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Jueves, 11 de agosto de 2016

POKéMON GO, PRIMERA SEMANA

La plaga

GPS y conexiones perdidas, equipos autoconvocados, micropokética territorial y el sueño de calzar el Pidgeotto más grande del barrio.

 Por Stephanie Zucarelli

”Si todavía no te llegaron mil mensajes, te aviso que acabó de salir Pokemón Go”, reza un mensaje que llega a las 19 del miércoles 3 de agosto. En los minutos siguientes, las redes sociales colapsaron por la cantidad de noticias que anunciaban la disponibilidad del juego que ya había desbancado al porno como lo más solicitado en los motores de búsqueda. Sólo un producto tan bien cultivado como Pokemón (que plantó su primera semilla en 1996) podía lograr que la tendencia del consumo rompiera los límites entre la realidad y la virtualidad. Los pokemonstruos eran criaturas ya instaladas en el recuerdo de la población activa y sólo hacía falta una interfaz adecuada para abstraer al consumidor a una realidad ociosa.

Niantic, la empresa que soporta Pokemón Go, consiguió hacer que la identidad virtual de los seres humanos, activa y cultivada diariamente a través de redes sociales, lograra ser parte en el mundo real. Sólo pronunció “que sea luz”, y la Tierra ya jamás podría ser vista sin Pokémon por todos sus lares. Para asegurar la masividad, la interfaz tenía que ser nacional y popular, una aplicación que cualquier (último) Android pudiera correr sin problema. Pokémon Go es básicamente un mapa de la ciudad con puntos destacados. Peligrosamente cerca de una pesadilla orwelliana, la aplicación triangula la posición del usuario gracias a direcciones que le brindan la conexión a internet, el GPS del celular y otras hierbas, para recrear el ambiente Pokémon en la vida real. El objetivo es simple: atrapar a todos los que aparezcan en pantalla.

El truco de la realidad aumentada es que cualquiera que no esté usando su celular en un streaming continuo está ciego a la realidad virtual de Pokémon Go. El usuario siente la vibración de su dispositivo y como respuesta pavloviana investiga el ambiente con la cámara de su celular. Allí aparecen: un charmander en la biblioteca, un pikachu en el aula, un magikarp arriba del guiso de la abuela. Y que nadie se mueva mucho: las conexiones y los GPS todavía son lo suficientemente volubles como para romperse de un momento a otro y desconectar al jugador de esta matrix.

Este mundo pokeideal fue planteado como una broma de April’s Fool allá por 2013, cuando los jugadores usaban mapas de Google para completar el llamado “Pokémon Challenge”, que apenas constaba de buscar por el globo apariciones de dibujos 2D de los bichos. No fue casualidad que Tatsuo Nomura, de Google Maps, acabara por convertirse en líder del ahora gigante Niantic Inc. Recién el 9 de septiembre del año pasado se viralizó el proyecto de Pokémon Go, como un sueño que sólo podrían alcanzar ciertos países del primer mundo. Pero la reacción fue enorme y los japoneses respondieron a un mercado que no termina de satisfacerse con ningún tipo de juego. A pesar de que el maremoto ejecutivo parecía pasarle por arriba a Latinoamérica, los rumores de la apertura de servidores sudamericanos rompieron la división de territorios y pronto los portales locales hacían estallar de ansiedad al que osara tocar Facebook.

La mismísima noche del estreno, la medianoche porteña se inundó de entrenadores neófitos que intentaban entender qué significaba este juego de realidad aumentada. En el rango de mediodía, las comunidades comenzaron a formarse. Los equipos de entrenadores (divididos en Instinct, Mystic y Valor) conquistaron al país como una especie de mafia cooperativa. Los barrios comenzaron a tener un equipo predominante, aunque siguen en constante puja territorial. Las batallas se deciden con el pokémon más fuerte, el entrenador que recorrió más kilómetros para aumentar su experiencia y el equipo que más rápido se conglomera para no perder dominio. En menos de una semana, el mundo experimentó la creación de células sociales entre individuos que no se conocen por su nombre real, pero sí a través del color de su equipo.

Con el usual efecto retardado, no tardaron en aparecer titulares de circo y demonización marketinera hacia un juego simple que revoluciona el marco cognitivo en que las personas perciben al mundo. Pokemón Go, la plaga del mundo anglosajón, aterrizó en el territorio argentino y aún hoy nadie decide si es amigo o enemigo.

El primer sábado después del lanzamiento tiene forma de sacramento. Unas 300 personas se reúnen en el Puente de la Mujer a mirar la pantalla del celular. “¡Dejen de boludear pokepelotudos!”, grita una, camino a Asia de Cuba. La muchedumbre no se inmuta. En esa noche fría, son más personas de las que el boliche tiene en su cola de espera. De vez en cuando, algún integrante señala un espacio vacío al grito de “¡Acá hay un Pikachu!”, y los visores de la muchedumbre apuntan para revelar que, en efecto, había un ser percibible por realidad aumentada. Luego del murmullo general, los grupos vuelven a callarse. No se conocen entre sí, pero van a volver a encontrarse todos los sábados hasta las 5 AM. El lugar es caldo de cultivo de monstruos raros y no hay que dejar pasar la oportunidad.

Así como las tribus, la realidad aumentada está generando una mitología fuerte y regional que sobrepasó el under: no sólo los youtubers indie creadores de la saga COSO completan su universo con un capítulo sarcástico del Pokémon Go, sino que el verdulero de barrio no duda en publicitar lechugas Bulbasaur y los comercios explicitan el tipo de descuento que obtiene el equipo dominante de la zona. Es increíble: la última ola de globalización va de la mano de un Pikachu mesías. Pero Pokémon Go no es sólo un éxito de marketing sino el portal de una nueva realidad en la cual todo el mundo quiere (o necesita) estar incluido.

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