuelven a encontrar, cincuenta años después, en los azules de Marshall Mathers. Dean (1931-1955) se crió en Fairmount, Indiana, ahí donde se cocinaron las primeras hamburguesas. Su familia se desarmó cuando tenía ocho años, al morir su madre. El padre se fue y, cuando tuvo edad suficiente, Jimmy se mudó a Nueva York, leyó a Kerouac, ingresó en el Actor’s Studio y consiguió sus primeros papeles. Su imagen y actitud inspiraron la resignificación de la estética adolescente, de agujero negro en la cadena de consumo a época de aventura, extravío y oposición existencial. “La intensidad de sus deseos y sus miedos podía darle una apariencia arrogante, de egocéntrico, pero detrás había tal vulnerabilidad desesperada que conmovía, incluso aterrorizaba”, dijo de él Nicholas Ray, director de Rebelde sin causa. Eminem tiene algo de eso, aunque su mayor poder de conmoción está en sus diatribas, mientras que Dean casi no necesitaba hablar. Se mató a los 24 años, al volante de un Porsche Spyder platinado camino a Salinas. Andy Warhol dijo entonces: “Es el alma, deteriorada pero hermosa, de nuestra época”.

NO HAY DOLOR
Esta pequeña galería de superhéroes blancos made in USA cierra con su único personaje ficticio, uno de los más conectados con Jimmy Smith Jr, alias Eminem. Sylvester Stallone inventó a Rocky Balboa inspirándose en Chuck Wepner, un boxeador callejero que le hizo pelea a Muhammad Ali. Llevando al megaheroísmo la narrativa londoneana del pobre tipo que pelea por un pedazo de carne, Stallone escribió el guión de Rocky en tres días. Y aunque los inversores no lo querían para el papel, terminó saliéndose con la suya, ganando el Oscar a la mejor película (1976) y fundando una de las leyendas más reincidentes de la historia de Hollywood. El héroe castigado, trabajador, con las dosis necesarias de ambición y desinterés, de brutalidad y romanticismo. Las calles de Filadelfia que recorre Rocky, abrigado y con su pelotita saltarina, se parecen mucho a las del este de Detroit, a ambos lados de la Milla 8. A la par que crece en los bajos fondos del boxeo profesional, Rocky no descuida su trabajo en el frigorífico, donde se despelleja los nudillos aporreando reses congeladas. Eminem (perdón, Jimmy) alterna las veladas de rap en Shelter con su asfixiante empleo en la fábrica metalúrgica. Jimmy también sabe boxear, si es necesario, y las escenas de entrenamiento son igualmente emocionantes: Eminem apuntando frases en una entelequia de rimas, con música hip hop de fondo, remite a Rocky saltando las escaleras del Museo de Arte al compás de esa melodía de épica inconfundible. Y cuando salen a pelear (a rapear), son toros en rodeo ajeno, frágiles e invencibles, luchadores que buscan ganarse el respeto de un público hostil que terminará rendido ante su grandeza. Ya sea en un sótano decrépito de Detroit o en un estadio al este de la Cortina de Hierro.

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